Stranger Things, Khaby Lame y la fantasía de una “clase media” digital
Los desafíos de la industria creativa entre los grandes hits, las teorías del “long tail” y los 1000 verdaderos fanáticos; ¿Quiénes subsistirán? ¿habrá lugar para culturas alternativas?
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Esta semana, el trailer del desenlace de la cuarta temporada de la serie Stranger Things volvió a poner en el centro de la escena la capacidad del principal servicio global de streaming, Netflix, de instalar un tema de conversación, personajes adolescentes, viejas canciones de los 80… De producir la serie más vista en estos días en el mundo. Un mega hit. Un blockbuster, por usar terminología arcaica.
También este miércoles, un aspecto menos público sacudió la red de entretenimiento más popular. Un senegalés radicado en Italia se convirtió en la celebridad más seguida en TikTok, desplazando a la carismática coreógrafa Charlie Damelio. Así, el joven Khaby Lame –desempleado durante la pandemia– que ganó fama y viralidad por sus curiosas expresiones faciales, sus reacciones a situaciones cotidianas y su humor físico y “mudo”, como un Buster Keaton gestual, acumuló 142 millones de followers y trepó a la cima: sin palabras.
Ambos fenómenos se conectan con un aspecto clave de la cultura contemporánea, rescatado la semana pasada por un completo artículo de la revista The New Yorker: la vigencia de dos tesis sobre la producción, distribución y consumo de actividades creativas en entornos digitales.
Por un lado, el postulado de “Los 1000 fanáticos verdaderos”, con el que el tecnólogo Kevin Kelly expresaba su entusiasmo sobre el futuro de las profesiones artísticas y creativas: enfocarse en esa cantidad de “clientes” que podrían sostener un nivel de vida más que digno para un artista, músico, escritor. Corría 2008: ya existía YouTube pero no aun los youtubers y la Web 2.0 era una novedad presentada por Tim O’Reilly como abierta, participativa, democrática. (Aun recuerdo la presentación de un novato Mark Zuckerberg, con acné y Adilettes, estrenarse como speaker en una convención en San Francisco...).
Por otro, aparece la teoría de la “larga cola”, popularizada por Chris Anderson en su libro de 2006, La economía Long Tail. De los mercados de masas al triunfo de lo minoritario, en la que postulaba que las plataformas digitales (sin sus problemas de inventario, de almacenamiento, con menos barreras de entrada) favorecerían la dispersión del consumo y la posibilidad de que todo producto encuentre al menos algún comprador. Una suerte de gran promesa para los nichos y los productos de consumo no-masivo, sobre todo los culturales. El gran sueño alternativo.
Ambos fenómenos comparten el diagnóstico optimista de aquellos días y lo trasladaban a la producción de películas, discos, libros, y hasta la creación de celebridades. Las nuevas modalidades digitales parecían una tierra de oportunidades para los creadores.
Hoy, una década y media después, esas miradas aparecen cuestionadas pero sus utopías aparecen revisitadas, y en un punto vigentes.
Las redes sociales, sin duda, favorecieron la multiplicación de productores de contenido, pero las cifras de concentración de popularidad e ingresos corrigen incluso la curva de la larga cola: tanto en Spotify (que paga regalías centesimales por reproducción de canciones) como en las redes más populares, el dinero “grande” va a parar a una élite (¿o ahora se dice casta?), y una legión de creadores queda insatisfecho. Impago. Ya hay una aristocracia de streamers e influencers. El debate crece: ¿democratización y/o concentración de la riqueza?
El artículo de The New Yorker postula desde el título “El auge de la clase media creativa de Internet”. Retoma las ideas de Kelly de los 1000 fans y consigna el fenómeno de los muchos artistas que pueden hoy ganarse la vida así. Ya con una perspectiva más audaz de la Web3, o de la Internet más descentralizada, la analista e inversora Li Jin fue más lejos: cree que con 100 fans verdaderos la sustentabilidad es posible, y lucha de manera activa por generar esa “clase media”. Combina nuevos modos de financiamiento con citas a Bill Gates, pero insiste en que los creadores deben ser mejor compensados por el valor que aportan. Habla de Renacimiento y de Edad de Oro para creadores.
Esta misma semana, en sentido inverso, el músico, escritor e historiador del jazz y el blues Ted Gioia se despachó con una reflexión provocadora: ¿Dónde fue a parar la “larga cola”? “Se suponía que impulsaría voces alternativas pero en películas, música y libros sucedió exactamente lo contrario. Fue vendida como una ley económica de prosperidad inclusiva pero nunca sucedió, era un cuento de hadas”. Sus ejemplos son los libros en Amazon (destaca que sus principales ingresos no llegan de la venta de productos culturales sino de servicios de software y almacenamiento) y la música en Spotify: días atrás otro analista sugirió que para sostener su posición financiera, la empresa subiría el precio de lo que cobra a los músicos para publicitar sus canciones. Pero también de las series y películas en Netflix: volviendo al ejemplo inicial, la empresa fue perfeccionando su capacidad de crear y promocionar un puñado de contenidos exitosos para retener la atención de sus suscriptores (el modelo de El juego del calamar) mientras reducía su inventario y enfrentaba más competidores (Disney+, HBO Max…): en los Estados Unidos, hoy tiene un 15% menos de inventario de series y films respecto de una década atrás pero muchos de esos son contenido original.
Para Gioia, además, son (tristemente) señales de advertencia de que estamos viviendo una sociedad sin contracultura, algo que él añora. Y rescata un tuit que muestra cómo en la cartelera de un cine se exhibían, en una semana, una decena de títulos, hoy sólo se reparten en muchas funciones de un solo gran “éxito en salas”, especialmente del taquillero universo Marvel.
Más allá de la tensión entre finanzas y contracultura, la dinámica de las plataformas, redes y agregadores digitales encierra nuevas oportunidades y desafíos para artistas y creativos: entre el hit, la popularidad viral y las necesarias visiones disidentes. Y más allá de la revolución del “contenido generado por usuarios” amateur, el futuro y la sustentabilidad de la clase creativa están en el centro de la escena.