Kazuo Ishiguro. El discreto encanto de los seres artificiales
En su nueva novela, Klara y el sol, el Premio Nobel inglés cuenta la historia de una acompañante robótica y se suma así a una singular tendencia de la última literatura
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No todo empezó con la ciencia ficción. Antes, a los autómatas los pensó la filosofía. A comienzos del iluminista siglo XVIII Julien Offray de La Mettrie propuso su idea del “hombre máquina”, un intento radical de sortear la división entre cuerpo y el alma. Lo relevante de la reflexión del materialista francés –de consecuencias morales inauditas– es que ve a los humanos como simples autómatas. Su concepto se adelanta en responder por la afirmativa la pregunta que más tarde se haría la cibernética: ¿pueden las máquinas llegar a pensar?
No todo empezó con ella, pero la ciencia ficción explotaría con naturalidad ese interrogante incalculable, ya fuera en los relatos de Yo, robot, de Isaac Asimov, como en los libros de Stanislaw Lem y Philip K. Dick, con sus replicantes y mascotas eléctricas. Ted Chiang, el autor actual más original del género, se interesa más por la inteligencia extraplanetaria, pero en “El ciclo de vida de los elementos de software” (incluido en Exhalación, publicado recientemente por Sexto Piso) aporta también su grano de arena a las ficciones sobre inteligencia artificial: una mujer que trabajó en un zoológico es contratada para entrenar y enseñar a “digientidades” que tienen una capacidad lingüística parecida a chicos de carne y hueso.
Que Chiang tenga relatos sobre el tema –el suyo es una obra maestra– no es sorpresa. Sí lo es la tendencia de otros escritores a incluir en sus tramas androides por fuera del género y en escenarios reconocibles, como si lo que hasta hace poco era dominio de la pura fantasía proyectiva fuera hoy, en el nuevo milenio, una posibilidad realista inminente.
Dos de los autores ingleses más considerados –es decir, ciudadanos de un país donde la tecnología es ubicua – se entreveraron recientemente con historias de robots. En Máquinas como yo, Ian McEwan (1948) imaginó una historia alternativa. En ese mundo paralelo en que Gran Bretaña perdió la guerra de Malvinas, Alan Turing no se quitó la vida, como en verdad ocurrió. Se dedicó en cambio a desarrollar los primeros humanos sintéticos. Uno de ellos es el que hace compañía triangular a una pareja que lo programa como mejor le conviene. McEwan, que ya en sus tiempos juveniles había escrito un cuento protagonizado por un autómata, aprovecha la novela para plantear dilemas morales varios, pero también para desplegar con sarcasmo su sentido de lo siniestro.
Ese antecedente próximo no arredró a Kazuo Ishiguro (nacido en Nagasaki en 1954, pero arraigado en Inglaterra desde su infancia), que en su nuevo opus, Klara y el sol, optó por poner en primerísimo plano un robot, aunque femenino y de una neutra candidez reflexiva.
En un futuro que no parece demasiado distante, Klara es una Amiga Artificial (AA). No tiene ninguna función particular, aunque puede cumplir varias, empezando por su papel de dama de compañía de chicos y adolescentes. Ishiguro, autor de una prosa siempre pulida y sin sobresaltos, timonea la primera mitad de su flamante novela a una metódica velocidad crucero. En este caso se justifica: la que narra en primera persona es la misma Klara, que tiene dominio lingüístico, pero también particularidades expresivas. En las primeras páginas cuenta sus primeras observaciones del mundo a través de la vidriera del negocio que la exhibe. Pronto –no sin que antes la trasladen al interior de la tienda, reemplazada por AA de la novísima generación– será adquirida por la madre de Josie, una chica aquejada por una enfermedad con tintes depersivos, aunque nunca descripta.
¿Cómo piensa una máquina? A Ishiguro solo le interesan, como corresponde, las respuestas de la literatura: le da entidad a Klara para que reflexione y progrese, de una manera no muy diferente de como lo haría un autodidacta absorto. La monotonía no solo refleja lo que pasa por el sistema inteligente del robot: también permite al lector introducirse con mirada extrañada en ese mundo de mínimas discordancias (hay chicos “mejorados”; hasta la universidad solo se estudia en casa, un eco acaso de las clases virtuales de tiempos de pandemia).
Ishiguro se distingue de la ciencia ficción pura y dura por la razonabilidad verosímil del universo que imagina. Klara –que no es una mascota pero tampoco tiene el estatus de un electrodoméstico– puede imitar los movimientos de Josie. Su misión es parecerse lo más posible a ella. “¿Crees en el corazón humano? No me refiero al órgano físico –le pregunta el padre, que no vive bajo el mismo techo que ellas–. Me refiero a su sentido poético. ¿Algo que hace que cada uno de nosotros seamos especiales e individuales?”. En la novela abundan preguntas desconcertadas –y humanas– como esas.
Ishiguro ya había explorado suburbios similares de la ficción especulativa en Nunca me abandones, donde los protagonistas se descubrían clones criados con una función específica. Personajes de otras de sus novelas comparten rasgos con Klara: el pintor de Un artista del mundo flotante, extrañado en medio de un mundo enajenado, y el mayordomo Stevens, de Lo que queda del día, autómata de carne y hueso.
La nueva novela de Ishiguro no alcanza los picos de esas narraciones, pero compensa todo con una instancia de extraña emoción: cuando la Amiga Artificial decide tomar cartas en el asunto para salvar a su protegida. A diferencia de tanta literatura apocalíptica, en Klara y el sol las máquinas no amenazan con ninguna rebelión, por mucho que al final las personas comunes las teman y las usen. Los adminículos poshumanos tienen más bien un encanto estoico y discreto. Klara en todo caso cumple los pasos de la fenomenología hegeliana –de la percepción desde la vidriera a la invocación religiosa al sol, su fuente de energía– para terminar cediendo, con triste sabiduría y sin desesperación, a una obsolescencia programada, su propia forma de mortalidad.
Klara y el sol
Por Kazuo Ishiguro
Anagrama. Trad.: Mauricio Bach
334 páginas. $ 1495