Jugar con arte es jugar con fuego
Hay dos variedades del pesimismo: el que nace del optimismo defraudado y el que pudo pasar por alto esa estación intermedia y llegó de golpe, o nunca salió, de él. Los pesimistas de esta segunda especie suelen ser impasibles: tienen una posición firme pero no confían en su eficacia persuasiva. A los de la primera especie, resentidos consigo mismos e inquietos, no les está permitida esa serenidad.
Cuando uno lee El arte como juego (Cactus), de François Zourabichvili, nota enseguida una arritmia entrelíneas, el bajo continuo de la desesperación. Zourabichvili era un pesimista de la primera especie. Recién publicado, el libro es una edición de los cursos de estética que el filósofo dictó en la Universidad Paul Valéry de Montpellier sobre la base de los originales del filósofo y los apuntes de los estudiantes. Una aclaración: para Zourabichvili la estética no es una porción de la filosofía que se ocupa del arte; es el descubrimiento de que la filosofía no puede ya relacionarse con ella misma sin una meditación sobre el arte. A esto lo llama “giro”; el nombre no es feliz, y ese desacierto quedará expuesto cuando se vea impelido a tomar distancia del “giro lingüístico”, porque la estética, a diferencia de la filosofía analítica, no es conminativa, no dice cómo deber ser la filosofía. No lo dice porque no lo sabe: es la incerteza inicial de Zourabichvili. Lo que sí sabe es que la filosofía no puede entenderse a sí misma sin el arte, y que sin el arte, entregada a lo incomprensible de sí, nada puede decir sobre nada.
No podría asegurarse que el “juego” sea algo nuevo en la estética. Sin ir más lejos, estaba ya con todas las letras en los escritos de Schiller y, desde ya, en el libre juego de las facultades de las que Kant habla en la Crítica del juicio. Le interesan poco estas precedencias a Zourabichvili. Su tentativa es audaz: “Si el juego puede ser concebido como una burbuja imaginaria, exterior a la realidad, la obra de arte se sitúa a distancia de la vida, pero sosteniendo con ella una relación activa”. La obsesión de nuestro filósofo, primo por lo demás del novelista Emmanuel Carrère, busca angustiosamente eludir el par de contemplación y expresión. Cree lograrlo con el examen de “L’Éternité”, de Rimbaud. La ambigüedad, casi el sinsentido, del poema favorece el argumento, porque el poema no “dice” realmente nada, y por eso es una obra de arte; si dijera algo, sería un discurso. Hay una libre asignación de sentido, que no llega a ser interpretación. Citemos a Zourabichvili: “Ahí es donde el juego es una idea interesante para acercarse a una obra de arte porque describe una actividad libre siempre y cuando se pliegue a una regla. Y esta regla, a la cual se pliega la actividad del juego, no anula la libertad del juego. La regla es el poema mismo”.
Zourabichvili tenía una intimidad fuera de lo común con el arte, una intimidad con obras de arte de tipo específicamente musical. Dice: “Las únicas ‘obras-mundo’ son las de Schumann y Wagner”. Esa es la “verdadera vida”, una vida dúplice, de dos polos: la inmersión en la maravilla de la obra y el caleidoscopio de la existencia. Sin el segundo, el primero conduce a la locura. Añade: “Los grandes artistas románticos no han sido ellos mismos víctimas de la ilusión que los obsesionaba: mientras la maravilla de Schumann es un teatro sonoro en que el sujeto musical pasa activamente de rol en rol, está en una relación crítica con la vida”.
La “verdadera vida” es lo que le pasa a la vida cuando entra en contacto con el arte. Podría definirse así también la “verdadera filosofía”, esa que necesita ir al arte para encontrar lo verdadero de sí. Hay un peligro. En el juego, el jugador sale y entra. Zourabichvili estima que el espejismo del arte no se supera, se mantiene a distancia: “Si no, la vida sería una nostalgia perpetua cuyo único desenlace coherente sería la locura o el suicidio”.
A Zourabichvili le habría venido bien el recuerdo de Schelling, a quien no menciona ni de pasada, y su énfasis en la indiferencia; casi que le habría salvado la vida. Pero esa es otra historia; una historia a esta altura bastante inútil. Zourabichvili se suicidó en 2006, el mismo año en que terminó de dictar este curso.