Juan José Sebreli: retrato de una Buenos Aires que ya no existe
El autor de El asedio a la modernidad rememora la deriva de sus años de juventud por las calles de la ciudad y sus librerías, al tiempo que recupera anécdotas y personajes
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En mis años jóvenes fui un flâneur de las calles de Buenos Aires. Andaba sin rumbo, solo me detenía ante el encuentro con algún conocido o, incluso, desconocido. También, ante lugares determinados: las salas de cine, las disquerías, los cafés y las librerías. Estos lugares han desaparecido en su mayoría o están tan cambiados que me resultan irreconocibles. Las librerías, sin embargo, han sobrevivido, para mí inexplicablemente, en una ciudad donde el público lector de las nuevas generaciones parecería cada vez más minoritario.
La fama de Buenos Aires como una ciudad lectora se remonta a los tiempos de la colonia. En la Librería del Colegio –hoy Librería de Ávila, por su dueño–, situada en el barrio de Monserrat, frente al Colegio Nacional Buenos Aires, de donde deriva su primitivo nombre, hay un cartel que la proclama “la librería más antigua del planeta”. Su posible origen se remontaría a 1785, si se toma por antecedente válido un colmado que, en esa esquina, además de vender licores y comestibles vendía libros. Más probablemente haya surgido en los años de la Revolución de Mayo: puede haber sido lugar de reunión de Moreno, Belgrano o Castelli. En su obra Librerías, Jorge Carrión señala que recién desde 1830 hay documentos que prueban la existencia de la Librería del Colegio, porque abundan referencias en la prensa sobre tertulias celebradas en el lugar.
"La librería Pigmalión, en la Galería del Este, era frecuentada por Borges"
Una historia documentada de las librerías se remite apenas a comienzos del siglo XX. Cuando la calle Florida era un salón al aire libre donde la gente se encontraba, la tienda Harrods era el principal centro de atracción y allí había un piso entero dedicado a libros. Librería propiamente dicha solo estaba El Ateneo, fundada en 1917 por el inmigrante Pedro García, procedente de Logroño. Originariamente instalada en la calle Victoria –hoy Hipólito Yrigoyen– al 600, se trasladó en 1938 a Florida 340, casi enfrente del primitivo edificio del diario la nacion. El jefe de ventas, Francisco Gil, conversaba con los escritores y recomendaba libros a los clientes. El Ateneo fue después editorial y abrió sucursales en La Plata, Rosario, Córdoba y Tucumán.
Hasta mediados del siglo XX, Buenos Aires era, después de Nueva York, la ciudad más cosmopolita del mundo, con cantidad de librerías en lengua extranjera: Mitchell’s, Makern’s, Rodríguez y Pigmalión eran librerías inglesas. Algo que hoy parece inconcebible, Makern’s tenía una sucursal en la estación de trenes de Constitución, después degradada en zona lumpen. Por entonces viajaba gente de clase media que vivía en Adrogué y en otros pueblos del sur y compraba novelas policiales en inglés, para leer en los confortables vagones también ingleses.
Pigmalión, en la Galería del Este de la calle Florida, era frecuentada por Borges, que vivía cerca. La propietaria era una alemana escapada del nazismo, Lili Lebach, que aconsejaba a sus clientes sobre sus hallazgos. Alberto Manguel, que a los quince años trabajó allí pasándole el plumero a los libros, se refirió a la librera en Con Borges, de 2016: “Ella se encargó de enseñarme que un librero debía conocer las mercancías que vende y me insistió para que leyera muchos de los nuevos títulos que llegaban al local”.
No faltaron la librería italiana, Leonardo, y la alemana ABC, en Córdoba y Maipú, donde ahora funciona una farmacia. Pero la mayor parte de librerías en lengua extranjera eran francesas. El francés era entonces el segundo idioma de los porteños cultos; y, para los privilegiados, el viaje a París, un viaje iniciático.
Desde fines del siglo XX, la calle Corrientes fue perdiendo su aire bohemio
La librería de Harrods tenía una parte dedicada a libros ingleses y otra a franceses. La más grande librería francesa era la adjunta a la editorial Hachette, en Maipú y Rivadavia. La editorial y también librería Kraft, en Florida y Viamonte, tenía una sala de conferencias y una sección de libros franceses. Más surtida era la Oficina del Libro francés, con local en Esmeralda y Santa Fe, que perduró hasta hace poco tiempo, y la de la Alianza Francesa, en la calle Córdoba, ahora la única sobreviviente.
La más visitada por los intelectuales era Galatea, en Viamonte y Florida. La atendían sus dueños, Félix Gattegno, un francés que en París frecuentaba los círculos intelectuales, entre estos los surrealistas, y su socio Pierre Goldschmidt, que durante la guerra había participado en la Resistencia. Yo leía en Galatea los catálogos de las editoriales francesas para estar al día. A mediados del siglo pasado, el peso argentino todavía estaba valorizado y las novedades francesas llegaban apenas al mes de publicadas en Europa y a precios accesibles. Yo compraba mensualmente Les Temps Modernes. Como un resabio de las librerías cosmopolitas, queda la librería de viejo de Santa Fe y Pueyrredón, en cuyos trasfondos se acumulan libros en francés, inglés e italiano.
En la misma calle Viamonte, enfrente de la Facultad de Filosofía y Letras, estaba la librería Verbum. Su dueño, Paulino Vázquez, había sido ordenanza de la Facultad y, cuando fue expulsado por el gobierno peronista, los profesores lo ayudaron económicamente a instalar la librería. En la otra cuadra estaba Letras, atendida por su dueña, María Rosa Vaccaro, y sus amigas. Era un local pequeño, frecuentado por clientas de avanzada; su especialidad era la literatura sofisticada.
"Conocí a los libreros de viejo pioneros: César Moro y Palumbo"
La ubicación de estas librerías era especial porque la calle Viamonte entre San Martín y Maipú se había convertido en una pequeña zona bohemia por su proximidad a la Facultad, la redacción de la revista Sur y el Instituto de Arte Moderno, precursor del Instituto Di Tella. En las inmediaciones estaba el teatro independiente Payró y en los alrededores había algunas galerías de arte. Ese microclima era propicio a la proliferación de cafés de intelectuales: Los bohemios, el Florida y el Moderno, y algunos más elegantes, el Jockey y la Richmond. En todos ellos se leía o se hablaba de libros. Esa pequeña réplica de Saint Germain des Prés o del Village neoyorkino fue barrida por la dictadura de Onganía.
Las librerías de viejo junto a los cafés bohemios y los teatros crearon también una atmósfera especial en la calle Corrientes, entre Talcahuano y Callao. Un mito urbano atribuía la boga de las librerías de viejo en la calle Corrientes a una ley de 1936 que prohibió los prostíbulos. Los propietarios de esos locales clausurados habrían optado por instalar librerías. De una mujer madura que regenteaba la librería Renacimiento se murmuraba que habría sido la “madama” de un burdel.
Esas librerías formaban su stock en los remates de bibliotecas privadas, cuando sus dueños morían o cambiaban sus grandes mansiones por departamentos donde las estanterías ya no tenían espacio. Y porque los decoradores minimalistas querían las paredes vacías, razón por la cual los libros y los cuadros debían ser suprimidos. Edgardo Giménez, que decoró el departamento de Jorge Romero Brest en la calle Parera, obligó a su cliente a tirar parte de sus libros y esconder los pocos que quedaban en un placar. La decadencia de las librerías de viejo es paralela a la de las bibliotecas privadas, y ambas están determinadas por la agonía de una burguesía ilustrada y el auge de la vanguardia decorativa.
Conocí a los libreros de viejo pioneros: al socialista César Moro y al pintoresco Rafael Palumbo,que inspiró a Roberto Arlt el personaje de El juguete rabioso. Su librería era una cueva oscura, polvorienta y caótica, atestada hasta el techo con un desorden de libros rotosos. Conocí a Palumbo ya viejo y malhumorado; envuelto en un chal sobre una camiseta, vigilaba el local desde el fondo, tomando mate, a veces con los pies en una palangana. Lo acompañaba su hija Rosita Contreras, vedette de revistas e incipiente actriz de cine.
En aquellas librerías de viejo se podían encontrar joyas, era el “cambalache” de la Biblia junto al calefón. En mi adolescencia me pasaba tardes enteras hurgando en las mesas y subiendo escaleras en busca de ejemplares raros, con la emoción del buscador de tesoros o del cazador furtivo, rastreando la pieza difícil y escondida. Integraba además la fauna numerosa de lectores jóvenes y pobres dedicados al pequeño hurto de libros, que agregaba emoción y daba tregua a la ansiedad del rastreo. Los jóvenes estudiantes de hoy no frecuentan las librerías de viejo porque los posmodernos les han enseñado que solo interesa lo actual.
Desde fines del siglo XX, la calle Corrientes fue perdiendo su aire bohemio, los cafés literarios se convirtieron en locales de fast food y las librerías de viejo, en librerías de saldos. Las librerías de viejo se fueron retirando a lugares al aire libre, imitando a los buquinistas de la rive gauche de París. La primera se instaló en una plazoleta junto al Cabildo, que luego fue trasladada a la plaza de Tribunales. La librería de viejo encontró sucesivamente sus últimos refugios en los parques Rivadavia y Centenario, en la plazoleta de Plaza Italia y, por fin, en Mercado Libre, por internet.
Hacia los años 50 comenzaron a surgir nuevas librerías en Corrientes. La primera fue Fausto, casi en la esquina de Talcahuano. Su dueño, Gregorio Schwartz, era el creador de la editorial Siglo Veinte, donde publiqué mis primeros libros. Fausto después tuvo una sucursal en Corrientes y Carlos Pellegrini, conocida como Faustito. En esas librerías conocí a un vendedor, el joven ucraniano Pedro Wolkovikv, lector omnívoro y con una memoria asombrosa, al que todos consultaban para ubicar las obras difíciles de encontrar. Cuando quisieron nombrarlo jefe de ventas renunció, argumentando que le quitaría tiempo para leer. Era un solitario, sin más compañía que un gato. Enfrente de Fausto, en el café El Estaño, una reliquia de la Corrientes angosta, me encontraba con Schwartz y un amigo común, el narrador Bernando Kordon, dos grandes conocedores de los secretos de la calle Corrientes y de sus personajes, a los que caricaturizaban al verlos pasar con el mismo énfasis con el que se reían de sí mismos.
Una fama espectacular pero efímera tuvo la librería y editorial de Jorge Álvarez, que reunía a escritores noveles, rockeros, políticos de izquierda y montoneros. Era un hábito ir a tomar una copa los sábados al mediodía. El mito urbano inventó que cuando se cerraba el local se armaban orgías en el sótano. Cuando empezaron a andar mal, recibieron amenazas, a tal punto que en una ocasión, para librarse de unos escritores que le reclamaban a los gritos sus regalías, Álvarez y su hermano escaparon disfrazados de enfermeras y empujando una camilla en la que llevaban a la madre. La librería y la editorial quebraron y Jorge Álvarez huyó a España, perseguido no por la dictadura sino por las deudas. Uno de los damnificados fui yo.
Santa Fe no era calle de librerías: durante años solo existía Huemul, que mezclaba libros nuevos y viejos y se especializaba en historia y política, sobre todo del nacionalismo católico. Por eso adquirió fama de lugar de encuentro de la extrema derecha próxima al fascismo; de allí deriva la leyenda de que en su sótano se tramaban golpes militares. La otra librería de la zona, llamada como la calle, Santa Fe, estaba entre Pueyrredón y Larrea, vereda impar. Luego se mudó a Santa Fe y Ecuador, vereda par. Sus dueños eran el joven Rubén Aisenberg y su cuñado, el poeta Héctor Yánover, que pronto se separó y abrió la Librería Norte en Las Heras y Pueyrredón, que aún existe.
La librería Santa Fe, como las de Corrientes, permanecía abierta hasta la medianoche. Allí recalaban lectores noctámbulos, ciertos escritores y aspirantes a escritores. El cadete del local era un adolescente que cursaba la escuela secundaria: Carlitos Álvarez, el Chacho, que años más tarde encabezaría un partido neoperonista de izquierda, el Frepaso, y llegaría a ser vicepresidente bajo el mandato de Fernando de la Rúa. La librería Santa Fe permaneció durante años como una isla en el desierto cultural de esa calle dedicada a la moda. Fue la apertura de una sucursal de Fausto lo que inició una nueva zona de libreros, durante una de las tantas crisis económicas: recuerdo haberle preguntado a Schwartz si creía en el país para emprender un negocio en medio de una situación tan desfavorable. Me contestó, con su ironía habitual: “No creo en el país, creo en la calle Santa Fe”. Y no se equivocaba, por esa calle en aquella época circulaba gente no demasiado afectada por la crisis.
Otro ejemplo de las contradicciones del país: durante otra crisis económica surgió la librería más espectacular de la ciudad, una sala de dos mil metros cuadrados y tres pisos, la segunda más suntuosa del mundo después de Lello de Oporto. Era el reciclaje de un teatro luego convertido en cine, el Grand Splendid, inaugurado en Santa Fe y Callao en 1919. Se conservó su arquitectura francesa, con esculturas de Troiani, y el techo pintado por Nazareno Orlandi, el artista que decoró el legendario teatro de ópera de Manaos y el salón de actos de la escuela normal Mariano Acosta de Buenos Aires, a la que asistí en los años 30.
Palermo Viejo pasó del arrabal orillero que conoció Borges a ser por años una zona impersonal de depósitos y talleres. La instalación de una radio y un canal de televisión revivió el lugar. El redescubrimiento de Palermo Viejo, luego llamado por la propaganda inmobiliaria Palermo Soho y Palermo Hollywood, lo transformó en un lugar de moda, con restaurantes, bares, negocios de diseño y, también, librerías sofisticadas, principalmente para una clientela hipster que confiere un valor en sí mismo a la novedad de cofradía. En la calle Honduras se instaló Eterna Cadencia, en un solar que no perdió su aire de vieja casona, con techos altos, iluminados por arañas de cristal, sillones de cuero, varias habitaciones y, en el patio cerrado, un bar, al que suelen concurrir escritores emblemáticos. En Thames y Costa Rica, en una vieja casona reciclada, se instaló Libros del Pasaje.
Mención aparte merece la librería Clásica y Moderna, en Callao entre Córdoba y Paraguay, edificio en cuyo cuarto piso vivió el presidente Roberto Ortiz. Fundada por el inmigrante catalán Francisco Poblet y su mujer Rosa Ferreyro en 1938, y continuada a su muerte por sus hijos, Natu y Paco, en cierto momento le adosaron en el piso superior un salón de conferencias y charlas, donde yo mismo dicté cursos sobre sociología del arte y sociología del cine. En 1987 se hizo una gran reforma y el mayor espacio quedó destinado a bar y restaurante con shows musicales. Aunque se hicieron presentaciones de libros, nunca fue un bar literario porque no se permitía leer en sus mesas. Una vez un estudiante sacó un libro y rápidamente se le dijo que estaba prohibida la lectura. El joven, enojado, respondió que debían cambiar el nombre de Clásica y Moderna por el de Antigua y Medieval. Ya muerta Natu Poblet, recordé que una noche, por no andar cargando peso, había dejado allí a su cuidado la escultura correspondiente a un premio que me acababan de otorgar y, sospechando que el local no duraría mucho tiempo, corrí a rescatarla; mi intuición fue certera: a los pocos meses, en efecto, cerró.
Dejamos afuera un tipo especial de librerías, las de anticuarios, como las prestigiosas de Fernández Blanco, Pardo, Alberto Casares o Washington Pereyra, por tratarse de comercios dirigidos a un público específico, el de los coleccionistas, que no es esencialmente un público lector. Para los bibliófilos que frecuentan esos lugares los libros no son instrumentos de conocimiento sino fetiches, como jarrones de la dinastía Ming a los que hay que tocar lo menos posible, porque se deterioran con solo hojearlos. Hay una categoría de libros, llamados intonsos, que son los más valiosos para esa clientela, curiosamente porque sus pliegues están intactos y sus hojas sin cortar. Libros para no leer.
Las sucesivas devaluaciones dificultaron la importación de libros extranjeros y la exportación de libros argentinos y Buenos Aires dejó de tener los mejores traductores en lengua castellana. Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Juan Goytisolo y otros grandes intelectuales reconocían deber a las editoriales y a los traductores argentinos –Borges entre ellos– su cultura en literatura europea y norteamericana.
Hubo un cierto auge de la cultura porteña entre las décadas del veinte y del sesenta, con la proliferación de bibliotecas populares, conferencias, revistas literarias y el surgimiento de grandes editoriales. Después, el predominio del populismo y de las dictaduras militares contribuyó a la declinación de esa incipiente cultura argentina. Las librerías subsistieron en parte porque la literatura de ficción y el ensayo fueron reemplazados por las crónicas periodísticas, los libros de autoayuda, los horóscopos, el esoterismo y la seudociencia.
Se podrá alegar que hay movimientos multitudinarios alrededor de la lectura: en Buenos Aires, el fenómeno anual de la Feria del Libro, la Noche de las Librerías, la Noche de la Filosofía, las filas interminables para escuchar a algún escritor prestigioso. Cuando vino Jürgen Habermas, se asombró de las muchedumbres que lo habían ido a escuchar al Centro Cultural San Martín y exclamó: “Pero yo no soy un escritor de masas”. No nos engañemos: estos acontecimientos tienen más que ver con la afición de los argentinos por las concentraciones masivas, ya sean marchas políticas, procesiones religiosas, partidos de fútbol, festivales de rock o exequias de ídolos populares que con el verdadero amor a la literatura. La capa de lectores sigue siendo minoritaria: una de las tareas esenciales de la democracia debería ser extender la cultura entre las masas populares.