Juan Carlos Torre: “El peronismo no es el titular de la franquicia ‘el pueblo’”
Arrogarse la representación popular en exclusiva no es democrático, dice el sociólogo, y afirmaque la Argentina sigue produciendo “utopías regresivas” que se asientan sobre principios anacrónicos
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De impecable estampa, Juan Carlos Torre (1940) abre las puertas de su casa ubicada a pocas cuadras de la Universidad Di Tella, la institución en la enseña desde hace décadas y en la que hoy se desempeña como Profesor Emérito en el Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales. El intelectual leído y citado por generaciones enteras de cientistas sociales, el autor de obras imprescindibles sobre el peronismo y los sindicatos, se entrega a la conversación con LA NACION en un living atravesado por un sol de primavera.
La oportunidad lo amerita: acaba de publicar Diario de una temporada en el quinto piso (Edhasa), mucho más que una bitácora de sus años en el Ministerio de Economía en tiempos de la transición democrática alfonsinista. Hasta la invitación de su amigo Adolfo Canitrot a sumarse al equipo liderado por Juan Sourrouille, su ámbito natural eran los libros y papers académicos. Esa experiencia diferente, vertiginosa, desafiante y por momentos dramática, no solo marcaría un punto de inflexión en su vida, sino que también impactaría en su agenda de investigación: desde entonces concentró sus esfuerzos en investigar y dictar cursos sobre políticas públicas.
Las cartas enviadas a su hermana exiliada en Venezuela y a su amiga radicada en Francia, la socióloga Silvia Sigal, durante la Guerra de Malvinas, dan inicio a un diario inquietante en el que no solo da cuenta de las dificultades de hacer política económica en medio de una tempestad También condensa el registro emocional e intelectual del académico que se convierte en un observador privilegiado de los entretelones del gobierno. “De algún modo, es un manual para iniciarse en el arte de la decisión. No digo para llegar a hacer una buena gestión, no es el punto, pero para iniciarse en el arte de la decisión”, explica.
Cuando terminó el libro Mar del Plata. Un sueño de los argentinos, coescrito con Elisa Pastoriza, y vio despejado su escritorio en plena cuarentena, consideró que era el momento de que este libro viera la luz. “Llegó la hora por esta sensación que tengo de que uno no tiene todo el tiempo del mundo y este era un testimonio que yo quería dejar. A esta altura de mi vida esto es un testamento y con los testamentos no se puede jugar”, agrega.
"En política no se dice la verdad, se dice lo que es conveniente"
Abril, 1984: (…) “No hay un horizonte temporal dilatado sino un sentido de urgencia permanente que obliga a los gobiernos a rendir examen en el muy corto plazo”. 5 de noviembre de 1983: “El 30 de octubre se rompió el hechizo electoral que pesaba sobe el país: Alfonsín ganó, el peronismo perdió. (...) “La derrota ha golpeado su natural soberbia y actualmente asistimos al enjuiciamiento de ´los mariscales de la derrota´ (...) El peronismo ha probado ser, como todo el mundo, electoralmente mortal”.
La vigencia de las reflexiones escritas “en caliente” hace 35 años, “la del país devastado, endeudado, con profundas distorsiones en su equilibrio social y político”, el país de las frustraciones recurrentes atravesado por feroces pujas distributivas, que por momentos se torna “invivible” e ingobernable, impactan en 2021 como un cross a la mandíbula.
Treinta y ocho años después la derrota del peronismo en 1983, Torre reflexiona sobre el desempeño del Frente de Todos en las recientes elecciones primarias. “Creo que las vicisitudes del peronismo han probado que el peronismo es una cosa y lo que se llama ‘el pueblo’ es otra. Ellos no son los titulares de esa franquicia, la del ‘pueblo’. Esa es una opinión antidemocrática”. Y se pregunta, además, “por qué la Argentina sigue produciendo periódicamente utopías regresivas: encerrarse sobre las fronteras, hacer del Estado el alfa y omega del progreso, las políticas de corto plazo y sin horizonte, el recelo frente al mundo”, enumera. Y cita a Atahualpa Yupanqui: “La Argentina avanza hacia el futuro reculando”.
¿Qué impacto tuvo en usted el ingreso a la sala de máquinas de un gobierno?
Hay cambios que uno debe experimentar porque se enfrenta con una realidad nueva. En el mundo académico, uno está acostumbrado a hablar en primera persona. Al entrar a un gobierno, la primera persona debe someterse a una solidaridad, a una lealtad, a un funcionamiento en equipo. También está la otra experiencia nueva: no solo uno viene acostumbrado a hablar en primera persona sino a decir lo que piensa, a decir la verdad. El intelectual se debe a decir la verdad. Si hay una tarea que tiene, es esa. Que la diga o no la diga, es otra cosa. Pero al entrar a un gobierno uno entra a un mundo donde la verdad siempre está de alguna manera al servicio de otros objetivos.
¿En qué sentido?
En política no se dice la verdad, se dice lo que es conveniente. No quiero meterme en el mundo de Max Weber, que es un lugar común acá, el de la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Hay muchos que entran al gobierno con la ética de la convicción y otros entran en función de la ética de la responsabilidad. Entonces, para un intelectual entrar a un gobierno es, de un modo u otro, embarcarse en una dinámica muy diferente. La verdad es embargada toda vez que uno entra al mundo de la política, porque entra otra lógica. La palabra “embargada” fue una expresión nueva para mí. Entonces, hay una reconversión en dos planos: trabajar en equipo y administrar sus opiniones en el marco de responsabilidades compartidas y fines últimos.
"Encuadrar la historia argentina en el marco de la vigencia de las instituciones democráticas. Fue un esfuerzo. Ese fue un objetivo presente por parte de Alfonsín"
Esa experiencia, ¿dejó observaciones generales que pueden tomarse en cuenta a la hora de operar la sala de máquinas?
No creo, porque la sala de máquinas es distinta en cada caso: depende del estado de la sala de máquinas y de los personajes que estén allí. Si uno entra a una sala de máquinas, que es la gestión, después de un gobierno que deja las cosas más o menos en orden, es distinto a entrar a una sala de máquinas donde la sensación de fragilidad está a la vista de todos. No hay instrucciones generales, excepto decir, pero ya es un lugar común, que están los factores de poder. Hay una anécdota divertidísima de Zulema Yoma, la esposa de Menem. Llega a la Quinta de Olivos y después de un tiempo le pregunta al mayordomo: “Dígame, ¿y quiénes venían acá?”. “Venían los de siempre, ustedes son los nuevos”, le contestó. Todos los factores de poderes circulaban, siempre estaban ahí, con ellos y con los otros.
¿Qué herramientas, lecciones o aprendizajes cree que deja este documento escrito en caliente al compás de la gestión?
Además de ser un registro de una historia, este libro tiene una suerte de mensaje, de moraleja, que es pintar la complejidad de la decisión política, de la gestión económica; y llevar a quienes le interesa la gestión económica a que tengan una relación menos inocente con ella. Tanto quienes llegan a la gestión como quienes opinan desde afuera tienen una idea bastante inocente de que uno se sienta y decide. Y no es así. De algún modo, es un manual para iniciarse en el arte de la decisión. No digo para llegar a hacer una buena gestión, no es el punto, pero para iniciarse en el arte de la decisión. Yo creo que una gracia del libro es abrir la puerta e invitar al lector y a todos los que aspiran a la gestión a entrar al quinto piso. Porque la gestión siempre es una decisión en medio de restricciones.
El gobierno de Alfonsín tenía un desafío monumental por delante. Se propone recuperar y reconstruir las instituciones democráticas después de la dictadura al tiempo que debe afrontar una delicada situación económica.
Fue una oportunidad única de reescribir la historia argentina. ¿En qué sentido? Encuadrar la historia argentina en el marco de la vigencia de las instituciones democráticas. Fue un esfuerzo. Ese fue un objetivo presente por parte de Alfonsín y ese objetivo también coloreó la gestión en el quinto piso, que no se hizo a espaldas de esa aspiración sino que a cada rato esa aspiración, de un modo u otro, entraba por abajo de la puerta o por una ventana; y era un condicionamiento adicional a la deuda externa, a los términos de intercambio, a la puja distributiva, a los poderes corporativos.
"La experiencia de estar en la Casa Rosada educa. Esa experiencia, en general, consiste en administrar las presiones de una economía casi siempre en emergencia"
Después de esta experiencia, usted vuelve al mundo académico. ¿Qué cosas modificó su paso por la función pública?
Un primer cambio es que me empecé a dedicar a otras cosas. No es que dejé al peronismo porque seguí cultivándolo, pero comencé a interesarme por políticas públicas y empecé dar cursos sobre eso. Luego escribí un libro que lamentablemente no circuló demasiado, El proceso político de las reformas económicas en América Latina en 1998″. Ese libro es el de la reconversión, el de las reformas de mercado no solo en Argentina sino también en otros países: cómo se decidieron, cuál fue la reacción. Y otro cambio, pero en este caso no es una idea mía y el que la ha fraseado más recientemente es Gerchunoff en el libro con Roy Hora, que es la de la empatía. Desde ese momento siento una gran empatía para todos los que están en el quinto piso, cualquiera sea el libreto que quieran desarrollar. Esta frase tuya, la de la sala de máquinas, me hace acordar a las viejas embarcaciones y los galeotes: los que están en el quinto piso están condenados a remar. Es terrible, es gente sudorosa remando como galeotes.
Se suele criticar el cortoplacismo de los políticos pero en contextos de emergencia permanente parece difícil mirar más allá de la coyuntura. Una de las tantas lecciones que extraje de la experiencia en el gobierno es una visión más realista de la gestión de la política. En la conversación pública es frecuente denunciar el cortoplacismo de los políticos y su renuncia a actuar con objetivos de largo plazo. Seguramente, quienes dicen eso no han pasado ni una semana en la Casa Rosada. Porque la experiencia de estar en la Casa Rosada educa. Esa experiencia, en general, consiste en administrar las presiones de una economía casi siempre en emergencia, un aparato estatal desmembrado y un escenario político turbulento. A eso se agrega un calendario electoral demasiado exigente que obliga a rendir cuentas cada dos años. En esas circunstancias es difícil levantar la mirada hacia el largo plazo y sostenerla en el tiempo. No caer en el cortoplacismo es un lujo que sólo puede permitirse un liderazgo político sostenido por un fuerte respaldo político y social, un fuerte control sobre las riendas del Estado y el viento de cola de una coyuntura económica favorable. Y eso no es lo habitual.
¿Cuántas de las promesas de la transición democrática quedan incumplidas? ¿Cuánto de lo que se propuso naufragó y, también, qué es lo que quedó?
La promesa era la idea de una Argentina de vuelta a la vigencia de las instituciones democráticas. Esa promesa está cumplida. Sabiendo que era una aspiración rara para los argentinos porque no la conocían, Alfonsín quiso revestir esa promesa de algo más y dijo “con la democracia se come, se cura, se educa… ¿Saben qué? Con la democracia se pueden hacer otras cosas, además de libertades”. Eso que se vuelve un objeto precioso luego de la experiencia terrible de la dictadura debió ser calafateado, debió ser envuelto con algo mayor y más cercano. Incluirla en el libreto fue una decisión política: vender la democracia por sus beneficios materiales y sociales. Sin duda, desde ese punto de vista, uno puede decir que esos beneficios no estuvieron a la altura de esa expectativa. Uno puede decir que es una promesa incumplida también, pero no es intrínseca a la democracia. Y hubo otra.
¿Cuál?
Otra de las promesas que para mí tenía la democracia era que debía probar que podía ser compatible con la racionalidad económica. Hay varios discursos en los que yo siempre hago esta misma referencia: “En este país nos hemos acostumbrado a que la democracia está asociada a la demagogia. Ahora llegó el momento de probar que la democracia es compatible con una gestión razonable de las cuestiones económicas. Nosotros -el equipo económico- venimos a ofrecer eso”. Es una promesa y fue un esfuerzo que me acuerdo que costó. ¿Fue un aprendizaje que de un modo u otro sirvió para los que vinieron luego? No estoy seguro. La gestión pública permanentemente es asaltada por la ilusión. Y nosotros, como equipo económico, teníamos una sensación de soledad de nuestros esfuerzos con relación a los radicales, que si bien nos respaldaban por disciplina, no estaban en la misma sintonía.
¿Por qué el equipo económico tenía esta relación tan complicada con el radicalismo?
Una dificultad con la que tropezamos tuvo su origen en una característica del partido radical: su tendencia a comportarse como “un partido tautológico”, según la cual “para ser radical hay que haber sido radical”. Por suerte, esto ha venido cambiando en los últimos tiempos porque el radicalismo ha abierto sus filas a figuras sin largas credenciales partidarias. En este sentido, el peronismo siempre fue más flexible y generoso.
¿Cómo describiría el liderazgo de Alfonsín?
Alfonsín decía: “Ustedes, si no tienen el 70% seguro, no se mueve. Yo con el 25% me mando”. Es decir, el político es el hombre de la audacia y el profesional es el hombre cauteloso. El profesional quiere tener todo asegurado antes de tirarse a la pileta. El otro dice “vamos a ver qué pasa”. Era una persona muy inspiradora, con ganas de hacer otro país. En materia de liderazgo se pueden decir miles de cosas. ¿Qué es un líder? Es aquel que es capaz de contar una historia, decirle a su gente de dónde venimos y a dónde queremos ir. Ahora, él en la vida cotidiana de la gestión del gobierno era una persona que, como hombre de partido, se debía a su partido, tenía sus amistades, sus lealtades
Un líder también aprende sobre la marcha.
Ahí hubo un aprendizaje y es interesante esta sensibilidad que él tenía a propósito a la emergencia. Alfonsín vivió todo el tiempo una sensación de que esa oportunidad podía saltar por los aires y podía haber una regresión autoritaria. Era un líder que se destacó en la medianía que había en la Argentina y tenía una curiosidad suprema. Eso que hizo que lo suyo fuera, en un punto de vista, un gobierno lleno de gente interesante en el marco de un partido vetusto: supo rodearse de las mejores cabezas que estaban circulando en casi todos los ámbitos. La curiosidad de Alfonsín lo llevó a estar siempre a tiro de una mirada profesional y más inteligente sobre las cosas.
El libro muestra un país devastado, las negociaciones de la deuda, los intentos por domesticar la inflación y los desequilibrios de todo tipo. Es muy impactante la actualidad de esos registros hechos hace casi 40 años. ¿Cuánto de ese pasado sigue presente hoy?
Cualquiera sea la descripción del estado de la situación, más devastado o menos devastado, es un país que camina bajo una presión permanente y con esta idea de la inminencia del problema. No hay respiro. No se puede mirar largo. Por supuesto, hay momentos de cierta bonanza y los vientos te llevan; y es ahí donde aparecen los grandes desafíos. ¿Qué hacés? ¿Hacés la de Ulises o no? Ulises dice “hay unas mujeres que están cantando muy lindo en las orillas, pero también me pueden llevar al desastre”. Entonces le pide a sus marineros que lo aten, pero que le dejen escuchar el sonido. Cuando las cosas van bien, te podés tentar y si te tentás, terminás atrapado por los cantos de esas sirenas y estrellado contra las rocas. Entonces, ese pasado sigue presente. Hay un libreto recurrente que es una puja distributiva en dificultades para administrarla y, a su vez, el escenario puede cambiar y esa nave que está siendo golpeada logra tener respiro. Hay que tener cuidado con ese momento de respiro porque podés complicarte la vida si no sabés administrar esa oportunidad. El problema es que muchas veces no sabemos administrarla bien.
Otra de las cosas que permanecen a lo largo de los años -y usted lo menciona- es “la capacidad argentina para el canibalismo político”. ¿Cómo recuerda el tipo de oposición que ejerció el peronismo en esos años?
Hoy yo no lo diría en forma tan brutal pero yo lo percibí así: como una oposición muy fuerte sin concesiones. Lo que reconozco ahí, y eso me hace más difícil digerirlo, es que sabíamos que pensaban otra cosa. No había tanta disonancia en el pensamiento. El aprendizaje que estábamos haciendo nosotros también lo estaban haciendo ellos. Algunos peronistas nos decían “está muy bien lo que están haciendo ustedes, sigan”. Lo cierto es que la oposición peronista tenía ese componente de hipocresía que es difícil de digerir: sotto voce decían que estaban de acuerdo, pero públicamente eran intransigentes. Ese es el peronismo político. Un peronismo político con el que podíamos tener campo de entendimiento que al final se refleja en el acuerdo y la conversación con Cafiero y la gente del Peronismo Renovador. Pero en todo caso, la oposición que se sufrió en esa época fue una oposición muy dura que tenía ese componente del doble discurso.
“La derrota del peronismo ha golpeado su natural soberbia y actualmente asistimos al enjuiciamiento de los mariscales de la derrota. El peronismo ha probado ser, como todo el mundo, electoralmente mortal”, escribió en 1983. Esto tiene una resonancia actual.
Creo que las vicisitudes del peronismo han probado que el peronismo es una cosa y lo que se llama “el pueblo” es otra. Ellos no son los titulares de esa franquicia, la del “pueblo”. Se pasean, ojo, siendo los titulares de la franquicia “el pueblo”. Es una opinión antidemocrática.
El peronismo fue históricamente el partido garante del orden, el de la gobernabilidad en la tormenta, el de la justicia social. Hoy atraviesa turbulencias en distintos planos. ¿Cree que algo de lo que fue se podría estar modificando?
Sí. Y en forma inquietante. Porque aún en los momentos tan recurrentes de desasosiego argentino, más de uno decía “va a venir el peronismo y va a poner un poco de orden; va a venir y va a gobernar”. “¿No te gusta ese gobierno? Bueno, pero es un gobierno al fin”. Con ese argumento se hacían digeribles todas las cosas que venían consigo. Hoy ya no. En estos últimos 15 años esa certidumbre, que era difícil de digerir para los que no eran peronistas y una sensación de superioridad histórica para los peronistas, se ha corroyó de forma notable.
En algún tramo del libro dice que ha pensado mucho “que la Argentina no tiene remedio” y que uno “no puede seguir esperando indefinidamente que la Argentina se convierta en un lugar vivible”. ¿Sigue pensando que la Argentina no tiene remedio?
La Argentina es un país cruel: todo te lleva a pensar “no hay futuro, no es un país vivible” y, de tanto en tanto, suscita la esperanza. Y eso lo vuelve patológico porque uno estaba haciendo las valijas y dice, “me quedo un poco más”. Los que estamos acá de tanto en tanto somos capturados por una ilusión. Hay gente que ya no. Conozco mucha gente que se fue hace 20 o 30 años y no se fue porque una crisis económica, se fue porque se cansó. ¿Qué opino yo? Pienso que es muy difícil hacer de este país un país vivible. Ocurre que de tanto en tanto uno tiene esas expectativas de progreso y esperanza que le hacen pensar que las cosas van a ser diferentes. Este país es tan amplio e increíble que, en medio de este destino cruel, deja unos nichos para que gente pueda prosperar. No es apenas una sepultura.
La Argentina procuró la inclusión de los inmigrantes europeos y se vertebró en función de qué hacer con los trabajadores. La pregunta que se abre ahora es qué hacer con una pobreza del 50 %, con la masa de desocupados, con la movilización social de personas que están en la banquina. ¿Qué viabilidad tiene un país con estos indicadores sociales?
Cualquier descripción sociológica de la Argentina hoy te devuelve un país muy fragmentado y desgarrado y con esa novedad de gente en la banquina. Este cuadro sociológico es compartido por muchos países que se han acomodado a él y no piensan si son viables o no; se han acomodado a él. El problema de la Argentina es que no nos terminamos de acomodar a él porque venimos de un pasado en donde la expectativa de progreso forma parte del ADN. Esa gente tiene una tradición de organización muy fuerte y además, una expectativa de movilidad que no está presente en los demás países latinoamericanos. La de la Argentina no es una decadencia tranquila. Hay países con pobres resignados, pero la Argentina no tiene pobres resignados. El tema es que la Argentina no enterró esa aspiración a la incorporación social. Ese blend entre el retrato sociológico actual -fragmentación, marginación- y la trayectoria histórica con aspiración social es lo que lo hace complicado, a veces explosivo.
¿Ve hoy un proyecto de país o un proyecto de poder?
Es un proyecto de poder corto. En la vida pública argentina hay dos patologías que quiero resaltar. La primera se alimenta de la sensación de impotencia que se acumula tras años de vivir en “los ciclos de la ilusión y el desencanto”. Esa sensación motoriza los llamados a dar vuelta al país de cuajo como se da vuelta un guante. Creo que esta tentación frecuente en la vida pública es una patología porque en los hechos termina despertando esa formidable capacidad de veto que anida en la sociedad argentina. Visto en perspectiva histórica, el país es un verdadero cementerio de ambiciones hegemónicas.
¿Y la segunda?
La gran facilidad con la que cunden y hacen su agosto entre nosotros las que Fernando Henrique Cardoso llamó “utopías regresivas”. Este país que sabemos tan fértil y generoso, tan lleno de historia, sigue produciendo periódicamente utopías regresivas: encerrarse sobre las fronteras, hacer del Estado el alfa y omega del progreso, las políticas de corto plazo y sin horizonte, el recelo frente al mundo. Este país ha creado una estructura cuyo sostenimiento descansa sobre principios anacrónicos. Tenemos una capacidad increíble para caminar hacia adelante con la cabeza y los ojos para atrás. Su manifestación más elocuente es la consigna “vivir con lo nuestro” que en su momento acuñó Aldo Ferrer y que luego se independizó de él para capturar la imaginación de tantos con contenidos anacrónicos y desfasados del mundo. A esta patología se refirió el gran Atahualpa Yupanqui cuando dijo: “La Argentina avanza hacia el futuro reculando”.
¿Se podría decir que la suya es una mirada pesimista?
Yo no tengo una mirada pesimista sobre el país. ¿Qué es el pesimismo? Una concepción de las cosas donde todo lo que ocurre es malo y solamente podemos esperar lo peor. El escéptico no: es aquel que descree, que no está seguro, que duda. Entonces, el escéptico es un proactivo y el pesimista es un pasivo. Yo quiero conservar esta idea, la del escéptico, no la del pesimista.
PERFIL: Juan Carlos Torre
▪ Nació en enero de 1940. Licenciado en Sociología (UBA, 1967) y doctor en Sociología (École des Hautes Etudes, París, 1983), enseña en la Universidad Torcuato Di Tella, donde es profesor emérito.
▪ Fue profesor en universidades de América Latina y Europa. En 1990 recibió la beca Guggenheim. Visiting Scholar en el Institute for Advanced Study, Princeton (EE.UU.). Escribió artículos y libros sobre la historia social argentina y, en particular, los sindicatos y el peronismo.
▪ Entre sus libros se destacan La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo, El 17 de octubre de 1945 y El proceso político de las reformas económicas en América Latina.
▪ Escribió también Mar del Plata. Un sueño de los argentinos, con Elisa Pastoriza; y acaba de publicar Diario de una temporada en el quinto piso (Edhasa).