José Eduardo Abadi: “La sociedad debe tener el coraje de enfrentar la verdad y decir basta”
El impacto de la pandemia se suma a los males que arrastra el país, señala el psicoanalista; pero el virus es también una oportunidad para dejar atrás el autoengaño y cambiar
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A pesar de encontrarse de vacaciones, José Eduardo Abadi destina sus mañanas a atender pacientes. Los tiempos actuales así lo demandan: desde que se desató la pandemia, los profesionales de la salud mental han estado especialmente exigidos en su tarea de contener situaciones traumáticas, duelos truncos y cuadros de ansiedad e incertidumbre acrecentadas por la peste. “Este virus generó una enorme versión angustiosa para el ser humano y lo reubicó en un lugar de realidad: no somos los dueños de todo y para siempre”, sostiene.
Médico psiquiatra con vastísima trayectoria, su apellido integra un linaje inconfundible en el campo de la salud mental. Hijo del reconocido psicoanalista Mauricio Abadi, y padre de la psicóloga y psicoanalista Bárbara Abadi, desde hace muchos años que José Eduardo ocupa un lugar destacado en el ámbito académico y, también, en los medios de comunicación. Sus intervenciones, alejadas de hermetismos y tecnicismos, invitan a la reflexión y al debate crítico.
Ahora acaba de publicar Y el mundo se detuvo. La vida nos ofrece una nueva oportunidad (Grijalbo), un libro coescrito con la psicóloga Patricia Faur y Bárbara Abadi, que reúne reflexiones sobre el modo en que la pandemia dislocó nuestras vidas, pero también sobre las oportunidades que representa o puede representar.
En la Argentina, la pandemia se conjuga con una crisis estructural que lleva décadas. A Abadi le preocupan algunas características de nuestra sociedad: la victimización y la mutua desconfianza; la apelación a fórmulas mágicas e infantiles frente a problemas complejos; la persistencia en la repetición, ante distintos estímulos, de respuestas que solo conducen al fracaso, el error y la frustración; y la ausencia de un respeto a la ley que nos haga sentir parte de un proyecto y abra la perspectiva de un futuro compartido.
Otro factor que juega en el país es la falta de ejemplaridad de los políticos. “Esa falta de ejemplaridad, la justificación de aquello que no se puede seguir negando, la minimización de las cosas importantes y el sobredimensionamiento de las pequeñeces, todo provoca un malestar y un sinsabor grande en la sociedad”, señala Abadi, escritor y profesor catedrático de la licenciatura en Psicología de la UADE, durante una conversación por Zoom. “El futuro es el proyecto y el proyecto necesita del conjunto. Y el conjunto necesita del vínculo de la confianza, en una ley y en la eventual sanción, si corresponde. Si todo eso falta, no somos ciudadanos que habitan una misma república, sino gente que vive sobre un mismo pedazo de tierra”.
–La Argentina atraviesa una doble crisis: la de la pandemia, desde hace dos años, y la estructural, que además es multidimensional, desde hace décadas. ¿Cuál es el impacto anímico y emocional de una crisis sostenida, agravada ahora por la complejidad de la pandemia?
–La pandemia, que es universal, tiene también su argumento propio en cada región y en cada país. Esa situación traumática general se enlaza con la situación de cada persona y, aquí, con esta versión anárquica y difícil de definir, que desconcierta y angustia, de la sociedad argentina. Aparece una pandemia que diluye ciertos presupuestos que teníamos: que éramos invulnerables y omnipotentes. Este virus generó una enorme versión angustiosa para el ser humano y lo reubicó en el principio de realidad: no somos los dueños de todo y para siempre. Pero esta idea de invulnerabilidad y de juventud eterna, sostenida en la imaginación, en el inconsciente y en el consciente también, hizo que la gente se sintiera muy débil, muy frágil y muy expuesta ante la pandemia. Naturalmente, las vacunas fueron creando un arsenal de defensa que contuvo en parte el avance de la enfermedad, que parecía irremediable e infinito. Ahora empezamos a darnos cuenta de que, en algún momento, sigue la vida.
–Pero esa sensación de imprevisibilidad se potencia con la ausencia de certezas propias del devenir de la Argentina.
–Sí, esa situación de incertidumbre y de caos que tira abajo lo que se creía y que propone una nueva estructura se da en la Argentina de otro modo. Tiene que ver con lo que yo llamaría una especie de patología política y social en la que no hay un criterio y un principio de realidad suficientemente arraigados. Y en la cual los lazos y los vínculos que genera la comunidad para sentirse “vacunada” éticamente, moralmente, socialmente, no existen. Y cuando eso no existe, nos sentimos muy indefensos. ¿Qué hacemos? Nos aislamos, nos refugiamos, nos escondemos o nos vamos. En realidad, nos echan. Eso crea una imposibilidad de conjunto: sin normas compartidas, no puedo tener proyectos. No hay ley supra personal: hay lo que yo deseo ver y no lo que es.
"Cuando la fe sustituye a la pregunta, al diálogo y al debate, estamos ante sociedades inmaduras en las que hay ídolos e idólatras"
–¿Coincide con esta idea tan instalada de ausencia de porvenir, de futuro clausurado? Se percibe una sensación de abatimiento general.
–Estamos muy golpeados y la pandemia, naturalmente, recrudeció esto. La pandemia, la noción de muerte, de pérdida, de duelos incompletos, los fallecidos que no pudieron ser despedidas con los rituales que de algún modo hacen al simbolismo de la despedida se combinan en la Argentina con la falta de ejemplaridad de los políticos, la negación de esa falta de ejemplaridad, la justificación de aquello que no se pudo seguir negando, la minimización de las cosas importantes y el sobredimensionamiento de las pequeñeces. Todo eso supone una ensalada mal hecha y mal condimentada que deja un malestar y un sinsabor grande en la sociedad. Entre otras cosas, nos quita confianza.
–¿Y qué pasa cuando se pierde la confianza?
–Cuando nos quitan confianza, que es otro de los ingredientes básicos de una comunidad, nos quitan el futuro. El futuro es el proyecto y el proyecto necesita del conjunto. Y el conjunto necesita del vínculo de la confianza, en una ley y en la eventual sanción, si corresponde. Si todo eso falta, no somos ciudadanos que habitan una misma república, sino gente que vive sobre un mismo pedazo de tierra. Ante la sensación de indefensión y de temor, lo que nos surge como vivencia no es decir “tengo un potencial aliado”, sino “tengo que desconfiar y sospechar del otro”. Hay una saturación de insatisfacción y de miedo que nos violenta. Y así perdemos la capacidad de apelar a la palabra, al debate, al diálogo. Cuando gana la violencia, se desconoce la vida del otro y el derecho del otro; simplemente, se lo aplasta.
–¿Cómo se restablece la confianza?
–De las situaciones traumáticas, difíciles y conflictivas se sale trabajándolas, es decir, dedicándose. Esto supone ciertas condiciones, como en el trabajo que uno hace en el consultorio con un paciente. La primera, que el paciente tenga conciencia de la enfermedad, que no la niegue, que no la atribuya a otro y no la minimice. Segundo, que esté dispuesto a hacer el esfuerzo para superarla. Esforzarse no es sacrificarse. Esforzarse es tenacidad, voluntad y trabajo que me permitan ir progresando y disfrutando el logro del paso a paso. El esfuerzo tiene un sentido y una dirección. No es sacrificio. La construcción con esfuerzo tiene que ver, además, con la inteligencia, la colaboración y la paciencia, porque no se hace con la varita mágica. Por eso hay que tener conciencia de la enfermedad y cumplir con las obligaciones. Un paciente paga los honorarios. Y en la sociedad hay reglas, normas y leyes que hay que incorporar como propias y no como una opresión que viene de afuera. Si logramos hacer esto, hay chances de un cambio. Si esto falta, entramos en una patología a nivel individual pero también grupal, social y política. En la Argentina lo vemos de un modo muy claro, que es la repetición: la misma respuesta para distintos estímulos nos lleva a distintos fracasos. Y generalmente con el mismo tipo de disparador reactivo: la culpa es siempre del otro; en el exterior nos quieren oprimir, nos quieren usar para explotarnos.
–Se refiere a la victimización permanente y a no hacerse cargo ni asumir responsabilidades y obligaciones como contrapartida de los derechos.
–Tal cual. Además, hay una complicidad de la sociedad que consiste en mirar las cosas tal como deseamos que sean y no tomarnos el trabajo de verlas tal cual son. Cuando la fe sustituye al debate, al diálogo y la pregunta, estamos ante sociedades inmaduras, en las que hay ídolos e idólatras, y donde un cierto infantilismo solo permite la idealización o la bronca terrible. ¿Cómo reacciono? Tirando abajo, castigando y repitiendo.
"El futuro es el proyecto, y el proyecto necesita del conjunto de la sociedad. A su vez, el conjunto necesita del vínculo de la confianza y del respeto general a la ley"
–Hay una sensación generalizada de la Argentina como paciente crónico. Es decir, un país condenado a convivir con una condición irrecuperable e irreversible, agravada por las crisis autoinfligidas. ¿Coincide con esta mirada o es exagerada?
–Coincido. Ante esta dificultad de tomar conciencia de lo que ocurre y de tener el coraje de mirar para conocer la verdad en lugar de tentarnos con la comodidad de lo que deseamos, la repetición es permanente. Eso nos priva de una de las cosas fundamentales para cambiar, que es el aprendizaje: que un acontecimiento se convierta en experiencia y que lo que siga pueda ser distinto de lo que fue. Pero tenemos que tener cuidado con un punto que nos exime de la responsabilidad en lo que ocurre, que es decir: “¿Esto va a ser siempre así?” “¿No hay más remedio?” Hay que tener cuidado con creer en la inevitabilidad del destino, porque eso se parece a la fantasía apocalíptica o catastrófica, que llega como una condena desde el más allá. La situación se repite si nosotros no tomamos las medidas que hay que tomar para producir un cambio. No somos ajenos a lo que nos ocurre. La sociedad tiene que saber decir basta, tiene que tener el coraje de enfrentar la verdad, tiene que poder elegir. Para eso debe usar la razón, ejercer la pregunta. Acá se reclama mucho pero se pregunta poco.
–¿Cómo sería eso?
–Se les pide a los políticos que prometan lo que no van a cumplir. Así, la promesa incumplida se convierte en una mentira que desilusiona, decepciona y entristece. No quiero certezas mentirosas de manipuladores voraces. Quiero preguntas que todavía no tienen respuesta en boca de exploradores que me piden y necesitan que los acompañe a encontrar una respuesta. No olvidemos lo que dijo Voltaire: “La duda es incómoda, pero la certeza es estúpida”.
–Cuando la pandemia comenzó, se instaló la idea de que nadie se salva solo y se apeló a la solidaridad. ¿Qué quedó de eso con el paso del tiempo, en medio de una tercera ola y un hartazgo general?
–Uno de los puntos clave que dio esta pandemia como información es que tu seguridad proviene de que cuides al otro: yo voy a estar más protegido si te protejo a vos. Yo voy a estar con mejores posibilidades de llegar a un desarrollo personal si me ocupo de que a vos también te vaya bien. Si leemos con cuidado las historias de los países que crecen y respetan la ley, nos damos cuenta que cuidar al otro es la mejor manera de cuidarse uno. Y si vamos a la etología del comportamiento animal, advertimos que los primeros monos que pudieron establecer residencia y abandonar su condición de nómades fueron aquellos que en lugar de cuidarse a sí mismos cuidaron primero al otro. Fueron los únicos que pudieron vivir con cierta seguridad. La pandemia puso en evidencia lo indispensable del registro y el respeto por el semejante, cosa que no se observa muy a menudo en la Argentina. Eso nos daría una alternativa mucho más promisoria. Si aprendemos eso y lo ponemos en práctica, se produciría un cambio como sociedad. Pero acá no registramos al otro: hay un blindaje narcisista que nos aísla. Si hay alguna esperanza, dependerá del trabajo que hagamos. Lo que vaya a pasar mañana depende de nosotros.
–¿Cómo se redefine la idea de libertad personal en un contexto que todavía sigue imponiendo condicionamientos?
–La libertad no es un fenómeno exclusivamente singular e individual. Muchos se oponen a esta idea, pero yo creo que la libertad es un bien y un valor que tiene que ver con la relación. La libertad es libertad siempre y cuando yo tenga registro de que mi libertad no puede dañar la tuya. Por eso la Constitución habla de derechos y obligaciones. La libertad es un ejercicio, una manera de vincularse, donde le damos cabida a lo distinto, y también protege al otro de mi impulso. La libertad y los límites no son opuestos, son aliados. Cuando era muy joven, entrevisté a Daniel Cohn-Bendit, uno de las figuras del Mayo Francés. Le pregunté: “¿Cómo es esa idea de romper todo para construir de nuevo?” Se sonrió y me dijo: “Eso es un poquito infantil. Disolvamos lo que no sirve y rescatemos lo que sí sirve, para hacer una reforma permanente y no una destrucción permanente”.
–¿Qué preguntas se hizo en estos tiempos para las cuales todavía no encontró respuesta y solo hay perplejidad?
–Si salimos del plano de lo individual y vamos a lo social, me sigue llamando la atención la miopía que tenemos como sociedad en relación a la posibilidad de evaluar bien qué observamos y elegimos, cómo existe una tentación al pensamiento mágico tan fuerte que nos lleva a decepciones que se convierten en violencia, en una sociedad donde se construye, pero se destruye más de lo necesario. Eso nos amarga y nos hace construir una teoría del mundo y una cosmovisión muchas veces equivocada, que no nos deja progresar. Tiene que ver también con la voracidad que confunde el derecho con la ambición de quitarle al otro, y la dificultad que tenemos de admirar. Acá o nos fascinamos o nada. Porque admirar a un par por curiosidad, para aprender y saber cómo lo hizo, de eso hay muy poco. La envidia se come todo y de lo que se trata, usualmente, es de difamar a quien ganó o le fue bien. Hay tanto robo que parecería que no hay nadie que pueda ganar porque sabe, porque puede o porque se esfuerza. Siento que ahí no hay una pregunta distinta que promueva una respuesta movilizadora.
–¿Qué marcas cree que habrá dejado la pandemia en quienes pasaron por situaciones traumáticas y despedidas fallidas?
–Los duelos tienen etapas y hay que procesarlos. Allí donde faltó el ritual de la despedida, tendrá que volver a ser formulado. Ante una pérdida, cualquiera sea, hay un primer momento de negación, otro de tristeza y un tercer tiempo de una ausencia que puede llevarnos a dos niveles: o a no poder movernos de donde estamos o a iniciar el cuarto paso, que es incorporar la pérdida a nuestra memoria amorosa. Cuando la recuperamos de este modo y la llevamos adentro simbólicamente, le otorgamos inmortalidad y nos sentimos acompañados. Sentimos que los que se fueron tienen un lugar: no me metí en la tumba de él o de ella, sino que recuperé a él o a ella y los puse en mi memoria amorosa. Si logramos eso, que no resulta un trabajo sencillo pero tampoco es imposible, ponemos en marcha tal vez el único don divino que Dios nos otorgó para sacarnos de la condición terrena: inmortalizar al ser amado.
■ José Eduardo Abadi es médico psiquiatra, psicoanalista y escritor. En el ámbito educativo, es profesor catedrático de la licenciatura en Psicología de la UADE, integra la Asociación Psicoanalítica Argentina y es docente en universidades argentinas y extranjeras.
■ Trabajó también en diversas áreas culturales y artísticas, entre ellas el periodismo y el teatro. Recibió, por una de sus obras, un premio en Estados Unidos por la Cátedra de Teatro Latinoamericano.
■ Fue columnista y escribe artículos para distintos medios de prensa, y es frecuentemente consultado en radio y televisión. Tiene su propio programa en Radio Cultura, La aventura de pensar.
■ Ha publicado doce libros, entre ellos ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, De felicidad también se vive y No somos tan buena gente. Junto con Patricia Faur y Bárbara Abadi, acaba de publicar Y el mundo se detuvo. La vida nos ofrece una nueva oportunidad.