José Claudio Escribano, el capitán que conducía con mano firme
La biografía Escribano. 60 años de periodismo y poder en La Nación narra la trayectoria de quien fue la expresión del medio al que consagró la vida
- 12 minutos de lectura'
Cuando el 16 de diciembre de 1979 La Nación se mudó cerca del Luna Park, en la calle Bouchard, entre Tucumán y Lavalle, la estructura de la Redacción se volvió horizontal. Desaparecieron los estrados. Secretarios, jefes y redactores rasos quedaron todos al mismo nivel. No existían ya los compartimentos estancos detrás de cuyas puertas cerradas los integrantes de algunas secciones, como Deportes, Corrección o Espectáculos, podían aflojarse las corbatas y respirar un poco. Todos trabajaban ahora en una misma cuadra y las diferencias eran sutiles.
En el cuarto piso, donde estaban los periodistas, al pasar por la doble puerta de vaivén uno se topaba todavía con el puesto de mando de los secretarios, con sus escritorios dispuestos en hilera y una visión panóptica que llegaba hasta los confines de la sala. Detrás de esa línea frontal había otro escritorio al que nadie osaba acercarse: el del secretario general de Redacción. Como mueble no era diferente del resto. La diferencia estaba en su dueño durante los tres lustros en los que José Claudio Escribano, de 1981 a 1995, ocupó ese lugar. Antes de ser secretario general de Redacción de La Nación, Escribano fue, con apenas 23 años, el jefe más joven de la sección Política, el primer corresponsal itinerante en América Latina y el columnista de opinión en la época más dramática de la historia argentina. Cuando dejó la secretaría general, a los 58 años, su influencia aumentó aún más, porque ascendió a la subdirección en tiempos en que la dirección del periódico se reservaba solo a alguien que ostentara el apellido del fundador, el general Bartolomé Mitre. Mucho después de su retiro, Escribano se mantenía activo en el ambiente periodístico. Tácitamente, se lo consideraba la encarnación del diario, y él mismo acentuaba esta impresión cuando decía, como si hablara de sí mismo en tercera persona: “La Nación piensa que…”, o “Eso no es La Nación” o “La Nación no aprueba semejante punto de vista”.
¿La encarnación del diario? “Eso es una brutalidad –dice Escribano–. No puedo dejar de aceptarlo, pero con la condición de que represento a una Nación idealizada por mí, que no necesariamente es La Nación de los dueños. Entonces sí lo acepto. Es el espacio donde trabajaron un bisabuelo, un abuelo, hermanos de mi madre, primos de mi madre. Desde 2006 no piso la Redacción. Me siguen preguntando, pero lo más insistente es eso: encarnás a La Nación. Y yo repito: si esto es así, es una Nación idealizada, que no tiene necesariamente por qué ser La Nación real. Es el paso de los años. Son sesenta y dos años [ahora 65] de trabajar ahí. Les puedo decir esto con absoluta honestidad: he sido un privilegiado en La Nación. Mi mujer tiene sus reservas. Piensa que nada es gratuito en la vida. Vos lo diste todo, me dice, y lo que están haciendo es devolvértelo”.
¿Cómo era esa Nación idealizada por Escribano? Para sus lectores, fue durante mucho tiempo la última barricada de una clase social que se sentía amenazada más por las insolencias del populismo peronista que por el avance del comunismo. Era la defensora del orden establecido y la difusora de la gran cultura europea, pero también la discreción, el tono contenido, la elegancia tanto para la alabanza como para la crítica, una preferencia por la regularidad de las instituciones y un liberalismo en materia de costumbres y gustos en la medida en que afectaran únicamente a los individuos. Para los detractores, en cambio, La nación era, con Escribano como ideólogo, la abogada de los golpes militares, la que ocultaba o disimulaba los crímenes de la dictadura y el heraldo de las “buenas familias” que se despreocupaba casi siempre de las otras.
José Claudio Escribano firma sus papeles con solo las iniciales, “jce” –así, en minúscula–. Fuera de las funciones operativas, su trato personal es extremadamente cordial y cálido, pero en sus días de caudillo la tropa de la Redacción lo llamaba a sus espaldas El Hombre, o El Factor, abreviatura de El Factor Estresante, porque su sola presencia subía los niveles de adrenalina.
Las animadas charlas de los redactores en la cena, después del cierre, se apagaban en el momento en que Escribano se sentaba a la mesa con ellos. Tal vez por eso rara vez lo hacía. Los secretarios habían decidido comer los jueves en la Costanera, en el restaurante Happening, para no encontrárselo. “Pero, aunque Escribano no estuviera presente, muchas veces él era el tema”, nos reconocieron dos de ellos.
Ese respeto tan parecido al temor se justificaba por el modo en que ejercía el poder. De las muchas entrevistas que tuvimos con quienes trabajaron con él, surgen algunas características de ese ejercicio: inteligencia y memoria fuera de lo común, rigurosa exigencia que se imponía a él mismo y trasladaba al resto, capacidad de influir sobre el contexto estratégicamente para que los hechos sucedieran según su voluntad sin dejar huella y, algo que nos costó entender, saberse capaz de administrar cierta arbitrariedad. Fue su recomendación a tres sucesores en la secretaría general de Redacción (“Permítase ser arbitrario de vez en cuando”). Cuando se lo preguntamos, el propio Escribano le imprimió un leve matiz: “No arbitrariedad, sino discrecionalidad. Hay un margen muy fino, como el malecón que da a un precipicio, un margen que concierne al poder para tomar la mejor decisión en función de todas las variables de un contexto”.
Hasta las primeras dos décadas del siglo XXI, fue más que un mero cronista de la historia argentina porque intervino como uno de sus protagonistas. Sus columnas políticas, con claroscuros y comentarios entre líneas, eran leídas con avidez durante el proceso militar. Escribano tuvo trato regular con los comandantes que después serían condenados por crímenes atroces. Ya en democracia, sus relaciones con dirigentes de distintas tendencias y sus extensas notas le permitieron incidir en los hechos políticos. Una influencia así es inimaginable para las nuevas generaciones. Los diarios ya no tienen la última palabra desde que las redes sociales comenzaron a ganar espacio. Es difícil concebir que una persona singular, sin abolengo ni fortuna y solo por su conocimiento del oficio y por su personalidad, pueda haber gravitado en el campo social durante más de medio siglo.
Por sus orígenes, es un hombre de clase media, lo que refuerza su mérito de self-made man que por su esfuerzo supo llegar alto. Empezó en La Nación muy joven, a los 18 años, siguiendo los pasos de un tío que era redactor allí y al que admiraba más que a su propio padre: Andrés Durán.
“A los 14 años decidí que quería ser como él: abogado y periodista de La Nación”, dice, con el cuidado con el que siempre elige sus palabras. Si se hubiera dedicado a la abogacía, podría haber trabajado para terceros o en su propio estudio jurídico. En cualquier parte. Pero es seguro que no hubiera abrazado la profesión a la que dedicó su vida de no haber sido en el diario fundado por Bartolomé Mitre. Entró por la puerta chica en 1956, llevando bajo el brazo unos bocetos de artículos que hoy califica de mamarrachos. Lo tomaron casi a regañadientes, como aspirante a cronista, y solo lo efectivizaron tras meses de pruebas que se iban extendiendo para ver “si el muchacho aprendería alguna vez”. Antes de que pasara un año, ya corregía los originales de quien era su jefe en la sección Política, José Oscar “Pichín” Botana, un tigre para las noticias pero sin la misma fiereza con la pluma. Poco después, Escribano lo reemplazaría.
De ahí en más, su carrera fue imparable. Muy pronto se ganó la confianza de los Mitre, que sí venían de familias patricias. Cuando, a los 30, lo nombraron segundo jefe de Editoriales, el director y los accionistas principales ya consideraban que él expresaría y defendería mejor que nadie los puntos de vista de la “tribuna de doctrina”, como se autodefinía el diario en su página principal.
Después fue corresponsal viajero en América Latina, secretario general de Redacción y el subdirector que le cuidó las espaldas al director, tataranieto del fundador del diario.
Cuando estaba por cumplir medio siglo en la empresa, Escribano anunció que seguiría participando en el directorio del diario, pero que ya no volvería a la Redacción, el lugar donde había transcurrido toda su carrera. Cuando cumplió cincuenta años y un día, el 6 de marzo de 2006, hubo una multitudinaria despedida en el cuarto piso de la calle Bouchard. Subido a un escritorio, ante los redactores que se habían amontonado para grabar en la memoria aquel momento, el entonces secretario general Héctor D’Amico aportó en su discurso, entre toques de humor y guiños amistosos, algunas estadísticas: “Desde el ingreso de Escribano al diario y hasta la fecha, La Nación ha entregado a sus lectores 17.892 ediciones y por la Casa Rosada han pasado nada menos que 23 presidentes. Esta última cifra me permite inferir, apelando a una matemática muy simple, que en este país los presidentes pasan, no así Escribano”.
Si bien la decisión de retirarse la había adoptado mucho antes, las circunstancias confirmaron que fue oportuna. Con la toma de control por parte de otra rama de la familia Mitre, los Saguier, vinieron nuevas tendencias y gustos en los consumos culturales y en el estilo de conducción. Escribano se adaptó a regañadientes a la era del marketing. Además, su desencuentro con el gobierno kirchnerista de 2003 dejó al diario en una línea de choque frontal con el poder, un lugar que pocas veces había elegido la empresa a lo largo de su historia. No lo había hecho ni aun bajo la férula del primer peronismo, que castigaba con la confiscación la rebeldía explícita de medios como La Prensa mientras mantenía –aunque con respirador, ya que le suministraba papel suficiente solo para seis páginas– la salida de La Nación a la calle. Escribano se jubiló, pero siguió gravitando sobre el diario.
Hasta bastante después de haber cumplido los 80, ha mantenido su oficina en el nuevo edificio de Vicente López, que tiene una estética cool y una escenografía opuesta en todo a las columnas de mármol, la fina boiserie, los grandes escritorios de roble y las estatuas solemnes de las anteriores sedes de Florida y Bouchard. Sigue siendo un referente, el destinatario de infinidad de dudas y consultas cotidianas y el elegido como representante de La Nación en la Asociación de Entidades Periodísticas de la Argentina (Adepa) para realizar gestiones por las regulaciones del Estado. Ahora, además, preside la Asociación de Amigos del Museo Mitre.
José Claudio Escribano fue la expresión fiel del medio al que le consagró su vida. Perteneció a aquella estirpe de capitanes que conducían el barco en la tormenta con mano firme, de modo vertical y a su propio criterio. Corporizó el apogeo y la decadencia de los diarios impresos y su propio ciclo vital coincidió con ese proceso.
* * *
Cuando era jefe, un silencio de sinagoga seguía a su aparición inesperada en la Redacción. Iba siempre de traje, erguido, con una mano en el bolsillo, avanzando a paso lento con sus piernas ligeramente arqueadas.
Que se detuviera en el escritorio de un redactor, aunque solo fuera para hablarle, era una posibilidad preocupante. Una crítica suya podía afectar tanto el alma como el cuerpo del que la recibía, aunque no acarreara necesariamente una sanción. Uno nunca sabía en qué momento sus ojos muy celestes comenzarían a oscurecerse. “Llegado el caso, puño de hierro, pero con guantes. La mano enguantada. Nunca pegué un grito”, nos dijo.
Hay muchos rastros de ese estilo de dirección. Las anécdotas son innumerables. Cuando el crítico cinematográfico Claudio España se había quedado a cargo de la sección Espectáculos porque el jefe, Fernando López, estaba de vacaciones, publicó por error que se había muerto la vedette Alicia Márquez. En una nota tremenda, Escribano le dijo que la falta había sido “de tal magnitud que debemos retroceder varios lustros en la historia de La Nación para encontrar otro hecho semejante”. El mensaje terminaba así: “No se aplicarán sanciones en este caso, ya que ninguna podría ser proporcional al daño que este episodio ha causado al prestigio y credibilidad del diario”.
Aprovechaba las “reuniones de blanco”, donde se ponían sobre la mesa los temas periodísticos del día, para dictar “ateneos” magistrales que luego se imprimían y aparecían como edictos en los escritorios. Contenían reglas de todo orden, que iban de la gramática a la necesidad de salir continuamente a la calle a pescar fuentes, del deber periodístico de escuchar siempre las dos campanas a la definición de lo que para La Nación eran el buen gusto y el mal gusto. En él, en Escribano, se concentraban todas las respuestas.
Para los periodistas de La Nación él no era ni José, ni Claudio ni Escribano, sino el Factor Estresante, o simplemente FS, o El Factor. Un aguijón constante en la nuca. Cuando estaba de viaje o cuando, raramente, se tomaba un franco, la Redacción se distendía.
“Los tiene cagando a todos, ¿no?”, nos preguntó de sopetón su esposa cuando la conocimos. Rita tiene un modo de ser muy diferente, por no decir opuesto, al de su marido. Hace constante gala de un lenguaje espontáneo, que en ella resulta simpático, y dice de Escribano que al conocerlo le pareció salido de una propaganda de Lázaro Costa, la conocida empresa de pompas fúnebres. Le critica que, en medio de un asado, una vez se fue al auto porque se estaba aburriendo con la charla. “Mientras él pone el tema de conversación, está lo más feliz, pero cuando otro cambia de asunto se quiere ir…”. Escribano le consiente todo. La mira con ternura, como diciendo: ella es así de auténtica, de humana. Cuando Rita sale de escena, Escribano se reconvierte en su propia estatua.
–¿Usted sabía que le decíamos El Factor?
–Sí, los sobrenombres son una cosa habitual en las redacciones. Posiblemente haya surgido de Política, porque allí iba mi ojo, más que a cualquier otra sección. Era a los que yo más hinchaba mandándoles recortes de otros diarios con informaciones que habíamos perdido, junto con un papelito amarillo que decía: “¿Y esto?”