Jorge Liotti: “A la Argentina no le queda mucho tiempo para recuperar el rumbo”
El prestigioso periodista de LA NACION, que acaba de publicar La última encrucijada, advierte sobre los riesgos de no hallar una matriz productiva con inclusión
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La última encrucijada es un texto escrito con el rigor y el ritmo vibrante de un periodista, pero también con el espesor de un académico y con la prosa de un escritor. Como si fuera poco mérito ensamblar esos perfiles, Jorge Liotti ha escrito su primer libro con la sensibilidad de alguien que mira a la Argentina con profesionalismo, por supuesto, pero también con la pasión del ciudadano. No es, entonces, solo una obra de ciencia política, sino un registro mutifacético de la deriva declinante que ha tenido la Argentina en los últimos cuarenta años. Transita los andariveles del ensayo y de la crónica; de la investigación histórica y del relevamiento sociológico. Es el resultado de un diálogo fecundo con muchos actores, pero a la vez de un análisis pormenorizado de datos y de una observación lúcida y penetrante con los pies en el terreno.
Liotti no necesita presentación para los lectores de La Nación. Es, además de editor y prosecretario de redacción, uno de sus más destacados columnistas políticos. Pero también es profesor en la Universidad Católica Argentina y ha desarrollado, a la par del periodismo, una destacada carrera académica. Esos dos mundos se entrelazan en un esfuerzo intelectual para indagar en las causas del deterioro argentino. Las herramientas del mejor periodismo profesional se combinan con los estándares del investigador y el estudioso para producir un trabajo original y preciso, que además tiene la virtud de apelar al realismo crudo sin caer en el escepticismo ni en un dejo de amargura.
En esta conversación Liotti habla de los descubrimientos y reflexiones a los que lo condujo la aventura de buscar respuestas. Como gran periodista, nos propone nuevas preguntas. Como intelectual e investigador, nos ofrece algunas claves para repensar la Argentina.
–El libro parece un gran viaje intelectual en busca de respuestas sobre la crisis y la degradación de la Argentina. ¿Qué enseñanzas y qué sensaciones te ha dejado este viaje?
–Yo creo que el libro es un ejercicio de pragmatismo frontal, en la búsqueda de un diagnóstico profundo de la actualidad del país. Lo positivo fue encontrar algunas respuestas en la interlocución con mucha gente que me aportó sus miradas. Está clarísimo que, más allá de que hay diferentes tonos y perspectivas sobre por qué la Argentina llega a esta instancia del modo en el que llega, el dilema central es cómo transformar eso en otro tipo de dinámica o de proceso. Como se plantea siempre, la Argentina es un país sobrediagnosticado y subejecutado. A mí me parece que lo que se ha ido complejizando es que los momentos de procesos virtuosos cada vez quedan más lejos. Entonces, esa hoja de ruta, ese manual que en algún momento era más natural, hoy está extraviado. Y eso crea más dificultad al momento de ver cómo se podría resolver esto. Por otro lado, creo que se han apilado demasiados problemas estructurales irresueltos, y esa acumulación nos desborda. Esto también les pasa a los gobiernos cuando asumen, y no descarto que le pase al próximo por más buena voluntad, disposición y cuadros técnicos que tenga. En ese sentido, me parece que el desafío va a ser mayúsculo. Entonces, yo diría que el diagnóstico, desde una mirada muy pragmática, obviamente que es preocupante. Pero me alivia saber que son muchos los que entienden que eso tiene razones que son más o menos identificables. Y que también son identificables las dificultades para afrontar esos problemas. Está ahí el tablero: quizá lo positivo es que ya le dimos tantas vueltas al problema que lo tenemos rodeado. El asunto es cómo abordarlo. Ahí no hay cosas mágicas para hacer. Me parece que hay que tener determinación política, vocación, equipos realmente comprometidos, no subestimar ni a la gente ni a la situación, ser muy pedagógicos y didácticos respecto de lo que nos espera. En definitiva, una estatura en el liderazgo que habrá que ver si el próximo gobierno tiene.
–Vos ponés mucho énfasis en describir una reconfiguración profunda de la Argentina, que nos ha llevado a dejar de ser el país que fuimos para convertirnos, en términos sociales, económicos e institucionales, en una cosa diferente. ¿Creés que la dirigencia está interpretando esa transformación? ¿Hay una comprensión de ese descalce entre la Argentina que fuimos y la Argentina que somos?
–Creo que, si bien el concepto de cambio aparece frecuentemente en la retórica de los líderes, y sobre todo de los candidatos, todavía es una narrativa superficial, que está muy emparentada con un set de problemas coyunturales y urgentes, que son los que demandan mayor premura en las soluciones, con las que pueden captar votos. Pero no tengo evidencia de que haya una real comprensión de la profundidad de los cambios que se necesitan y de cómo se ha producido ese descalce que está descripto en el libro. Probablemente, porque hubo acostumbramiento, porque ha sido una declinación gradual a lo largo del tiempo y eso permite ciertos reacomodamientos parciales. Pero creo que, en el fondo, subyace en el inconsciente de la dirigencia y de parte de la sociedad también, una idea de país que ya no existe pero que permanece muy fijada. Todos decimos “tenemos que volver a ser el país que fuimos”, o pensamos en esos términos, con lo cual todavía hay un reflejo de volver a aquello. Pero hay que ver si podemos o si esa mirada, un poco nostálgica, nos impide ver la realidad tal cual es efectivamente hoy. Entonces, cuando vos escuchás los discursos de los recursos naturales, de la capacidad intelectual, de lo que somos como sociedad… Todo eso está fantástico, pero no por eso terminás de lograr algo diferente. Yo creo que no hay todavía la densidad de interpretar cómo se ha corrido el eje y, en todo caso, qué posibilidades hay de volver, no a lo que fue, porque ya la realidad histórica mundial ha cambiado, sino para conectar con lo que está ocurriendo ahora. No lo veo nítidamente en el discurso político, no ha sido parte de la campaña. También reconozco que es muy difícil hacerlo en un periodo electoral en el que hay que apelar a mensajes cortos y efectistas.
–En el libro se refleja un gran trabajo de interlocución con académicos, técnicos e intelectuales que están pensando la Argentina, tanto en las causas de la crisis como en las alternativas hacia el futuro. ¿Creés que eso constituye un capital tangible para enfrentar los problemas? ¿Hay una reserva de pensamiento y de ideas que puede ayudar a superar la crisis? ¿O eso queda encapsulado en esto que vos definís como una Argentina sobrediagnosticada?
–La primera respuesta es sí: está ese capital. He encontrado no solamente un nivel de interpretación muy profundo, desde mi punto de vista, con actores de distintos sectores y veredas políticas que miran la realidad con una lectura sofisticada, que además tienen una enorme disponibilidad para compartirla, que es algo que yo valoré mucho en el transcurso del trabajo, pero que en general queda soslayada, posteriormente, ante la abrumadora demanda de urgencias y emergencias que predominan al momento de ejercer el poder. Entonces, el gran dilema de la Argentina es que vos tenés problemas de cortísimo plazo, que tienen que ver con la inflación, con el acuerdo con el Fondo… cosas para resolver esta semana, este mes. Después aparecen desafíos de corto plazo, como ordenar la macroeconomía en sus variables principales, y después tenés que empezar a mirar los problemas estructurales con una perspectiva de largo plazo. Eso abruma mucho a la dirigencia. Gobernar la Argentina es cada vez más complejo. La experiencia de ver a los candidatos en la etapa previa a una elección, cuando ganan y cuando empiezan a gobernar te ofrece una secuencia en la que se produce un desvío absoluto, con la imposibilidad total de sostener algunas premisas una vez que llegan al poder. El ejercicio del poder es una silla eléctrica que hace muy difícil sacar la cabeza por encima de las urgencias y seguir manteniendo un horizonte para empezar a mirar los temas estructurales.
–¿Esa dificultad reside más en la magnitud de los problemas o en el déficit de los liderazgos?
–En los dos lados. Tiene que ver con una realidad verdaderamente compleja que, como digo en el libro, no solo tiene que ver con un problema monetario o un problema fiscal. No, tenés muchos problemas a la vez. Y después yo creo que a la dirigencia argentina le ha faltado volumen, le ha faltado densidad de interpretación para leer a la sociedad, para convocar al diálogo, y también para revertir sus limitaciones. Porque el problema que hemos tenido en los últimos años ha sido que, después de lo que yo llamo la hegemonía democrática, de Menem en algún momento, y de los Kirchner después, con el 54% de Cristina en 2011 como último periodo, los gobiernos asumieron con apoyos muy parciales. La única manera de reconstruir eso es a través de acuerdos que te permitan sumar por la política lo que el voto no te dio. Y eso no funcionó. Por eso creo que falta estatura para empezar a tener otro músculo que permita adoptar medidas de fondo, que probablemente requieren otro nivel de respaldo.
–Cuando aludís a la complejidad de los problemas, aludís también a una cuestión de orden cultural: una pérdida de identidad, de sentido de pertenencia, incluso muy acentuada entre los jóvenes. ¿Ves que ese es uno de los núcleos de la crisis argentina?
–Lo que pasa es que un país que arrastra el nivel de desánimo que tiene la Argentina, después de periodos de estancamiento económico tan prolongados, con crisis de cierta recurrencia, es natural que se pregunte hacia dónde vamos, y que la respuesta sea incierta. Entonces, creo que esto se refleja en la insatisfacción de gran parte de la población con la oferta electoral, en los altos índices de rechazo a la gestión de gobierno, como también le pasó al anterior. De las últimas cinco elecciones nacionales, cuatro las ganaron las oposiciones, con la sola excepción de 2017, cuando Macri gana la elección intermedia. Eso muestra que la sociedad busca un rumbo y no lo encuentra y eso produce una sensación de cierto desvarío en el sentido de una nación. Yo insisto: el de identidad es, muchas veces, un concepto muy abstracto; las identidades nacionales en general se construyen frente a otro, que el caso argentino no lo requiere. Pero en general los países tienen un propósito, un rumbo, un lugar al que aspiran a ir. Yo creo que la Argentina eso lo ha perdido. Y es natural que la generación por debajo de los 25 años, que prácticamente no ha vivido ni siquiera alguno de los últimos coletazos positivos en materia económica, lo que sienta sea desencanto porque la perspectiva de futuro se le presenta demasiado oscura. Y es muy curioso, porque ni siquiera han tenido tiempo de fracasar. Pero ven que su futuro va a ser peor del que tuvieron sus padres, que tener una vivienda propia y una carrera con ingresos estables son objetivos que se alejan mucho de sus posibilidades. Entonces se produce una ruptura en las expectativas. Por eso entre los jóvenes hay un desánimo muy fuerte que se expresa en un concepto híbrido de lo que la democracia representa. No porque invaliden la democracia o quieran un golpe de Estado, porque tampoco pueden imaginar lo que es un golpe, porque no lo vivieron. Pero sí perciben que el sistema no les ofrece las respuestas que ellos requieren, no para resolverles sus problemas sino para regenerar expectativas. En ese segmento de los menores de 30 o de 25 años, eso se expresa en una identificación mucho más laxa con la democracia, menos comprometida que la que pueden tener aquellos que vivieron la etapa anterior.
–El libro incluye estudios comparativos que ponen la problemática argentina en una perspectiva global. En este punto del escepticismo y la desesperanza, sobre todo entre los jóvenes, parece haber un rasgo común con otras sociedades democráticas. Si habláramos con un español o un francés, probablemente escucharíamos algo similar, aunque con diferencias de escalas. ¿Vos ves exacerbado este estado de ánimo en la Argentina?
–Lo que hemos visto en el mundo en los últimos años ha sido, en términos sociales, un proceso de fuerte demanda hacia los sistemas políticos, de mucha insatisfacción social y de una ola de protestas muy fuertes. En algunos países eso ha derivado en gobiernos de tinte autoritario, autocráticos, y en otros lugares en manifestaciones callejeras, muchas veces con violencia. Entonces, en líneas generales el mundo está en un momento de tensión social muy grande porque entiende que los sistemas políticos no están pudiendo dar las respuestas que sí pudieron dar en otros momentos. Esto tiene que ver con cuestiones muy complejas y profundas, desde los cambios en los modos de producción y en los mecanismos de inserción laboral hasta la merma de ingresos en algunos sectores sociales. Todo esto también llegó a las potencias internacionales. Siempre los sectores juveniles son los que perciben con mayor frontalidad estos problemas y los que se expresan más nítidamente. La única diferencia que yo marcaría es que las olas de protestas que hemos visto ocurrieron también en países con problemas de más corto alcance o cuestiones más puntuales que provocaron una eclosión. En la Argentina se ve, en cambio, una especie de descenso progresivo y una percepción estructural de crisis. Si miramos hacia atrás, no crecemos desde hace doce años. Eso no pasó en todos los países. La Argentina es uno de los pocos que sigue teniendo una inflación altísima; eso no pasa en todos los países. La Argentina creció menos que sus vecinos de América Latina, y descendió en la escala comparativa con la región en materia educativa. Entonces, eso es lo que marca una diferencia: la crisis es más estructural, más transversal, y alimenta esta percepción de que no tiene que ver solo con los cambios en los modelos de producción a nivel global.
–Desde el mismo título del libro, vos planteás la tesis de que estamos en un momento bisagra, en lo que definís como “la última encrucijada”. La Argentina, sin embargo, ha tenido muchos momentos de quiebre a lo largo de su historia. ¿De dónde viene esta convicción de que vamos hacia la salida o hacia un punto de no retorno? Y en tal caso, ¿cuántas chances le adjudicás a una u otra posibilidad?
–La idea de “la última encrucijada” está vinculada a que ya se han producido demasiados cambios en la Argentina desde el punto de vista de la matriz económica, de la estructura social, del bloqueo político. Llevamos muchos años de declive, en un momento de mucha transformación a nivel global. Entonces, se está notando muy rápidamente que la Argentina queda descalzada de esos procesos. Y que, por razones internas, y por razones de su vinculación con el mundo, no tiene mucho más tiempo. Si existe alguna posibilidad de volver a poner al país en el riel en el que alguna vez estuvo, incluso en estos cuarenta años de democracia, es una posibilidad que no va a estar por mucho tiempo más. Y no va a estar por mucho tiempo más porque, si no se retoma esa senda, la Argentina va a terminar de ser definitivamente lo que estamos viendo: un país sin posibilidad de reencontrar una matriz productiva que genere desarrollo sostenible en el tiempo, no solamente crecimiento económico estadístico; que a la vez esa matriz sea lo suficientemente inclusiva como para que la mayor parte de la sociedad pueda ser parte de ella. Entonces creo que el tema central es el económico, y eso lleva muchos años y cuesta mucho consolidarlo. Probablemente la última transformación productiva grande se haya dado en los años noventa, con el menemismo, cuando vinieron fuertes capitales de afuera, pero fue con exclusión: una parte se quedó afuera. En materia social, ya tenemos una configuración que es fisonómicamente distinta. Cuando vos tenés un 40 por ciento de pobreza durante veinte años, la naturaleza social del país es otra, y eso tiene una enorme cantidad de implicancias, tanto desde el punto de vista del mercado laboral y también del mercado de consumo. Hay una importante cadena de supermercados, por ejemplo, que tomó la decisión de concentrarse mayoritariamente en los segmentos bajos y medios bajos y dejó de distribuir productos para sectores medio altos. Y eso es porque más del 70 por ciento de sus ventas están volcadas en los segmentos más bajos. Todo se empieza a acomodar a una fisonomía distinta. Y cada vez es más difícil volver al esquema de una economía desarrollada, con un crecimiento anual del PBI del 3 por ciento, una inflación controlada y una pobreza del 20 por ciento, por ser cautos. Por eso creo que no hay mucho más tiempo.
–Además de estos riesgos en la configuración social y económica del país, ¿podría haber un peligro para la estabilidad democrática si la encrucijada terminara derivando en la dirección equivocada?
–Yo no visualizo un riesgo de ruptura del sistema democrático. Creo que el riesgo mayor, hoy, es que el sistema empiece a perder representación, que empiece a aparecer con mayor nitidez esta idea que electoralmente se expresa en el no voto, o en el voto resignado, que refleja rechazo a toda la dirigencia. Eso después permea no solo en la dirigencia política, sino también en la empresarial, la gremial, los medios, los movimientos sociales… todo empieza a degradarse y a tener problemas. Los gremios no representan como representaban, las cámaras empresariales igual. Los propios movimientos sociales, que son los que más crecieron en los últimos veinte años, han pasado de representar a los excluidos a formar parte del gobierno, con lo cual hoy están en las dos veredas. El problema, entonces, es más profundo y tiene que ver con el concepto de erosión democrática, en el que el sistema empieza a perder sentido y representación para transformarse en una maqueta que no interpreta las demandas sociales. El tema es el cauce que pueda tener eso, porque de alguna manera después se canaliza: la sociedad expresa su desencanto, su desánimo, su enojo, de algún modo. Ese me parece que es el riesgo mayor.
–Vos describís en el libro la crisis de los partidos, y ahora la de las coaliciones. De la indagación y la búsqueda que hiciste, ¿se vislumbra alguna nueva arquitectura política que esté más en sintonía con la magnitud de estos desafíos?
–Yo diría que debería haberla. La secuencia se inició con la crisis de los partidos a nivel global, y en la Argentina también. Hoy, claramente, no hay una disputa peronismo-radicalismo. La reconfiguración terminó de tomar forma en 2015, con Cambiemos, que al final fue una coalición electoral, no de gobierno. Después el Frente de Todos replicó el modelo, también con una coalición electoral, no de gobierno. Y creo que lo que estamos viendo es que las dos coaliciones, a diferencia de 2015 y 2019, llegan con un nivel de desgaste muy fuerte. Yo diría que hoy la razón de ser de cada una de las dos coaliciones es la existencia de la otra. Por eso durante el periodo previo al cierre de listas todos estábamos atentos a ver si se producía alguna fisura en alguno de los bloques, porque si la había de un lado podía haberla del otro. Finalmente se mantuvieron, pero llegaron mucho más forzados que en los procesos anteriores. Ahora, el que gane va a tener un enorme desafío que va a ser el de darle un sentido a la coalición, algo que hasta ahora no han hecho. Tendrán que construir una coalición de gobierno, que no es solamente incluir actores de las distintas fuerzas dentro del gabinete, cosa que de hecho ocurrió con Cambiemos y con el Frente de Todos, pero con resultados muy malos porque nunca hubo un esfuerzo de construcción de sentido de la coalición.
–Vos decís, entonces, que el estadio superior sería pasar de la coalición electoral a la coalición de gobierno…
–En principio, sí. Ese es el primer paso. De lo contrario vamos a ver un nuevo fracaso de alguna de las dos coaliciones y eso, naturalmente, va a forzar una nueva reconfiguración del mapa político en su conjunto. El desafío primordial es construir una coalición de gobierno exitosa, cuyo sentido no sea exclusivamente el posicionamiento contra la vereda opuesta. Eso fue causa suficiente en 2015, porque después de doce años de kirchnerismo era razonable que hubiera un hartazgo y que la identificación pasara por lo que no era el kirchnerismo. El macrismo usó mucho, y para mi gusto en exceso, esa idea de que nosotros somos, básicamente, lo que no es kirchnerismo. Ahora no están Cristina ni Macri en la oferta electoral. Entonces hay que hacer algo más sofisticado, y creo que ese es el desafío del próximo gobierno: encontrar una razón y un sentido que no sea solamente el antagonismo y la grieta y que tenga valor y funcionalidad como coalición de gobierno. Las coaliciones, en general, son una tradición de los sistemas parlamentarios, donde hay que hacer alianzas para gobernar. Entonces, ensamblar un sistema hiperpresidencialista como el argentino con coaliciones de gobierno es un desafío muy complejo. Hasta ahora no se resolvió bien. El futuro dependerá de cómo interprete el triunfo el que gane la próxima elección y cómo se pare frente a la sociedad.
–En el análisis político muchas veces tenemos la inclinación a mirar todo el tiempo a la dirigencia. Y es natural, porque ahí se marca el rumbo y se toman las decisiones. Pero hay una mirada sobre la sociedad, que también es fundamental para entender a dónde hemos llegado y qué posibilidades tenemos hacia el futuro. Después de haber hecho un estudio de fondo que se refleja en este libro, ¿cómo ves a la sociedad, más allá de la desesperanza y el desánimo del que hemos hablado? ¿Hay un aprendizaje colectivo en estos cuarenta años? ¿Hay una conciencia de la magnitud de los problemas y de la complejidad de las soluciones?
–Es muy difícil que se pueda construir un cambio desde la sociedad. La sociedad lo puede demandar, pero se requiere un liderazgo que convoque a esa transformación. ¿Qué está diciendo hoy la sociedad? Primero, “esto que veo no me gusta, no da más”. Percibe un fin de ciclo, pero también advierte algo más profundo, y es que las cosas no están funcionando desde hace ya mucho tiempo. Entonces, en su desánimo y su escepticismo, la sociedad está expresando eso: “Nos damos cuenta de que el folclore no está funcionando. Y así no se puede seguir”. Hasta ahí llega. Ahora, la etapa siguiente exige un cambio, y ahí la cosa se pone más complicada. Para la gente, cambiar es mejorar. Pero cuando empezás a diseccionar lo que implica el cambio aparecen los obstáculos. Ves que uno de los problemas centrales es el déficit fiscal, entonces hay que reducir el déficit. Para eso hay que quitar subsidios, pero entonces la sociedad dice “no, ese no es el cambio que yo imaginé”. En la parte económica se ve con nitidez, igual que en la relación con el Estado. Este Estado sobredimensionado y “sobrepresente” no lo quiero, pero tampoco quiero el ajuste. Entonces, la gente muchas veces tiene una idea ambigua; sospecha que el cambio puede ser para mal, porque le ha pasado. Y eso tiende a reforzar dinámicas conservadoras en la propia sociedad. Encarnar la noción de cambio será un desafío enorme para el que le toque gobernar, porque la tiene que llenar de contenido. Tiene que convocar a una promesa, a un proyecto, que tendrá que articular el esfuerzo con la posibilidad de que eso lleve a un futuro promisorio. No podés solamente prometer déficit cero, como ocurrió en algún momento, ni tampoco prometer la heladera llena. El desafío es combinar, con realismo, un diagnóstico que yo creo que la sociedad ya tiene claro, con un horizonte que de alguna manera conecte sacrificio con expectativas.
–Lo que hoy parece extraviado, sin embargo, es algún consenso básico sobre cuál es ese rumbo…
–Por eso… Tal vez el último propósito compartido en la sociedad ha sido la recuperación de la democracia y la valoración de las garantías, los derechos civiles, las libertades individuales, todo lo que venía implícito con la reinstauración democrática. Desde entonces, la Argentina no ha logrado dar un paso de semejante profundidad. Tuvo efímeros momentos de satisfacción económica, en una parte de los noventa y en el primer tramo de Néstor Kirchner, pero que no lograron construir una matriz distinta y sustentable en el tiempo. Entonces, al país le está faltando dar, en el plano económico, el salto cualitativo que dio en el plano político-institucional al recuperar la democracia. Es decir, tener veinte años de crecimiento sostenido, de un desarrollo diversificado que no dependa exclusivamente de la exportación agropecuaria. Eso es lo que la Argentina no ha logrado. Y si se mira retrospectivamente, esa es la gran deuda de estos cuarenta años de democracia. En el libro se plantea el interrogante de hasta qué punto la democracia es sostenible sin saldar esa deuda, porque el desarrollo es parte de la promesa democrática de aquella vieja frase de Alfonsín, “con la democracia se come, se cura y se educa”. Pero lo tenés que encarnar en la realidad. Si queda en lo institucional, no es suficiente.
–También existe una Argentina que funciona bien. Vemos nichos de calidad y de excelencia en muchas áreas, desde el arte y el deporte hasta la ciencia y la industria del conocimiento. Con algo de eso nos reconcilió el año pasado el triunfo de la Selección. Nos mostró un modelo virtuoso, que hizo que la Argentina brillara por sus mejores cualidades. ¿Qué es lo que impide que esas islas de calidad se articulen en un proyecto integrado y estimulante?
–Está muy claro que la Argentina demuestra, en muchos ámbitos, su capacidad de hacer las cosas bien. Yo creo que el fracaso, y el obstáculo para articular esas cosas, deriva principalmente de la incapacidad económica. Creo que la pátina negativa tiene que ver con no haber podido generar expectativas y desarrollo económico. En el fondo, ese es el desafío mayor que tiene un país: hacer confluir a sus fuerzas productivas en un proceso positivo y favorable. La gran articulación pasa por ahí. Nosotros también fuimos competitivos en otras áreas en las que hemos retrocedido. El de la educación probablemente sea el caso más simbólico, porque era el que generaba mayor orgullo, y el declive ha sido muy nítido. Pero también tuvimos una declinación en sectores como el agropecuario, del que nos sentimos tan orgullosos: en producciones muy puntuales hemos perdido posiciones. Entonces, me parece que la clave está en llevar esos estándares de competitividad a lo macro, en un país que se ha complejizado mucho, que no solamente se ha polarizado, sino que se ha fragmentado, en una dinámica que complica cada vez más la resolución de problemas sin una crisis estructural. Hasta ahora, nosotros solo teníamos como receta de resolución el estallido, como los quiebres del 89-91 con la hiperinflación, o del 2001-2002. Eso ha creado la idea de que la crisis te limpia. Pero después te deja un efecto residual enorme en la sociedad. De hecho, todavía pagamos los efectos del 2001. Entonces, la Argentina no puede volver a depender de una crisis de ese tipo para justificar las medidas que hacen falta. Eso es algo que en el pasado se daba con los golpes militares, que reseteaban por la fuerza y por fuera de la ley. Después vinieron las crisis en el periodo democrático, que provocaron un tembladeral. Me parece que la Argentina tiene que encontrar la forma de encarar sus problemas de otro modo. Es muy complicado por esta excesiva fragmentación que mencionábamos y por la dificultad para converger en intereses comunes. Yo les presto mucha atención a las dinámicas de interacción en la política y entre la política y el sector privado. Y veo que ahí hubo un deterioro muy complejo. El problema no son las instituciones desde el punto de vista de su arquitectura organizacional, sino de las dinámicas, que consisten en sentarse a negociar y obtener ganancias parciales en las que cada uno resigna algo. Esos juegos de interacción, naturales en todo sistema democrático, acá están muy desgastados. Las interlocuciones están desgastadas. Los que antes eran articuladores, que en la política se llamaban operadores, están muy desdibujados y en una tensión permanente. Entonces, cada uno se sienta y reclama desde una posición de máxima y desde una defensa irreductible de sus intereses. Pienso en empresas, sindicatos, organizaciones sociales, cámaras, instituciones, ONG. Todos llevan a la mesa su demanda, y se hace muy difícil generar espacios de interacción con ganancias parciales, que es como funcionan en realidad los sistemas democráticos. La resignación parcial es vista como una derrota, y entonces emergen otra vez los polos extremos. Veo a muchos dirigentes de distintos ámbitos que no pueden decir en público lo que dicen en reserva porque su propio sector no lo toleraría. Es difícil, entonces, articular intereses contrapuestos si no existe una capacidad de liderazgo que convenza del rumbo que se cree más conveniente. Sin recrear esas dinámicas virtuosas, será muy complicado.
–¿Y por dónde se puede empezar a recrearlas?
–Yo creo que empieza desde arriba, por eso insisto tanto en lo crucial de esta elección. Por ejemplo, es clave si quien gana se para, al día siguiente, con la intención de asumir el desafío histórico que tiene y, no digo de convocar, porque hasta las mesas de diálogo se han desgastado, pero sí de articular un proyecto que comprometa en serio a las fuerzas políticas. Habrá que darle mucho volumen y densidad a esa intención porque hubo mucha sobreactuación en los últimos años respecto de los diálogos, han sido muy vacíos, apenas una fachada, sin convicción real. Creo que hay que reconstruir un diálogo de mayor profundidad. Sería fundamental que el que asuma le dé esa densidad y ese volumen para empezar a generar dinámicas distintas. Hay cosas abajo. Vos ves algunos seminarios, algunos eventos del sector privado, del gremialismo, que van en ese sentido. Yo cuento una anécdota en el libro, porque lo muestra de una manera muy vívida: el año pasado vino Felipe González a dar una charla en Buenos Aires y, antes de escucharlo, los asistentes se juntaron en un vip. Era una convocatoria muy importante, desde jueces de la Corte, ministros, referentes de la oposición, gremialistas, empresarios. Eran unas setenta personas que representaban a la dirigencia, y era muy interesante verlos actuar en ese escenario: todos se conocen, todos se tratan con cordialidad, todos estaban más o menos de acuerdo con lo que sabían que les iba a decir Felipe González, porque ya vino a la Argentina varias veces, pero todos estaban convencidos de que era impracticable lo que les proponía. Lo que se ve, entonces, es que todos, con sus diferencias, entienden por dónde pasa la cuestión. Se trata de transformar eso en una realidad concreta, para que esos actores después puedan sostener eso mismo frente a sus representados.
–Pero parecería haber, en algunos sectores, cierto acostumbramiento a esta atmósfera de declinación, como si hablaran de un cambio que, en el fondo, prefieren que no se produzca porque están aclimatados a este ecosistema fallido…
–Por supuesto. Por eso digo que es fundamental ver qué entendemos por cambio. Porque todos dicen que esto no va más, pero ¿hay vocación real de cambiar? La crisis por declinación, como la que vive la Argentina, genera anticuerpos y acostumbramientos en los distintos actores, incluso en el ciudadano de a pie, para ir acomodándose. El otro día me preguntaba un académico inglés que vino a Buenos Aires cómo podíamos vivir con una inflación de 7 por ciento mensual. Y la verdad es que cuesta ver, desde afuera, cómo la gente se adapta y hasta lo vive con cierta normalidad. Eso tiene que ver con el acostumbramiento a la declinación. Y es algo que puede funcionar como disuasivo a la hora de asumir los costos y sacrificios que requiere un cambio de fondo. Por eso, la idea de cambio puede ser tramposa. Todos quieren cambiar, pero… Fijate lo que hoy te dicen muchos empresarios frente a la gestión de Massa: “La economía es un desastre, yo no puedo planificar nada, pero bueno, más o menos sé cómo es el mecanismo, cuál es el teléfono al que tengo que llamar”. Todos terminan, en algún punto, contribuyendo a ese acostumbramiento que genera un falso confort. Pero en el medio te queda el 40 por ciento de la sociedad afuera, y además el paso del tiempo, que no es inocuo. Cuanto más tiempo pasa, menos chance tenés de rectificar y de proponer un cambio que no sea por la vía de la crisis y el estallido.
–El libro termina con una pregunta mucho más sofisticada, pero que tal vez podría traducirse de este modo: ¿podrá la Argentina volver a ser? ¿Cuál es tu íntima respuesta después de haber hecho este fascinante viaje intelectual en la búsqueda de explicaciones?
–Yo creo que sí. Si vos me preguntaras qué diferencia hay entre el momento actual y el de hace cinco, diez o quince años, es una conciencia profunda de la situación fallida en la que está el país. Eso debería ser capitalizado de una manera virtuosa para encontrar una salida. Hay un consenso general sobre la profundidad del deterioro. Y ese es un punto de partida, sobre todo porque tenemos el potencial que mencionamos antes. Hay países mucho más limitados que han tenido una mejor performance. No hay razón para que la Argentina no pueda recorrer otra senda. Pero eso exige una mirada muy profunda sobre la complejidad y la dimensión de los desafíos. No es para abrumarse, sino para no simplificar. Y no ofrecer un camino corto. Creo que todavía tenemos una posibilidad.