Ismaíl Kadaré, el escritor que puso a Albania en el mapa
Los países del este, ubicados durante décadas del otro lado de la Cortina de Hierro, han ido desgranando en los últimos años autores como el húngaro Lászlo Krasznahorkai, el rumano Mircea Cărtărescu, la polaca Olga Tokarczuk o el reciente Booker Prize, el búlgaro Georgi Gospodinov. A pesar del transcurso del tiempo, en sus libros el fantasma de los regímenes comunistas sigue marcando el compás, por la propia memoria personal de juventud o las cicatrices culturales que se perpetúan. La mayoría de estos autores, sin embargo, no sintieron la necesidad de cortar amarras con sus países, como ocurría en el siglo XX, donde el yugoslavo Danilo Kis o el checo Milan Kundera –por citar solo dos– tuvieron que optar por un exilio irrevocable.
Lo excepcional de Ismaíl Kadaré (falleció el primer día de este mes, a los 88 años) es que pudo producir lo más importante de su obra dentro de las fronteras de su Albania natal, el país más pobre, tabicado y hermético de los tiempos soviéticos. Esa supervivencia creativa no se explica por una genuflexión ante los dogmas del realismo socialista –que tuvo que aprender como becario en Moscú–, sino por sus malabares de equilibrista literario. Kadaré nunca dejó de sufrir censuras burocráticas, pero, además, recibió la convocatoria de rigor del dictador nacional. Enver Hoxha –el paranoico líder que sembró el territorio de bunkers antiatómicos y gobernó el país balcánico durante 40 años– lo llamó alguna vez, como solía hacer Stalin con algunas de sus víctimas literarias, para sugerirle que hiciera a un lado el tono pesimista y se dedicara a exaltar los valores socialistas.
A Boris Pasternak la publicación de Doctor Zhivago en Italia –después de que se contrabandeara el manuscrito de manera rocambolesca– le valió el mutismo y también el rechazo obligado al Premio Nobel que le concedieron. A Kadaré, la fama temprana en el exterior le dio un respiro: al parecer a Hoxha lo halagaba la idea de tener un gran nombre circulando por el mundo como sinónimo de un idioma, el albanés, tan único y aislado. O tal vez le halagara la coincidencia geográfica de que los dos hubieran nacido en la misma ciudad: Gjirokastra.
La novela fundacional para el reconocimiento de Kadaré –que sería leído urbi et orbi, aunque no haya tenido muchos seguidores en la Argentina– fue El general del ejército muerto, que se publicó en 1963 (a sus 26 años) y fue traducida a más de una lengua a principios de los años setenta. El libro cuenta de un general italiano y de un sacerdote representado con empatía (algo herético para el férreo ateísmo estatal) que retornan a Albania para recuperar los cuerpos de los soldados enterrados ahí durante la Segunda Guerra Mundial. La seguidilla de narraciones –pronto saldrían en el extranjero Crónica de la ciudad de piedra y El gran invierno– serían una coraza protectora para el escritor, a pesar de las presiones internas que lo obligarían a adoptar diversas máscaras literarias, como las de la alegoría y la recreación de viejos mitos albaneses. Los tambores de la lluvia, uno de sus mejores libros, cuenta el asedio en el siglo XV de una ciudadela por el ejército turco. Hay una doble clave de lectura: por un lado, las condiciones opresivas del país bajo el régimen; por otra, la alusión al bloqueo que por entonces soportaba la propia Albania, después de cortar lazos con Moscú. No es difícil imaginar por cuál interpretación decantó Hoxha.
Más difícil de capear fue el posterior El palacio de los sueños (de 1981), que habla de un edificio donde se recopilan y analizan todos los sueños de los súbditos del Imperio otomano. La coartada kafkiana no alcanzaba para ocultar los evidentes ecos de 1984. La novela fue prohibida en Albania, aunque traspasó las fronteras.
Una vez muerto el patriarca comunista (en 1985) y viendo que nada cambiaba, Kadaré aprovechó en 1990 para recalar en París. La compleja Spiritus (1996), en que se mezclan los vivos y los muertos, es la obra más importante de esa etapa. Si la novela refleja añoranza, en la vida real el escritor pudo torcerle el brazo a ese malestar: tras un largo exilio, volvió a morir en Tirana, donde el pequeño departamento en que escribió tantos libros ya hacía tiempo se había convertido, recordatorio de su constancia, en un museo.