Imposturas. La tríada de poder que gobierna, a la luz de una obra de Sartre
En su obra de teatro más famosa, Jean-Paul Sartre coloca a tres personajes en el infierno. ¿Qué es el infierno? No hay fuego ni vapores de azufre: el infierno es un living donde Garcin, Inès y Estelle van a pasar la eternidad conversando. El castigo consiste en que cada uno, al observar al otro, derrumba la idea que tenía de sí mismo. Los seres humanos solemos tener, de nosotros mismos, una idea por completo divorciada de la realidad; y perder esa ilusión es tan pavoroso que Garcin, en cierto momento, pide a gritos las tenazas y los hierros candentes, un castigo mil veces preferible al que le infligen, con su sola mirada, sus compañeros de eternidad. De ahí la conclusión sombría de Sartre: el infierno son los demás.
"Todo indica que Alberto, igual que los personajes de Sartre, ignora quién es realmente"
Pensé en eso hace unos días, cuando Alberto Fernández sugirió que piensa buscar la reelección a presidente. ¿Cómo puede imaginar algo así alguien bajo cuyo mandato el país tiene una inflación del 51% anual, y que ostenta el récord histórico de personas que, aun trabajando, son pobres? ¿El responsable de haber rechazado, por motivos ideológicos, decenas de miles de vacunas de Pfizer que podrían haber salvado otras tantas vidas, y del vacunatorio VIP y la fiesta de Olivos? ¿El que impuso una cuarentena indiscriminada que llevó a la muerte de Magalí Morales, Luis Espinoza, Mauro Rubén Ledesma y tantos otros? ¿El que rindió pleitesía al presidente ruso, el criminal de guerra Vladimir Putin, ofreciéndole nuestro país como “puerta de entrada a Latinoamérica”, días antes de que invadiera a Ucrania? Pienso que sería un error atribuirlo al cinismo: todo indica que Alberto, igual que los personajes de Sartre, ignora quién es realmente.
No es el único: de hecho, la tríada de poder que forma con Sergio Massa y Cristina Kirchner se parece también a A puerta cerrada, la obra de Sartre, en el hecho de que los tres personajes se odian, se juzgan, se destruyen mutuamente, no pueden prescindir de los otros dos, y cada uno revela cruelmente lo que los otros son en realidad.
A ese infierno llegó, después de perder más del 20% de su caudal electoral desde su apogeo en 2011, Cristina Kirchner. Condenada a convivir con su crítico más salvaje y con quien la traicionó y enterró sus sueños de reelección eterna, conserva sus aires de emperatriz, pero a cada paso le recuerdan que, aunque conserva la capacidad para dañar, no puede ya conducir al país a su antojo. Podría decir, como la cruel Inès en A puerta cerrada: “Necesito el sufrimiento de otros para existir. Ser una antorcha en sus corazones. Cuando estoy sola, me apago. ¿Parezco la clase de persona que suelta? Voy a arder y sé que no habrá final”.
En la obra de Sartre también hay un personaje, la coqueta Estelle, que tiene en su conciencia el crimen más horrendo de todos, pero que también ha sabido ocultarlo mejor que nadie, quizá porque los principios morales le resultan abstractos y solo sabe decirle a cada uno lo que quiere escuchar. Como Massa.
Pero así como en A puerta cerrada el protagonista es Joseph Garcin, el hombre que soñaba con ser valiente, en la tragicomedia del presente argentino el personaje más interesante es Alberto Fernández.
A través de su carrera zigzagueante entre la derecha nacionalista, el alfonsinismo, el menemismo, el kirchnerismo, el massismo y de nuevo el kirchnerismo, entreverado con sus citas de Luis Alberto Spinetta o sus elogios a Litto Nebbia, asomando en alguna de sus clases de derecho en la UBA, uno puede distinguir los rasgos del hombre que Alberto cree ser: un campechano, un hombre sin espectacularidad, pero dotado de una luminosa sabiduría secreta, como el personaje que interpreta Imanol Arias en Tango feroz: el desengañado que, sin embargo, nunca claudicará en su esperanza de que los malhechores un día paguen y los desposeídos tengan su oportunidad sobre la Tierra.
"Este gobierno se parece a un infierno sartreano donde cada uno lucha, sin éxito, para preservar su imagen de sí mismo"
Así se relata su propia historia Alberto, según pasan los años: en los 90, mientras defiende las privatizaciones de Menem, cree saber en su fuero íntimo que nunca traicionó a Bob Dylan; a comienzos de los 2000, mientras rosquea entre Duhalde y Néstor Kirchner, se toma algún rato para rasguear “Solo se trata de vivir”, y cree que lo segundo, no lo primero, es lo que lo define; en 2019, mientras acepta ser ungido candidato por la misma Cristina a la que acusó de encubrir a los perpetradores del atentado a la AMIA, ¿qué se cuenta a sí mismo? ¿Que esa concesión al barro de la política le permitirá realizar cosas encomiables? ¿Que él, a quien el kirchnerismo cree un mero instrumento, sorprenderá a todos? ¿No piensa nada y deja para más adelante, como los personajes de Sartre, la que cree que será su vida auténtica? Poco importa porque, igual que en la obra, la propia Cristina se encarga, con sus humillaciones cotidianas, de recordarle quién es realmente, así como Alberto se encarga, con su propia ineptitud, de recordarle que ella no ha construido nada durable, mientras Massa, con su sola presencia, les recuerda a los dos que carecen de principios.
Por eso este gobierno se parece a un infierno sartreano donde cada uno lucha, sin éxito, para preservar su imagen de sí mismo. Alberto, casi con desesperación, le grita a un diputado: “Vos sabés que yo no miento.” La cruel Inès se le acerca por detrás y le susurra palabras que queman: “Durante treinta años soñaste que eras valiente. Te perdonabas mil pequeñas debilidades, porque a los héroes se les permite todo. ¡Qué cómodo era! Pero en la hora del peligro, te tomaste el tren. Escúchame, yo sola soy la multitud: cobarde… cobarde… cobarde”.
Sartre acuñó, en su filosofía de la existencia, el concepto de “mala fe”. De mala fe es todo lo que hacemos invocando la necesidad del momento, escudándonos en un pretendido realismo, buscando ignorar que somos fatalmente libres y que cada acto –no la historia que elegimos contarmos sobre nosotros mismos– nos define para siempre. ¿Pero cómo puede hacerse cargo de sus actos alguien incapaz de distinguir entre mentira y realidad? Hay un momento, en un documental de 2019, que captura este divorcio radical entre los actos de Alberto y su relato de sí mismo: es cuando cuenta cómo Cristina lo convocó en su oficina y lo hizo candidato a presidente. Alberto, recreando la escena, imita a Cristina en sus ademanes señoriales; hasta ahí le creemos y hasta somos sus cómplices. Pero de golpe suelta una mentira descomunal, una de esas enormidades que el mismo Alberto no puede ignorar que están desmentidas por mil archivos en el momento de pronunciarse. Dice que le dijo a Cristina: “Yo he trabajado todo este tiempo para que vos seas candidata”.
¿Perdón? ¿El mismo Alberto que dijo que el peronismo “solo fue patético con Cristina”? ¿El que afirmó que Cristina dictó leyes solo para lograr impunidad por sus delitos? ¿El que escribió: “Cristina sabe que ha mentido y que el memorando firmado con Irán solo buscó encubrir a los acusados”? Que ese mismo Alberto Fernández sostenga, sin parpadear, que trabajó para que Cristina fuera candidata, no puede ser mero cinismo; prefiero ver ahí uno de esos esfuerzos patológicos para defenderse de la realidad que fascinaban a Sartre.
Cuenta en ese empeño, sin embargo, con una ayuda que Sartre no previó: la de millones de argentinos que –porque viven de las prebendas del gobierno que miente sin cesar– tienen interés en sostener sus mentiras. Es una manera de verlo. La otra es que todo el país ahora es un escenario teatral donde Massa, Cristina y Alberto viven vidas dobles: una imaginaria, donde son, respectivamente, un hábil gestor de la realpolitik, una estadista majestuosa y un idealista medio hippie, y otra, la real, donde son, para decirlo con suavidad, figuras mucho más tristes. El veredicto definitivo llegará en 2023. Como dice Garcin al final de A puerta cerrada: “Y bien, continuemos”.
Escritor y editor