Hugo Alconada Mon: “Sarmiento hoy se largaría a llorar, pero se alegraría de que sobreviva la educación pública”
El periodista y escritor habla de su primera novela, La ciudad de las ranas, y analiza algunos rasgos de la Generación del 80; cómo juzgarían a la Argentina actual aquellos hombres que soñaron el país
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La ciudad de las ranas es un viaje en varias direcciones. Es, en principio, el viaje de un gran periodista de investigación (apegado a los documentos y a los hechos) al territorio mágico de la ficción. Es también el viaje de un hombre sensible y curioso a las profundidades y misterios de su propio terruño. Es el viaje a una época y a una generación que soñó la Argentina con ambición, con talento y con coraje, pero que no fue inmaculada ni perfecta. Es un viaje por la historia, la política, la cultura y los sueños de una ciudad y de un país que fueron más de lo que son.
La ciudad de las ranas es la primera novela de Hugo Alconada Mon. Consagrado como periodista de investigación, Hugo no necesita presentación ante los lectores de LA NACION. Ha sido autor de resonantes y rigurosas investigaciones periodísticas; ha buceado en los sótanos del poder y ha seguido, con implacable meticulosidad, complejas tramas locales e internacionales de corrupción. Es autor de varios libros periodísticos, tanto de investigación como de entrevistas. Pero con el mismo espíritu y el mismo valor que se necesitan para ejercer el periodismo de investigación, Hugo se ha animado a explorar otro mundo, el de la ficción y la novela de aventuras. Para eso se sumergió en la historia de La Plata, la ciudad en la que nació, en la que se formó y en la que forjó una hermosa familia. La misma ciudad en la que dio sus primeros pasos como periodista, y a la que está indisolublemente unido por lazos familiares que se remontan a sus antepasados hasta llegar a sus padres, Ana e Isidoro.
"La Generación del 80, con sus luces y sus sombras, alumbró la ley 1420 que educó a todo un país y terminó convirtiendo a la Argentina en la nación más educada de América Latina"
La ciudad de las ranas (en alusión a sus bañados y su fauna) fue la forma despectiva en la que Julio Argentino Roca se refirió a La Plata cuando su diseño urbano recién empezaba a perfilarse. Esa ironía filosa expresaba, de algún modo, sus tensiones y rispideces con Dardo Rocha, el gobernador bonaerense que fundó la capital de la provincia y quiso pero nunca pudo sucederlo.
De esos hombres y de ese tiempo habla Hugo Alconada Mon en esta entrevista. Pero también habla del presente a la luz de aquella historia.
–¿Cómo fue el salto de un periodista de investigación, apegado a la rigurosidad de los datos, “esclavo” de las pruebas y de los documentos, al mundo de la imaginación, la novela y la ficción?
–Fue una cuestión de necesidad y de ilusión. Este libro comenzó a gestarse cuando yo trabajaba en el diario El Día, hace ya más de veinte años. ¿Por qué? Porque soy nacido y criado en La Plata, donde vivo. Pero los dos años y medio que pasé en el diario El Día me aportaron una información valiosa; fue el tiempo en el que más conocí la ciudad de La Plata, porque el mismo trabajo te lleva a conocer a personas distintas, historiadores, lugares que de otro modo no conocerías. Y me quedó la idea de que ahí había algo mucho más atractivo de lo que usualmente sabemos. Entonces desde aquel tiempo fui leyendo, pero lo hacía de manera salpicada. En los últimos años empecé a meterle velocidad y ritmo, y la primera idea fue escribir una historia pequeña de la ciudad de La Plata en el período fundacional. Y empecé a trabajar como cuando hago mi trabajo de no ficción: una línea cronológica, un documento madre con toda la información, un listado de fuentes y de citas. Lo tengo armado. Pero, a medida que lo iba escribiendo, empecé a preguntarme cómo abordar ciertos temas históricos y a ver que me faltaban piezas del rompecabezas. Consulté a muchas fuentes, hablé con el presidente de la Academia Nacional de la Historia y busqué datos por todos lados. Pero había momentos en los cuales las piezas no encastraban. Y ahí empecé a jugar con la imaginación. A medida que iba completando el rompecabezas, me fui embalando, cubriendo los huecos. En un momento la ficción se superpuso sobre la historia real. Y entonces me empecé a divertir, y la pasé genial. Fue en medio de la pandemia, cuando estábamos encerrados, y esta era una manera, si querés, hasta de volar. Hay muchos personajes de la novela que son reales, pero hay otros que son totalmente inventados.
"La Plata era la ciudad que encarnaba el ideal de progreso, de iluminismo, de racionalismo de una generación que quería impulsar el desarrollo de una nación"
–¿Cómo lidiaste con tu trabajo cotidiano de periodista de investigación y esta otra “vida” como novelista?
–Son dos mundos distintos. Por supuesto que utilicé muchas técnicas de investigación para reconstruir aquella época. Pero hay una diferencia insoslayable: en periodismo, solo se publica lo que está verificado y es de interés público. Punto. Y así es como algunas investigaciones toman años. Pero como escritor, pude jugar, seguir los senderos que sentí más atractivos, sin limitantes. Es un océano de diferencia.
–En la trama parece haber dos ejes paralelos, el de una historia de amor y de aventuras, y el de la historia política. En la historia política, ¿cuánto hay de ficción y cuánto de realidad pura?
–Ahí no hay nada de ficción. Todo lo que sostengo sobre Roca, Rocha, la Generación del 80, Wilde, Sarmiento, los documentos históricos, las citas, todo eso es real. Cuando en un momento recreo un diálogo entre Roca y Rocha, me apoyo en las cartas que mutuamente se enviaban. Con lo cual ni siquiera es que estoy poniendo en la boca de Roca, algo que Roca jamás dijo. Lo dijo y lo escribió. Lo que yo hago es que se digan cara a cara lo que en un momento se habían escrito.
–En este libro conviven, entonces, un libro de historia con uno de ficción…
–Exacto. La compra de periodistas, por ejemplo, es real. Rocha contrata a un medio que se llamaba El Mosquito durante dos años. Eso está escrito en un libro de historia. La masacre de San Ponciano es real y la batalla de Ringuelet es real. Incluso hay frases, por ejemplo, en una carta que la muchacha de la novela le envía a Iñigo, uno de los protagonistas, que están extraídas de una carta real de Guillermina de Oliveira Cézar a otra persona. Entonces me apoyo mucho en lo real y después vuelo. Pero la quema de los templos masónicos en la ciudad de La Plata es real, las pujas entre masones y católicos son reales, lo mismo que entre criollos e inmigrantes. Es real el caso de un italiano al que intentaron secuestrar para que no pudiera competir en las elecciones. La historia es muy rica y, al mismo tiempo, sin pretender compararme, nos podemos permitir jugar como hacen Félix Luna en Soy Roca, o Tomás Eloy Martínez en La novela de Perón y Santa Evita, donde uno se pregunta ¿esto es real o no? Te dejo con la duda…
–Para escribir este libro vos hiciste un viaje al pasado, a los finales del siglo XIX. ¿Cómo se ve la Argentina de hoy desde aquel paisaje histórico?
–Creo que, al vernos, la Generación del 80 se agarraría los dedos con la puerta, pero al mismo tiempo dirían “esto era lo que nosotros esperábamos”. ¿Por qué te digo esto? Por un lado, creo que se frustrarían porque ellos soñaron otro país. Con sus luces y sus sombras. Ellos soñaron un país que, por un lado, alumbró la ley 1420, pero por otro lado le decían a todo un pueblo “ustedes juegan hasta acá; nosotros somos lo que lideramos, nosotros somos los que mandamos”. Entonces, yo creo que vivirían algunos aspectos con frustración, diciendo ‘cómo pudieron dejar que este país se desgastara y declinara tanto’, pero al mismo tiempo que dirían: ‘Era previsible’. Era previsible porque incluso ellos, al alumbrar la ley 1420, por un lado, quieren educar al pueblo, pero a la vez vislumbran que si vos educás y fomentás el desarrollo, todas esas personas en algún momento dirán “momentito”, “yo ya quiero tener voz y voto”. Entonces eso explica en parte por qué algunos sectores de aquel grupo, aquella generación, después terminaron en la Liga Patriótica. Ellos se consideraban la sal, lo cualitativo, y sabían que iban a ser superados por lo cuantitativo. Entonces, Rocha, por ejemplo, hubiera dicho “esto era previsible, por eso nosotros queríamos promover la Liga Patriótica”. Ahora, sobre la ciudad en sí, ya no sobre la Argentina sino sobre la ciudad de La Plata, yo creo que nos agarran a patadas a todos. Es triste ver cómo hemos ido demoliendo o devorando el patrimonio urbano de esta ciudad, desde edificios hermosísimos que hemos dejado caer hasta que nos la pasamos asfaltando adoquines históricos. Alguien puede decir que eso es menor, pero es sintomático de un pueblo que no tiene memoria.
–Está claro que te ha atraído la historia de La Plata porque tiene que ver con tus raíces, y tal vez por esa sensibilidad que nos inspira nuestro propio terruño, ¿pero también ves que el destino de La Plata expresa, de algún modo, una metáfora de la Argentina?
–Sí, es la metáfora de un país, reflejada en una ciudad que quiso ser, que pudo ser y que no logró ser. Que puede recuperar su destino, pero que al mismo tiempo lo boicotea. Insisto: esta generación, con sus luces y sus sombras, alumbró la ley 1420 que educó a todo un país y terminó convirtiendo a la Argentina en la nación más educada de América Latina.
–Y La Plata fue un símbolo de esa Argentina: “La Atenas de América”, la llamó el escritor Pedro Henríquez Ureña…
–La Plata era la ciudad que encarnaba el ideal de progreso, de iluminismo, de racionalismo de toda una generación que quería impulsar el desarrollo de una nación, con sus luces y sus sombras, con cosas con las que estoy de acuerdo y otras con las que no, pero que tenían claro que había que darle para adelante. Tenían, por supuesto, sus pujas de poder, sus diferencias, por ejemplo, con la Iglesia, y por eso tenían los encontronazos que tenían por el control del Registro Civil, del cementerio, de la educación… Pero que al mismo tiempo decían “vamos para allá”. Después se mataban entre ellos, porque se mataban: se espiaron, muchos eran corruptos, hacían negocios…
–En la novela vos hacés una pintura de esa clase dirigente, atravesada por los peores vicios de la política y por graves tensiones en la convivencia, marcada por la desconfianza, las zancadillas, el espionaje... Para citar uno de tus libros anteriores, ¿viste ahí “la raíz” de algo que después se ha ido exacerbando en la dirigencia política argentina?
–En algunos aspectos sí ¿Por qué te digo esto? El libro también fue para mí una forma de explorar una generación que conocía poco. Y al conocerlos en sus mejores aspectos, pero también en sus miserias, terminé queriéndolos más. A mí no me gustan los superhéroes que parecen impolutos y todopoderosos. No me gusta Superman, me gusta el Chapulín Colorado, que es cobarde, que se asusta, pero que, aun así, va para adelante. Superman es de piedra, ¿cómo va a tener miedo? Al mismo tiempo, tendemos siempre a olvidar algunos aspectos incómodos y recordar lo mejor. Es cierto y es bueno, pero no nos impide reconocer que la Generación del 80 tuvo grandes logros, pero también tuvo sus miserias. Eran picantes, eran agresivos y se intentaron boicotear, se espiaron y algunos eran corruptos... Pero lo bueno es que, aun así, lograron impulsar algunas de las mejores medidas de este país. A su vez, también tuvieron sus dobleces, generaron la crisis de 1890. Hay un libro de Julián Martel que se llama La Bolsa, que es extraordinario, y demuestra la timba financiera en la cual habían caído. Es decir, funcionarios que sacaban créditos a sola firma de los bancos públicos, no los pagaban, se daban vuelta e invertían ese dinero en la bolsa, ganaban fortunas y ¡viva la Pepa! Y sí, hay algunas vetas de aquellos años que continuamos: en las luces, porque todavía hoy me da la sensación de que cosechamos algunos de los frutos tardíos de aquella educación pública que lograron impulsar en ese tiempo. Vos y yo somos egresados de la universidad pública, y eso es un mérito de aquella generación. No tuvimos que pagar para que nos educaran. Y en las sombras, también hoy hay mucho de aquel pasado. Hay reminiscencias de aquella puja entre Roca y Rocha, que yo me reía: parecían Menem y Duhalde. Y después hay comentarios sobre corrupción, que vos decís: “No cambiamos mucho”.
–Quizá la diferencia esté en las proporciones. Luces y sombras encontraremos en cualquier individualidad y en cualquier período histórico que analicemos, pero la cuestión radica en cuánto de luces y cuánto de sombras…
–Y también el grado de sofisticación… Vos ves, por ejemplo, a Ataliva Roca, uno de los hermanos de Julio Roca, y decís “no podía ser tan salvaje”… Hoy ves algunos que son más sofisticados, y otros que son igual de groseros…
–En la fundación de La Plata, donde tuvo tanta preeminencia la obra pública, ¿hubo un Lázaro Báez?
–Hubo varios. Y hay un enorme signo de pregunta, que lo planteo con el mayor de los respetos y espero que los descendientes de Rocha no me quieran ahorcar en una plaza pública: Dardo Rocha tenía una casa bonita, un solar en la calle Lavalle al 800 de la ciudad de Buenos Aires; era un solar de los tiempos de la colonia, en el que habían vivido sus padres, sus abuelos… una casa típica, con una sola planta, con ventanas piso- techo, puerta, nada más. Tengo la foto. Pero se viene a vivir a La Plata y los amigos le hacen (también en Buenos Aires) un palacete rococó de dos plantas, que adentro tenía de todo, con un mensaje escrito en piedra en la puerta que decía: “A Rocha, sus amigos”. Y lo que no pude reconstruir es si “los amigos” eran los constructores de la ciudad de La Plata. Si fuera así, sería el actual delito de dádivas. No lo escribí porque no hay pruebas. Es una pregunta que no pude responder. Y mirá que busqué: averigüé en el Registro de la Propiedad Inmueble, consulté a historiadores, a la Academia Nacional de la Historia. Fui y volví, fui y volví…La casa la demolieron. José Claudio Escribano llegó a entrar, habló con las hijas de Rocha y me cuenta que era extraordinaria: adentro había cuadros de Rubens, vajilla visigoda…
–Lo que también parece una constante histórica, y lo vemos en estos días, es la pelea entre porteños y bonaerenses. ¿Identificás ahí una raíz de los desencuentros argentinos?
–Sí, y también muestra otra de las aristas por las cuales La Plata no llegó a ser la que pudo ser. El plan original de Rocha era, primero construir la ciudad, que fuera el gran ejemplo de lo que él podía hacer. Su ilusión era ganar la presidencia, apoyado en esta ciudad como trampolín, y ya como presidente, convertir a La Plata en la capital federal y que la Ciudad de Buenos Aires volviera a ser la capital de la provincia de Buenos Aires. Él era porteño. Él había sido discípulo de Carlos Tejedor. Y Fray Mocho, al morir, lo define como el último porteño. Él lo que quería era decir “gano, devuelvo la ciudad de Buenos Aires a su legítimo dueño y la ciudad de La Plata, como ha sido Brasilia en Brasil, o Washington en Estados Unidos, es la capital federal: no es de nadie y es de todos. No tiene antecedentes históricos por los cuales alguien la reclame…”. Y Roca, en esa puja entre porteños y el interior, dice: “si esto ocurre, y ocurre demasiado rápido, vamos a tener otra vez estun gran desbalance entre porteños e interior y habremos combatido contra Carlos Tejedor en 1880 para nada; nos habremos desangrado para nada”. Y ese es uno de los motivos por los cuales le pisa las ilusiones a Rocha y alienta las ilusiones de (Miguel) Juárez Celman, que además de ser su concuñado, es cordobés. Y después se mezclan otras cosas, como una que les pasa a muchos presidentes: recién se están sentando en el sillón de Rivadavia y sienten que ya les están respirando en la nuca. Eso siente con Rocha. Por eso Roca se enoja y escribe una carta en la que dice: “Ni se acomodó allá como gobernador y ya me está queriendo sacar el lugar”.
–Y así nace la maldición de Dardo Rocha, que ha perseguido a todos los gobernadores de la provincia de Buenos Aires que han intentado llegar a la presidencia: ninguno pudo hacerlo a través de elecciones.
–Ahí tenés dos partes, la que es mito y la que es realidad. La realidad es que ninguno lo logró. Y al mismo tiempo, es comprensible que las otras provincias vean a Buenos Aires como un gigante, como una amenaza. Eso explica discusiones que tenemos hoy, por ejemplo, sobre la coparticipación federal o sobre si debemos o no volver al colegio electoral. Son distintas aristas de la misma inquietud.
–Íñigo, uno de los protagonistas centrales de la novela, se encarga de escribirles a otros inmigrantes las cartas a sus familias. En un momento dice: “Algunas cartas eran más largas que otras. Pero todas hablaban de sueños, de esperanzas... de trabajo duro, de gastar poco y ahorrar lo posible. De ilusiones de tener una casa propia… De un futuro mejor”. Si hiciéramos el ejercicio de imaginar las cartas que escribirían hoy los jóvenes de esta Argentina, ¿tendrían esa carga de entusiasmo y de ilusión por el futuro?
–Diría que, si hoy fueran escritas en la ciudad de La Plata, tendrían un tono agridulce. Quizás en otros lugares de la propia Argentina, expresarían mayor esperanza, porque hay lugares luminosos de la Argentina. Hay lugares donde todavía hoy existe la sensación del progreso, la sensación de “tenemos destino”, “tenemos futuro”. Este país tiene lugares increíbles, hermosos, donde la gente labura y progresa… Todo eso es muy bueno. Incluso aquí, ¿por qué yo digo agridulce? Porque creo que Iñigo podría estar escuchando a aquellos que tienen la ilusión de poder educarse, de poder ir a la universidad, de poder ir al Colegio Nacional… Pero creo que también tendrías a un Iñigo escribiendo, por ejemplo, sobre la inseguridad, aunque también eso ocurría en aquel momento: los inmigrantes, por temor a que les robaran o los golpearan, se juntaban e iban en grupos por las zonas oscuras hacia Tolosa para comprar alimentos. Entonces, creo que las cartas de Iñigo en la actualidad serían similares a las que escribió en la segunda fase de la novela; la fase en la cual los inmigrantes iban conociendo también las aristas más grises y la decepción.
–Iñigo también representa un perfil que parece muy desdibujado en la Argentina actual: el de la educación de calidad asociada a las clases más vulnerables. Es un inmigrante pobre que escucha a Verdi y lee Los Miserables, que es capaz de recitar de memoria a grandes poetas y que disfruta la ópera…
–Yo también ahí prefiero los matices, porque creo que hay muchos que quieren progresar, que quieren avanzar y mejorar. Es la pobreza aspiracional. En estos días leímos en el diario una historia extraordinaria, la del muchacho que está entre los diez mejores estudiantes del mundo. Es para emocionarse. Un pibe que le mete garra, garra y garra; su padre es obrero de la construcción, una de sus hermanas está estudiando ingeniería y él está estudiando tres carreras. Eso te muestra lo bueno. Ahora, la de nuestros abuelos y bisabuelos era una generación que, aun cuando vinieran con lo puesto, podían construir un futuro. Mi bisabuelo Mon vino a los 16 y durmió sobre la barra de una pulpería, en Pehuajó. No volvió nunca más a España. Acá llegó a ser peluquero y, deslomándose, pudo tener un par de casas en Pehuajó y mandar a sus hijos a estudiar. Mi abuelo fue ingeniero, y el día que se recibió, el padre le cortó los víveres, diciéndole “ya llegaste mucho más lejos de lo que jamás he llegado yo”. Era esta cultura aspiracional, esto de decir “vamos pa’lante”. Por eso yo pongo mucho énfasis en el Teatro Princesa de La Plata porque el Teatro Princesa encarnó, justamente, el espíritu de “juntos podemos”. La idea de que, si unimos las fuerzas, vamos a llegar más lejos. Y si unimos las fuerzas podemos construir algo que nos va a trascender a nosotros. El Princesa representó eso: fue un teatro, después un cine, un espacio donde iban personas a cantar y donde se daban clases magistrales. Edmundo de Amicis dio una conferencia y fue elegido uno de los padrinos de Unione e Fratellanza.
–Pero uno pasa hoy por la puerta del Teatro Princesa y lo ve convertido en una ruina que no podemos ni siquiera mantener en pie. Entonces ahí parece haber también una metáfora de la impotencia argentina…
–Sí, lo que ves son arrestos y esfuerzos individuales, algunos que, por distintas circunstancias, han fracasado. Hubo proyectos privados muy interesantes, que por cosas del destino quedaron en suspenso. Pero de parte del Estado solo hay declaraciones formales. Mientras tanto, el patrimonio se está cayendo a pedazos.
–Vos subrayás y describís en el libro el rol de la masonería en la fundación y el diseño de La Plata. Para muchos que no conocemos ese universo, la masonería suena como algo misterioso y hermético. ¿Qué descubriste de ese mundo?
–Para mí también era un gran misterio. Fue un viaje de exploración y descubrimiento. Y fue muy interesante. La Plata es una ciudad masónica, desde su diseño hasta infinidad de edificios. Esta ciudad no se explica sin la masonería. Rocha era masón, (Pedro) Benoit (el que planificó la ciudad) era masón, 29 de los 36 miembros del Departamento de Ingenieros eran masones. Los otros siete, no es que no lo hayan sido, sino que no lo pude confirmar, con lo cual puede que el número sea incluso mayor. También había sacerdotes masones, porque la masonería no es una antítesis de la Iglesia. Es una forma de impulsar lo que hablábamos antes, el iluminismo, las ideas liberales, ese tipo de cuestiones. Y como en cualquier otro grupo humano, hubo facciones, pujas de poder. Y así como tenías la masonería especulativa y la operativa, había también distintas logias masónicas que eran la del laburante, la del italiano, la del inmigrante francés, y después tenés otras más de clase media alta, donde estaba Benoit, que no se cruzaban entre ellas. Incluso hubo peleas de egos, por ejemplo, por ver quién concretaba la primera logia en la ciudad.
–¿Y creés que en La Plata sobrevive algo de ese espíritu de la masonería?
–Creo que mucho del legado tiene que ver con eso, incluso en la universidad. La ciudad se llama La Plata por un masón, Hernández. Hernández fue, junto con otros, uno de los que impulsó la Universidad Nacional de La Plata, casa que tenía una enorme carga masónica que a su vez tenía esa impronta: adscriben a la idea del racionalismo, de impulsar el debate de ideas. Ahora tenemos algunas facultades que no promueven eso y, por el contrario, persiguen al disidente. Recordemos que el rectorado, en la esquina de 7 y 47, tiene un árbol y al lado tiene un pequeño monolito de los masones. Está puesto ahí.
–Para un platense, la novela es un viaje fascinante, porque nos lleva a nuestras raíces y nos descubre secretos de nuestro propio terruño. ¿Por qué sería interesante para alguien que no es de La Plata y que no necesariamente está familiarizado con esta historia?
–Primero, porque es una novela de aventuras y se puede leer así. Segundo, porque es una novela histórica y también se puede leer así. Tercero, porque es un viaje al pasado para conocer a aquella generación, una generación muy especial, la de Roca, la de Rocha, la de Sarmiento, la de Wilde… ¿Por qué podría interesarle a un mendocino, por ejemplo? Porque mucho de lo que contamos en este libro explica decisiones y políticas públicas que tuvo este país y que perduran hasta hoy, o cuyos resabios continúan. Porque este libro, además, te cuenta, por ejemplo, cómo y por qué nació el radicalismo, qué vacío intentó llenar. Te muestra por qué hubo una revolución en 1890 y otra en 1893. Cómo, a su vez, esto llevó a la ley Sáenz Peña. Cómo llegamos, en definitiva, a la posibilidad de que todos elijamos a través del voto secreto. Entonces hay distintas aristas de lo que fue un período clave para entender la Argentina.
–Volvamos a esa idea del juicio que haría la generación del 80 sobre el país de hoy. ¿Cómo nos vería aquella dirigencia que pensó y proyectó la Argentina a futuro?
–Vamos con uno, Sarmiento. ¿Qué te diría? Se alegraría de que sobreviva la educación pública. Estaría contento de ver que incluso algunos presidentes son fruto de la educación pública, que hemos tenido premios Nobel… Pero me imagino que, si entrara a algunas escuelas públicas, cascarrabias como era, probablemente insultaría a unos cuantos. Y creo que se largaría a llorar, porque era un hombre muy sanguíneo. De Roca, ¿qué me imagino? Creo que se preguntaría cómo es posible que hayamos permitido que la Argentina sea un país tan Buenos Aires-céntrico, e incluso hasta nos objetaría la eliminación del colegio electoral. Nos diría: “Muchachos, de este modo, lo que generan es un gran desbalance, en el que algunos municipios de la provincia de Buenos Aires pesan más que provincias enteras. Nosotros nos desangramos para evitar justamente eso y buscar un equilibrio distinto de poder”. Yo creo que Pellegrini, después de haber capeado la crisis de 1890 y la implosión del Banco Nacional, nos diría: “Muchachos, yo me rompí el alma, casi me muero de un infarto, y ustedes siguen chocando la calesita económica cada seis años…”. Entonces creo que por ese lado se sentirían frustrados. Pero al mismo tiempo creo que se sentirían orgullosos, no todos, pero muchos estarían orgullosos, por ejemplo, de la educación que han logrado y lo que todavía hoy representa esa educación que ellos impulsaron a un costo muy alto, porque la ley 1420 no fue gratuita. Creo, por otro lado, que a muchos de ellos no les agradarían algunas de las derivaciones del voto universal, y es ahí donde yo tengo las mayores diferencias. Creo que ellos hubieran preferido mantener el régimen oligárquico conservador, con esa idea de “el pueblo llega hasta acá”. De hecho, la ley 4144 que aprobaron en 1902 para poder echar a los anarquistas del país sin intervención del juez, la cotejás con la Constitución y decís “esto no pega ni con Plasticola”. Pero, en definitiva, creo que esa generación, si viera el país de hoy, como mínimo se tomaría algo para el dolor de cabeza.
–En el libro rescatás algunos hechos históricos que hoy podrían parecer pintorescos, y encuadrarse como pequeñeces, pero que tal vez hablen de los orígenes de algunas distorsiones profundas en la concepción de los asuntos públicos. Uno de ellos es la foto oficial de la fundación de La Plata: aunque Roca y Sarmiento no habían ido al acto de colocación de la Piedra Fundamental, Rocha ordena que se los incluya en la imagen a través de una especie de photoshop de la época. Parece un antecedente de las manipulaciones que vemos hoy para adulterar la realidad e imponer un relato “a medida” de las conveniencias del poder. A la vez, Rocha decide fundar la ciudad un 19 de noviembre, porque era el día del cumpleaños de su hijo. Y la otra fecha que había contemplado coincidía con el cumpleaños de su mujer. ¿Ves en esos hechos un síntoma de algo que después se incorporó a la cultura política argentina?
–Veo la confusión entre lo público y lo privado, entre los planes personales y el camino institucional. Algunos lo confundieron en aquel momento y otros lo confunden ahora. Es una confusión que influye en el manejo de los fondos públicos y en el manejo de la información pública como si fuera información privada. O la confusión que había, y todavía hay, de aquellos que son funcionarios y deben considerarse servidores públicos, pero que en realidad se creen emperadores. Todas esas confusiones ya estaban en aquel momento. Vemos cómo se usaban fondos públicos de un modo por lo menos cuestionable, si no delictual. Por ejemplo, para la compra de periodistas, o el desvío de fondos del Banco Provincia para el financiamiento de la campaña de Dardo Rocha. Lo mismo hacía Juárez Celman, porque no es que uno fuera Heidi y el otro el Lobo Feroz. Lo mismo vemos ahora. De hecho, algunas de las investigaciones que están en curso, tanto sobre el kirchnerismo como sobre el macrismo, son por financiamiento electoral, por la confusión que hay entre lo público y lo privado.
–¿No hay un riesgo de caer en la idea de que siempre ha sido igual y de que todo es lo mismo? Por eso yo te preguntaba por los porcentajes o las proporciones de las luces y las sombras. Porque alguna interpretación puede ser funcional a las intenciones de igualar todo…
–No, no… Por eso, yo marco lo de los matices. Creo que en aquellos tiempos hubo gente muy oscura. Yo prefiero mil veces interactuar con la policía hoy, que interactuar con aquella policía de Ramón Falcón. Hoy puedo invocar algunos derechos, tengo algunas garantías constitucionales. No todas, y a determinada hora de la noche, menos. Pero digamos, yo hoy puedo interponer un habeas corpus. En aquel momento, nada. Esas son algunas aristas complicadas de aquella época. Hoy también tenés, desde luego, grandes sombras, pero creo que también tenés elementos virtuosos. Lo que ha hecho, por ejemplo, Esteban Bullrich en los últimos tiempos ha sido luminoso. Podés estar de acuerdo o no con sus ideas, pudiste haberlo votado o no en las elecciones de 2017, pero desde que afrontó su enfermedad, mostró lo mejor. Nos mostró un camino, nos mostró una concordia, nos mostró armonía. Y nos mostró paz.
–Supongo que también ha sido una experiencia interesante situarte en una época en la que el tiempo corría de otra manera, los olores eran otros, el lenguaje era distinto…
–¿Sabés lo que he hecho? Buscar las fechas de determinados acontecimientos e ir a los lugares en esa fecha, en horarios en los que había poca gente, e imaginar el momento…Yo hablo en el libro de la batalla de Ringuelet, que fue un 8 de agosto. Cada 8 de agosto yo me iba al lugar donde se produjo. Lo he visto con lluvia, con sol, con niebla, con viento… Y me quedaba a escuchar, a oler, a caminar…Todo eso fue enriquecedor. Para comprender mejor tenés que estudiar hasta el miriñaque y la ropa de la época, las costumbres y, por supuesto, las ideas y las corrientes intelectuales dominantes.
–Si tuvieras que resumirlo en un concepto, ¿qué aprendiste al escribir este libro?
–Fue un viaje de descubrimiento. Fue un viaje que me permitió conocer más sobre nuestros orígenes como país, sobre los orígenes incluso de mi familia. Porque, aunque no los cito, me los crucé. Me permitió entender mucho de lo que ellos vivieron. Entonces, ante recuerdos sueltos que yo tengo de mi bisabuelo, de mi abuelo, puedo decir: “Ahora te entiendo”. En momentos, incluso, me emocioné pensando en ellos.
PERIODISTA Y ESCRITOR
PERFIL: Hugo Alconada Mon
■ Hugo Alconada Mon es abogado, periodista y escritor. Entre 2005 y 2009 fue corresponsal de LA NACION en Estados Unidos.
■ Es prosecretario de Redacción de LA NACION, donde publica con regularidad sus artículos, investigaciones, entrevistas y coberturas especiales, como las que realizó este año en Malvinas, al cumplirse los 40 años de la guerra.
■ En la actualidad es columnista de The Washington Post en español, maestro de la Fundación Gabo y miembro de la Academia Nacional de Periodismo.
■ Ganador de múltiples premios nacionales e internacionales, participó de los Wikileaks, los Panamá Papers y los Uber Files, entre otras investigaciones globales.
■ Es autor de siete libros, entre ellos Los secretos de la valija; Las coimas del gigante alemán; La Raíz (de todos los males) y Pausa, todos publicados por Planeta.