Historia de un desencuentro: peronismo y tributación progresista
La reforma del régimen fiscal nunca fue una opción de la política redistributiva del justicialismo; eligió en cambio, como ahora Massa, cubrir el déficit con emisión monetaria y otros recursos
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En su ardua marcha hacia las elecciones del 22 de octubre, el gobierno de Massa-Fernández-Kirchner ha dañado severamente el ideal y la práctica de la fiscalidad racional y progresista. Hace pocos días, el Senado convirtió en ley la eliminación de lo que en todas partes se conoce como impuesto a la renta personal o impuesto a los ingresos (nuestro “impuesto a las ganancias”) para casi todos los asalariados salvo para un puñado de contribuyentes de ingresos muy elevados. De este modo, la Argentina se aleja del sendero que, en materia tributaria, transitan desde comienzos del siglo XX los países más desarrollados y más animados por el espíritu igualitario.
A cambio de la renuncia al mejor impuesto que tenemos –el que grava a las personas en proporción directa a su capacidad contributiva, el menos nocivo para la actividad productiva–, veremos crecer la carga fiscal sobre los sectores más desaventajados por la vía siempre opaca e insidiosa del impuesto inflacionario. Si todo sale bien, imaginan en el círculo gobernante, pronto llegará el momento de reparar ese daño colateral. Al fin y al cabo, algo más de pobreza o de inflación resultan perjuicios insignificantes al lado de la humillación que supone la posibilidad muy cierta de perder la elección presidencial o, incluso peor aún, de quedar fuera del ballotage.
Contra lo que muchos sugieren, esta osadía revela algo más que cinismo e ignorancia. Para entender las razones que llevaron al ministro Massa a proponer una medida que todos los tributaristas califican de equivocada cuando no de irresponsable hay que tener en cuenta que, al margen de sus urgencias electorales, la relación entre peronismo y tributación progresiva siempre fue problemática. No es casual que los líderes de todos los grandes sindicatos hayan festejado una medida que acentúa la desigualdad. Pero lo confirma el hecho, sin duda más llamativo, de que la supresión del impuesto progresivo haya sido admitida sin beneficio de inventario por quienes hablan en nombre de los trabajadores de muy bajos ingresos e incluso de los informales y los desempleados.
"La renuencia a forjar un orden fiscal más igualitario tuvo consecuencias muy graves"
Todo ello nos revela que Massa actúa en sintonía, no en contra, del sentido común justicialista en materia tributaria. Sus dichos y sus acciones combinan el cálculo oportunista con el interés y la ideología. Hacen sistema con una arraigada cultura tributaria cuyos fundamentos son compartidos por muchos argentinos que se dicen defensores del interés popular. Para entender esta rareza no hay nada mejor que mirar el problema desde una perspectiva histórica.
En nuestro país, la discusión sobre el impuesto a la renta nació hace más de un siglo. Los primeros intentos de instaurarlo datan de 1917, cuando el derrumbe de la recaudación sobre el comercio exterior provocada por la Primera Guerra Mundial forzó al gobierno de Hipólito Yrigoyen a buscar alternativas con las que financiar al sector público.
Para entonces, en Europa, el camino para la instauración de la tributación progresiva ya había sido despejado, tanto conceptual como políticamente. Gracias a la economía marginalista, el principio según el cual el impuesto debía gravar a las personas en proporción a su capacidad contributiva ya contaba con amplia legitimidad entre los especialistas. Y el enorme desafío fiscal que supuso la Gran Guerra –un salto dramático en el gasto militar, acompañado por grandes perjuicios para la actividad productiva– abrió la puerta para la sanción de reformas tributarias progresivas en las principales naciones del Viejo Continente.
En la Argentina, sin embargo, el camino se mantuvo bloqueado. Durante los años de gobierno radical, entre 1916 y 1930, todos los intentos de arraigar el impuesto a la renta fracasaron. Reacios a resignar ingreso, los trabajadores mejor remunerados y los sindicatos más poderosos opusieron resistencia, como también lo hicieron ante el proyecto de jubilaciones impulsado por el presidente Alvear. El socialismo también rechazó el “impuesto al trabajo”, argumentando que para introducir un criterio de equidad tributaria era mejor gravar la propiedad del suelo. Los voceros del capital sumaron otras críticas. Pero la principal interdicción surgió del Senado. Allí, los representantes de las provincias del interior bloquearon la sanción de un tributo cuyo producto quedaría en la arcas del gobierno federal.
"La idea de que “el salario no es ganancia” hoy es arcaica"
Mientras el comercio exterior aportó los recursos que el estado necesitaba para financiarse, el impuesto a la renta permaneció en suspenso. La Gran Depresión, que desplomó la recaudación, finalmente despejó los obstáculos para su triunfo. Esa crisis cumplió una función equivalente al cataclismo desatado en 1914 en Sarajevo. Resulta algo paradójico que fuera una dictadura de derecha como la del general José Félix Uriburu la que, urgida por la caída de sus ingresos, y libre de cualquier interdicción parlamentaria, sancionara el impuesto más progresivo con que cuenta nuestro país. Para entender esta curiosidad hay que evocar un nombre propio: el de Raúl Prebisch, joven y brillante economista de ambiciones reformistas, que convenció a su pariente el general Uriburu de que en momentos de dificultades cobrarle más a las personas de mayor ingreso puede resolver muchos problemas.
Así, gracias al “impuesto a los réditos” creado comienzos de 1932, y refrendado poco después por el Congreso que entró en funciones en abril de ese año, nuestro régimen fiscal comenzó a alinearse con el de los países más avanzados. Es un error muy frecuente sostener que recién en la década de 1970 el impuesto sumó una “cuarta categoría” que gravaba los ingresos provenientes del trabajo. Como mostró José Antonio Sánchez Román en su Los argentinos y los impuestos, el diseño inicial ya la contemplaba (para remuneraciones superiores a $ 300 mensuales, esto es, salarios apenas dos o tres veces superiores a los de un trabajador manual), junto a los ingresos provenientes de otras fuentes. Para darle una base política más amplia, crucial para asegurar su supervivencia en el tiempo, en 1935 nació el régimen de coparticipación que les permitió a las provincias capturar parte de esos recursos (inicialmente, el 20 %).
Unos años más tarde, el impuesto a la renta alcanzó su cenit en Europa y América del Norte. Otra vez, el instigador fue el conflicto armado en gran escala. La Segunda Guerra Mundial impuso a todos los contendientes la obligación de extraer más impuestos, forzando un aumento de las tasas y una fuerte ampliación del universo de contribuyentes. La supervivencia del estado estaba en juego. Para tener dimensión de la magnitud de esta expansión basta recordar que, en Estados Unidos, un país de fuerte cultura individualista, hacia 1945 el 70% de los asalariados estaba alcanzado por este tributo.
Los cañones dejaron de disparar, pero el impuesto a la renta quedó. En la posguerra, su universalización, con escalas y alícuotas progresivas, constituye el pilar sobre el que se asentó la expansión del Estado de bienestar en los países que, de Inglaterra a Suecia, solemos tomar por modelo. A lo largo del tiempo, escalas y tasas sufrieron alzas y bajas. Pero lo importante es recordar que ese logro civilizatorio que es el Estado de bienestar dependió más de la universalización de la base tributaria que de la concentración del impuesto en las grandes fortunas o en las personas de mayores ingresos. En los países del Atlántico Norte, la enorme mayoría de los asalariados están comprendidos, en proporción a su capacidad contributiva. A los constructores del Estado de bienestar les hubiera resultado extraña la expresión, tan celebrada en nuestra patria, que insiste en que “el salario no es ganancia”.
Perón marca la pauta
Para entender por qué la Argentina tomó otro camino hay que dirigir la atención hacia el sorprendente desenlace de la Revolución de Junio. En 1946, un outsider surgido de los cuarteles alcanzó la presidencia, imponiéndose a una coalición donde estaba representado todo el arco partidario progresista, el que iba del centro a la izquierda. Para explicar esa victoria hay que recordar que la carta de triunfo del coronel Perón sobre la Unión Democrática fue la promesa de elevar a los trabajadores a un umbral superior de justicia social.
Imponer este programa fue costoso. Además de una reformulación de las relaciones entre capital y trabajo, reclamó erogaciones que elevaron el gasto público de menos del 20 % a cerca del 25 % del PBI. ¿Cómo financiar ese salto, que se producía al mismo tiempo que proliferaban las demandas distributivas? Sin una fuerza política estructurada que lo respaldara, sin lealtades populares aseguradas, y sin la posibilidad de invocar una emergencia militar, Perón no tenía mucho margen para contrariar a los asalariados que lo habían acompañado en las urnas. No hubo, pues, expansión del impuesto a la renta. Esta renuencia dice mucho sobre la coyuntura de 1945-6 pero también sobre las secretas continuidades entre la cultura tributaria popular forjada en los tiempos en que la izquierda daba voz a las demandas de los asalariados y la que comenzaba a cristalizar en torno al nuevo movimiento nacional-popular.
Así, pues, pese al considerable incremento de los salarios en el trienio dorado de 1946-48, la cuarta categoría del impuesto a los réditos casi no sufrió alteraciones. En favor de Perón hay que decir que su timidez frente a la reforma fiscal se justificaba a partir de un ideal: apostaba a que el desarrollo industrial y la expansión del empleo formal y bien remunerado crearía las condiciones para que todos alcanzaran un piso más elevado de bienestar. En este esquema, la redistribución a través de un régimen fiscal progresista no desempeñaba ningún papel relevante. En la vía argentina al progreso social, era la relación salarial, más que el impuesto, el principal agente de mejora de la condición popular.
Quedaba pendiente, sin embargo, la pregunta sobre cómo financiar un incremento del gasto público de más de 5 puntos del producto sin afectar los salarios. La respuesta peronista es conocida: gravámenes al comercio exterior, captura de diferencias en el cambio (IAPI), contribuciones a la seguridad social y emisión monetaria proveyeron el grueso de esos recursos. Ir por el camino de los impuestos no legislados fue una solución que tuvo bajos costos políticos pero que era económicamente frágil. De hecho, ya antes de 1955 la contracción de los saldos exportables y el aumento del gasto previsional comenzaron a mostrar las limitaciones de esta apuesta.
Mientras todo esto sucedía, Perón fue ganando mayor autonomía respecto de sus apoyos populares, confirmando que el resultado de las elecciones de febrero de 1946 no había sido un rayo en cielo sereno. Aun así, la reforma del régimen fiscal nunca formó parte del menú de opciones de política redistributiva del justicialismo maduro. ¿Convicción, ceguera, renuncia, derrota? En cualquier caso, inspirado por el principio según el cual “el salario no es ganancia”, el movimiento obrero más poderoso de América Latina logró un triunfo resonante contra la tributación progresista, en algunos aspectos similar al que alcanzó contra la constitución de un régimen de jubilaciones y pensiones de carácter universal, o contra la formación de un sistema de salud unificado como el que soñó Ramón Carrillo.
La frustración del proyecto de este gran sanitarista condenó a aquellos sectores de las clases populares que no estaban encuadrados por la organización sindical (trabajadoras domésticas, jornaleros, personas sin empleo formal) a una cobertura sanitaria de calidad inferior. La renuencia a forjar un orden fiscal más consistente e igualitario tuvo consecuencias más graves, toda vez que colocó bajo presión a las finanzas de un estado que desde entonces nunca pudo dar desentenderse del muy elevado nivel de demandas distributivas que constituye una marca distintiva de nuestra sociedad. No sorprende que, en esos años, comenzara a anunciarse el ingreso de la Argentina en la era de la alta inflación.
Durante su tercera presidencia, Perón protagonizó el último gran capítulo de esta saga. En 1974 nació el IVA, un impuesto al consumo creado para cerrar la brecha entre los gastos y los ingresos del cada vez más deficitario sector público. Perón también modificó el viejo impuesto a los réditos, que pasó a llamarse impuesto a las ganancias. Pese a que la población alcanzada creció hasta comprender un universo algo mayor de trabajadores en relación de dependencia, el nombre elegido da cuenta del espíritu con el que, desde el comienzo, el justicialismo había concebido el significado del impuesto a la renta. A casi treinta años de su irrupción en la vida pública, la premisa de fondo no había cambiado. Trabajo bien remunerado para todos, impuestos directos para muy pocos, e impuestos indirectos para la mayoría, siempre fue su norte. Una fórmula que una y otra vez le dio la espalda a la idea de que el régimen tributario puede y debe constituir un instrumento al servicio de la justicia social.
Historia conocida
Lo que sucedió después es una historia triste, pero conocida. En el último medio siglo, la Argentina se hundió en el barro. La sociedad salarial se contrajo. Hace décadas que nuestro anémico mercado de trabajo no genera suficientes puestos calificados y bien remunerados. En nuestros días, más de un tercio de los asalariados se gana la vida en empleos informales (entre las mujeres, que perciben sueldos más bajos, ya sea formales o informales, el porcentaje es aún alto). A todo esto hay que agregar que, en las nuevas generaciones, por buenas y malas razones, cobra vigor el deseo de explorar formas más libres de inserción laboral. Ni la realidad actual ni el horizonte hacia el que marcha el trabajo se asemejan al de los tiempos de Perón.
En estas circunstancias en las que la realización de la justicia social mediante la incorporación de toda la población trabajadora al empleo bien remunerado y en relación de dependencia se ha vuelto no sólo una quimera sino también un objetivo anacrónico, la idea de que los salarios más altos deben estar eximidos de impuestos choca con los principios que animan la formación de una sociedad capaz de asegurarle a todos sus ciudadanos un piso mínimo de prosperidad. En nombre de la justicia social, el argumento según el cual “el salario no es ganancia” no hace más que disimular y encubrir un privilegio (una privilegio, agreguemos, eminentemente masculino).
En sus orígenes, el justicialismo hizo una valiosa contribución a la ampliación de la ciudadanía social, pero renunció a expandir la ciudadanía fiscal. Volver la atención sobre esa coyuntura que cristalizó un divorcio histórico entre las fuerzas políticas populares y la tributación progresista es algo más que un ejercicio nostálgico. Reflexionar sobre ese hito y su legado nos permite entender mejor las razones del fuerte arraigo social que tuvo y todavía posee un ideal de justicia fiscal que, en este cruel otoño de la sociedad salarial, con más de la mitad de la población argentina a la intemperie, se revela no sólo anacrónico sino también perjudicial.
Comprender es importante para cambiar. Y cambiar es imprescindible porque, en este país fracturado y sin rumbo, pero que aun así difícilmente renuncie a su vigorosa cultura de demanda sobre el estado, necesitamos reformular y recrear la idea misma de ciudadanía fiscal. Sin revisar nuestras nociones al respecto no podremos tener servicios públicos de calidad para todos ni posibilidades ciertas de construir una macroeconomía estable y, por tanto, seguiremos sumando fracasos en el combate contra la pobreza y la desigualdad. Construir una cultura tributaria que se coloque en las antípodas del arcaico y perimido “el salario no es ganancia” es parte de este desafío.
Roy Hora es doctor en Historia por la Universidad de Oxford e investigador principal del Conicet