Hace 50 años, en Uruguay el golpe llegaba sin ruido
Sin disparar un tiro, una mañana de junio de 1973 los militares tomaron el Congreso en Montevideo
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MONTEVIDEO
Fue una mañana rara para los uruguayos que amanecieron escuchando radio. Aquel 27 de junio de 1973, una canción folklórica reemplazaba los noticieros de las 5.30: “¿Ven a ese criollo rodear, rodear, rodear? Los paisanos le dicen ‘mi General’. Va alumbrando con su voz, la oscuridad ...”.
La oscuridad era para todo un país, que ese día había perdido la libertad; el decreto que leían en cadena de radio indicaba que la prensa no podía atribuir “propósitos dictatoriales” a la disolución de las cámaras legislativas, aunque lo cierto era que la democracia uruguaya se había roto y comenzaba una larga dictadura. Paradojas del destino.
Aquel “A Don José” del maestro y escritor Rubén Lena, entonado por Los Olimareños, abrió la trasmisión de la dictadura para dar a conocer los decretos de la madrugada de aquel día. Tanto Lena como Los Olimareños serían prohibidos.
En la noche previa, el Senado de la República había realizado su última sesión para los discursos de despedida; todos sabían que se venía el golpe de Estado y el Palacio Legislativo se vaciaba. Anticipándose a las detenciones, algunos buscaron refugio en casas de conocidos y otros se fueron hacia Buenos Aires o lo más lejos posible. No hubo resistencia, sino resignación.
El golpe se consumó en una escena típica uruguaya, sin barullo, cumpliendo con algunas tonterías burocráticas. Los militares golpistas posaron para la foto en el fantástico Salón de los Pasos Perdidos del Palacio, orgullosos de usurpar el poder popular, pero no tuvieron que ingresar por la fuerza con tropas para abrir paso, sino tocando timbre, golpeando la puerta.
El portero había logrado el cargo como un reconocimiento del Estado por haber sido uno de los campeones del mundo de 1950 en el Maracaná, en una verdadera hazaña futbolística. Víctor Rodríguez Andrade no era un exdeportista retirado y millonario, sino un agente del Estado al que le tocó ser testigo directo de la irrupción militar.
No hubo una bomba, no hubo un disparo desde un tanque blindado, no hubo un tiro. El general Gregorio Álvarez llevaba en su mano una orden judicial –obviamente ilegítima– para justificar la ocupación del Palacio Legislativo. Y cuando los militares estuvieron frente al secretario del Senado, encontraron que éste los esperaba con un acta notarial para hacerlos cargo del imponente edificio del poder popular. Absurdo, pero real; así ocurrió. Afuera, cierta indiferencia popular.
La democracia uruguaya era fuerte comparada con otras de la región. Eso hacía pensar que el país no iba a caer en el dominó de los golpes militares de la Guerra Fría, dados en medio de la violencia de movimientos guerrilleros que seguían el libreto de la Revolución cubana para instalar el socialismo.
Irrumpe la guerrilla
En Uruguay, la guerrilla surgió cuando el Partido Colorado dejaba el gobierno y el Partido Nacional (blancos), luego de 90 años en la oposición, asumía el poder por dos períodos: 1959-63 y 1963-67.
En el sistema bipartidista uruguayo, la izquierda crecía lentamente y debatía el camino a tomar. ¿Debían optar por la vía larga y paciente de la competencia política en las urnas o por el atajo del asalto al poder mediante la insurrección armada? Ese fue su dilema durante décadas.
Todo se aceleró con la Revolución cubana, en 1959. Los jóvenes uruguayos de la izquierda radical comenzaron a encontrarse para impulsar una revolución socialista por la vía de la violencia.
Había una motivación, un espejo que sugería un “se puede”. Además, con Fidel Castro en La Habana habría apoyo en armas y entrenamiento militar para replicar la experiencia guerrillera.
Así apareció la consigna “Ningún cordero se salvó balando” del ideólogo del movimiento, Eleuterio Fernández Huidobro: no se podían quedar quietos esperando el conteo de un escrutinio y protestando en manifestaciones o publicaciones, sino que había que salir a pelear. También surgió la consigna de “Ármate y espera”, dirigida a quienes estaban dispuestos a embarcarse en una aventura de ese tipo.
Socialistas ortodoxos, anarquistas, maoístas duros y otros confluyeron en el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), cuyo primer documento, de junio de 1967, definió: “La única vía para la liberación nacional y la revolución socialista será la lucha armada. No hay casi posibilidad de radicalización de la lucha de clases que no desemboque en la violencia”.
Luego, una violencia creciente, y la sangre derramada, dio un empujón a comunistas, socialistas y otros sectores que se alejaron de los partidos tradicionales, así como a la Democracia Cristiana, para formar un “frente” popular que fuera más “amplio”, con el fin de mostrar a los jóvenes que había una vía electoral potente y evitar que se embarcaran en el riesgo de la lucha armada.
Así nació el Frente Amplio como coalición para las elecciones de 1971. Sin embargo, el MLN-T se declaró contrario a esa vía político-electoral, aunque creó un sector político legal para vincularse a esa estructura.
En tanto, el gobierno combatió la guerrilla con la policía, mientras el presidente, Jorge Pacheco Areco (Colorado), rechazaba la insistente idea de usar a las Fuerzas Armadas con un argumento de peso: “Cuando los militares salen de los cuartes, no se sabe cuándo vuelven”.
La fuga del penal
La Policía Nacional logró desbaratar a gran parte del MLN-T, pero dos meses antes de las elecciones de 1971 más de 100 tupamaros se fugaron por un túnel de la cárcel de Punta Carretas y dejaron en ridículo a la policía y al gobierno. Entonces, el presidente Jorge Pacheco encomendó “la lucha antisubversiva” a las Fuerzas Armadas.
Varios generales del Ejército venían con libreto propio: no alcanzaba con ganar la batalla contra el MLN-T, sino que había que arrancar de raíz los argumentos de esa corriente tupamara o comunista.
Las elecciones las ganó el colorado Pacheco, pero no obtuvo los votos necesarios para reformar la Constitución y poder ser reelecto, por lo que quedó su segundo, Juan María Bordaberry, un ruralista crítico de los partidos políticos y con un respaldo débil.
Los militares derrotaron a la guerrilla en pocos meses y luego comenzaron sus desbordes. En julio de 1972 comenzaron a pactar con los líderes tupamaros presos un plan de fin de la guerra interna, que contemplaba la persecución de la corrupción política y planes de desarrollo (la iniciativa se cortó porque un comando del MLN-T asesinó en la calle al hermano del principal general conspirador).
En octubre, secuestraron al responsable de un juzgado para hacerse de un expediente del líder colorado Jorge Batlle y luego detener a este dirigente político.
En febrero de 1973, el Ejército y la Fuerza Aérea rechazaron el cambio de ministro de Defensa y el presidente Bordaberry cedió y designó otro que lograra el visto bueno de los militares, que además le impusieron un órgano de cogobierno: el Consejo de Seguridad Nacional.
Aquello fue un golpe de Estado, pero el sistema político no reaccionó. La izquierda incluso exhibió simpatía con el movimiento militar por coincidir con una plataforma programática que sintonizaba con sus ideas y que veía como reflejo del movimiento “peruanista” de Juan Francisco Velasco Alvarado.
El avance militar derivó en choques con el Parlamento, en medio de un gobierno sin mayoría para aprobar leyes y con una democracia que agonizaba.
Así se llegó al 26 de junio con un presidente que parecía que mandaba, pero que ya había delegado el poder en la Junta de Generales de las FFAA; el Senado hizo una sesión de despedida y los legisladores se llevaron sus cosas a su casa, convencidos que el golpe era un hecho.
La disolución de las cámaras legislativas se concretó en la madrugada del 27 de junio, en medio de una cierta indiferencia popular. La población estaba hastiada de la violencia y fatigada por una economía estancada. Quizá quiso creer que aquello sería algo pasajero. La dictadura duró hasta 1985.