Gay Talese: “A los 90 años, no tengo tiempo para morir ni para relajarme”
Mientras recorre las calles de Nueva York, el legendario periodista habla de su ciudad y de la pasión que lo impulsa a seguir trabajando
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“Odio esto! Pero tengo que ver al dentista. ¡Esto es tan molesto!”
Gay Talese, 90 años, legendario periodista, autor best seller norteamericano, uno de los fundadores del Nuevo Periodismo, imprescindible ícono de la ciudad de Nueva York, camina decidido por el cruce de la 61 con la Tercera Avenida, al este del Central Park, bajo un sombrero Panamá, envuelto en una chaqueta azul marino, pantalón plomo de tela recto, zapatos de cuero brillante color caramelo. En su traje a medida busca, entre autos que apenas avanzan, un taxi vacío.
Talese tiene turno a las cuatro con un ortodoncista-implantólogo en la 42 y la Segunda Avenida. Pero un poco pasadas las tres y media de la tarde de un jueves, ningún auto amarillo parece desocupado.
–¡¿Qué está pasando?!
El elegante y residencial Upper East Side es un enjambre de ruidos –motores, pastillas de freno gastadas, bocinas, sirenas– y peatones que se abren camino. Talese pierde la paciencia. Hace señas furiosas con su sombrero en el extremo de su mano levantada. Lanza maldiciones que nadie atiende. Son las tres y cuarenta y cuatro.
Ve la única ventanilla abierta de un taxi ocupado detenido en la luz roja. Corre. Se asoma y grita al chofer:
–¡¿Qué tan lejos vas?!
Luego le habla al pasajero, un adolescente con visera y ropa de básquetbol.
–¡¿Qué tan lejos vas?! ¡¿Dónde bajas?!
Descolocado, el joven dice que baja en la 58. Son cuatro cuadras.
–¿Puedo pagar tu viaje?
El taxímetro dice 17 dólares.
ecesito que me lleven a la 42 y la Segunda Avenida!”.
Talese sube la voz.
–Oye, te pagaré el doble. ¡Te pagaré el doble! ¿Puedo entrar al auto? Oye, ¿está bien si pago por ti? ¡Pagaré tu viaje!
El muchacho asiente, incrédulo. Recibe los billetes y se baja.
–¡Muchas gracias! ¡Qué buen tipo eres! –dice Talese y le da unas palmaditas en la espalda. El chico sonríe y se pierde en el gentío.
Talese pierde la sonrisa cuando siente el sudor del adolescente en el asiento. Saca pañuelos de un bolsillo de su chaqueta.
–Lo que viste fue persuasión –dice el periodista, y luego apunta al conductor–. El chico se conmovió, tuvo un gesto de humanidad. Vio a este hombre viejo con sombrero que necesitaba el viaje. Va a la 58, estamos en la 61. Se va a ir caminando. Así también puedes persuadir para que te den una entrevista. Lo que un reportero necesita son formas de trato.
Parece la escena de una de esas películas que intentan reflejar el espíritu de esta ciudad. Pero no hay nada fingido aquí.
–Este muchacho vio a este anciano que probablemente está vestido como su abuelo, que era banquero en el pasado. Y se conmovió cuando le dije: “Yo te pagaré”. Muy pocas personas podrían conseguir un taxi así... Gay Talese puede hacerlo. ¿Por qué? Porque tiene una forma de hablar con la gente.
Conseguir un taxi vacío es cada vez más una hazaña en esta ciudad. Dos noches atrás, al marcharse de una fiesta en el MoMA, Talese había pasado por lo mismo. Tras despedirse de todos, no encontró taxi que lo llevara de regreso al Upper East Side.
–Terrible, terrible. ¡Tuve que irme caminando a mi casa!
Lo habían invitado a una proyección especial de The Old Man , la historia de un hombre en sus 70, que vivía perseguido por su pasado. Y por la CIA. Un thriller del que tampoco Talese pudo saber más: solo proyectaron el primero de los siete episodios de la primera temporada. Como si fuera la première de una película, la alfombra roja tenía de invitados a ilustres neoyorquinos como él. Otros pasarían directo a la fiesta posterior en The Modern Bar Room, el bar del MoMA.
Cuando acabó la función, y Talese ya estaba acodado en la barra, martini en mano, bajo una luz tenue, rodeado de gente, amigos, conocidos y desconocidos que cada tanto se sacaban una selfie con él, el escritor preguntó:
–¿Alguien entendió la película?
Hubo risas. Estaba allí la actriz de televisión Kathryn Leigh Scott, el reportero Patrick Oster, la artista Margaret Zox Brown y el octogenario escritor del New Yorker Calvin Trillin. Todos confirmaron: no fue la historia que imaginaron cuando leyeron el título en la invitación.
En el taxi, camino a la cita con el ortodoncista, Talese recuerda el evento. Quizá no sea el mejor momento, pero le pregunto cómo es, para él, ser un hombre viejo.
–Lo mismo que ser un hombre joven. No entiendo la diferencia.
–¿Tener 90 años?
–No es diferente a tener 88. No es diferente a tener 87. No lo sé. No estoy de vacaciones. No estoy en un yate navegando en medio del Mediterráneo. Estoy trabajando. Estoy bajo una maldita presión todo el tiempo. Tengo cien cosas que hacer. Por el amor de Cristo, ¡no es como si estuviera jubilado! Tengo un contrato. Le debo dinero a una agencia. Y tengo un deadline . Estoy presionado por ese deadline. Tengo mucha responsabilidad por mi esposa, mis hijas, mi casa. Pago impuestos, tengo trámites que hacer, veo gente. Y tengo 90 años, pero no tengo tiempo para morir. No tengo tiempo ni para relajarme. Ojalá tuviera algo de ayuda. No tengo ayuda. Quiero decir, no puedo delegar. Tengo que hacer todo yo mismo. Tengo que conseguir un taxi yo mismo. Y tienes que hacerte un lugar donde no hay un lugar para ti. Tienes que hacerte un lugar donde no hay un lugar, como lo hice yo para entrar a este taxi. Y estoy aquí arriba.
Mira por la ventanilla del auto. Vuelve:
–Y no es algo que se pueda delegar, no se puede subcontratar a nadie para que lo haga por ti. Tienes que ir allí y hablar con alguien. Es lo que la gente, con sus malditas computadoras, el Zoom, el correo electrónico y el teléfono, no puede hacer. Tienes que hacer contacto visual. Tienes que estar allí. Y la gente no sabe. Ese joven –el adolescente del taxi– no sabe qué diablos es la vida por culpa de ese estúpido teléfono que anda trayendo. No se puede hacer nada con el teléfono, excepto estupideces.
–¿Ha pensado en jubilarse?
–¡No puedo jubilarme! Tengo mucho que hacer. ¿Cómo diablos me retiro? ¿A dónde voy? ¿A un hogar de ancianos?
–Muchas personas lo hacen.
–Algunas personas de 60 años lo hacen. Algunas de 45 están jubiladas. O no hacen nada. Son gente floja.
–¿Tiene amigos en hogares de ancianos?
–Mis amigos tienen, ya sabes, ambiciones. Son gente ambiciosa.
El taxi para en la 42 y la Segunda Avenida. El conductor advierte a Talese que descienda con cuidado.
–Las bicicletas vienen rápido –dice el hombre por el retrovisor. Ya estacionado, se da vuelta–. Lo que ha hecho con el joven está bien... “Dame tu taxi”. ¡Eso estuvo genial!
–Nunca viste eso antes, ¿verdad? Has visto a una persona única en acción –dice Talese, mientras acomoda su sombrero antes de volver a las calles de Nueva York.
Talese encara un edificio gigante de oficinas del Midtown Manhattan, a la altura del 800 de la Segunda Avenida, cerca de Grand Central y la sede de las Naciones Unidas.
–Vine a ver al doctor Vuong, el gran doctor Vuong, el mejor dentista.
Cuando el recepcionista indica las coordenadas de su dentista (suite 812, piso 8), el escritor ordena a quienes esperan el ascensor y les pregunta su piso:
–Sigo a este dentista desde que estaba en una oficina diferente, en el Chrysler. Se mudó aquí hace como seis años.
La del doctor Vuong es una consulta, digamos, como cualquiera: mesa central, dos sillas en la sala de espera. Talese saluda a la recepcionista.
–¿Cómo estás, jovencita? ¿Eres nueva? No estabas aquí la última vez. ¿Cuál es tu nombre?
–Melody. Llegué aquí en el verano.
–Voy a dejar mi sombrero aquí, Melody.
El Panama hat queda en el único perchero, en la pared blanca.
En la espera, le comento que releí “Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas”, una de sus más famosas crónicas sobre este lugar. La publicó en 1960 para Esquire, inspirado por las personas que pasaban desapercibidas (los mendigos de la Octava Avenida, los médium del lado oeste, los porteros del este) y los datos extraños que dejaban sus calles (los kilos de pelo rubio que llegaban a las tiendas de pelucas de la Quinta Avenida; el recorrido de los diez perros doberman negros por los rincones de la tienda Macy’s, de noche, para descubrir si alguien se había quedado escondido bajo de los mostradores o entre los trajes colgados). Todo aquello que había asombrado al periodista, que llegó a vivir aquí cuando tenía 21 años. Porque este hijo de sastre y modista de origen italiano y prestancia neoyorquina nació en 1932, en Nueva Jersey.
–Me gusta la vitalidad de esta ciudad –dice–. La razón por la que vivo aquí es porque me gusta la gente y me gustan los diferentes tipos de personas. En sus calles escuchas 16 idiomas distintos. Si te conectas con tu conciencia, empiezas a escucharlos. Mira los colores de la gente. Mira cómo están vestidos.
–¿La ciudad de la que hablaba 60 años atrás es similar a la de hoy?
–El libro que estoy escribiendo ahora es más o menos sobre lo mismo. Tengo la misma curiosidad. Cuando escribí ese ensayo tenía, tal vez, 23 o 24. Y hacía lo mismo que hice hoy con el taxi. Mi madre tenía una tienda de ropa y de ella aprendí mucho sobre cómo tratar con la gente. Lo amable que era con sus clientes. Me entrenó en cómo poner a la gente de mi lado. Ella era muy inteligente, muy educada y también se vestía muy bien. Es muy importante vestirse bien. Tienes que vestirte como si fueras una estrella. No puedes vestirte como un empleado de un local de comida rápida. A mí no me importa si voy a un evento o si necesito conseguir un taxi: yo me visto para toda ocasión así.
Talese saca del bolsillo unas tarjetas de cartón, con una fecha arriba y varias anotaciones a mano, donde registra sus itinerarios diarios. Las hace él mismo con los trozos de cartón que dan forma a las camisas que retira de la lavandería. En la de hoy se lee:
“3:30 Muriel Alarcón (firma de libros)
4:00 Dr. Anthony Vuong (GT lleva el diente que perdió)
8 PM. Hotel Regency. Cena con Nan, Nick Pileggi (escritor y guionista) & amp; Bill Boggs (productor y animador de TV).”
Para los siguientes días, tenía planificada una cena con el fotógrafo Neil Leifer, con el editor Terry Mcdonell y su mujer Stacey. Otra comida con sus hijas Pamela y Catherine Talese, en el restaurante francés La Goulue. La fiesta del lanzamiento del último libro de la escritora Marie Brenner en Perrine, el nuevo restaurante americano de The Pierre Hotel.
–Ahora mira lo que tengo aquí –dice mostrando cartones aún en blanco con los próximos meses–. El doctor va a querer que yo tome horas con él con anticipación. Entonces, ¿qué hago? Traigo los próximos meses.
Luego saca de su chaqueta una bolsa Ziploc. Hay un diente en su interior y una nota que dice: “Sábado 4 de junio, 2022. Mientras usaba un limpiador dental, este diente se cayó. GT”.
Cuando aparece Vuong, Talese dice:
–¡El gran, gran cirujano dental! ¡El mejor de Nueva York!
Yo no escribo como un sastre
Una hora más tarde, Talese agradece radiante al dentista y a su recepcionista por la atención. Vuong resolvió el accidente doméstico con un puente dental fijo. Talese toma su sombrero del perchero y se despide cordial.
–Este tipo es bueno –dice en el ascensor–. Ir al dentista hoy no duele nada. Cuando yo era joven era doloroso. Me hubiera vuelto loco del dolor. Pero ahora la maquinaria permite cosas muy buenas.
Ahora Talese camina por la 43. Está de vuelta en sí mismo: paso erguido, hombros atrás, mirada al frente. Es como si avanzara sobre una línea invisible. Los peatones lo miran con cierto asombro. A esta hora se ve a pocos como él.
Al atardecer, el Midtown se llena de jóvenes ansiosos por vivir la ciudad. Talese se sumerge en la muchedumbre sin distancia y dice que mientras las personas estén ocupadas, no envejecerán.
–Ahora tengo 90 y si me preguntas cómo me siento... ¡No tengo tiempo para sentir! ¡No me queda tiempo para pensar en nada, excepto en lo mucho que tengo que hacer!
–No todos piensan como usted.
–¡Por eso son viejos! Si piensas como yo, no eres viejo.
–A veces el cuerpo no acompaña...
–En primer lugar, lo que deben hacer las personas mayores es vestirse bellamente. Cuando eres viejo, debes vestirte hermoso. ¡Lo triste es que la gente se viste tan terriblemente! Y uno lo ve en un funeral. A los muertos los visten bien para meterlos en ataúdes; les ponen una linda chaqueta, un lindo traje y una flor encima. ¡Qué ridículo! ¿Por qué no estuvieron siempre bien vestidos? Si se hubieran vestido mejor, no se habría muerto. Mientras te vistas bien, no te vas a morir. Y además si te vistes bien, piensas mejor de ti mismo. Te miras en el espejo, te ves bien. Si al mirarte al espejo, te ves mal, piensas: “Ay, qué terrible persona soy, no merezco estar vivo”. Pero mientras uno se vista bien, gaste más dinero en sastres y menos en psiquiatras, estará mejor.
–¿Y gastar en tecnología?
–No soy parte de la tecnología. Ni siquiera tengo un celular. Tengo contacto visual con la gente. Contacto directo.
–¿No se siente fuera de la conversación?
–No. Tengo mi propio mundo.
–¿Cómo es ese mundo?
–Mientras yo me relacione con seres humanos vivos, puedo hablar con ellos. No necesito tecnología. La tecnología me molesta. Es mucha la interferencia que produce. No quiero que la tecnología interfiera en la naturaleza humana de mis relaciones.
Y luego dice:
–Las personas mayores tienen que encontrar su lugar en el mundo. Tienen que hacer, crear algo. Y si no, deben encontrar aquello que los haga sentirse útiles. Pueden ofrecerse como voluntarios para ayudar a alguien más. La gente tiene que mover el trasero, tiene que vestirse bien y hacer algo por los demás. Mucha gente necesita ayuda. Mucha gente, que yo sepa, es vieja pero inteligente, y debería usar su inteligencia para ayudar a otros que tal vez no tengan tanta suerte.
–¿Qué lo mantiene motivado como escritor?
–Estoy trabajando porque soy un trabajador. Siempre lo he sido. Vengo de una familia muy trabajadora. No me siento cómodo sentado en un bote, pescando en Cayo Hueso, en Florida. No me siento cómodo en un crucero turístico. No me siento cómodo sentado en una banca, dándoles de comer a las palomas. Soy un trabajador y quiero hacer un buen trabajo. Mi padre era sastre. Hizo trajes hermosos. No los vendió todos, pero los hizo hermosos, y le gustaba ser un buen trabajador. Me gusta escribir párrafos que se lean bien y escribir buenas historias, bien elaboradas. Como un traje bien hecho. Como mi padre solía hacer un buen traje. Yo escribo como un sastre.
Un prócer de la crónica periodística
■ Gay Talese nació en Nueva Jersey, en una familia de raíces italianas. Fue periodista de The New York Times y escribió para The New Yorker, Time, Harper’s Magazine y Esquire.
■ Junto con Tom Wolfe, es considerado padre del Nuevo Periodismo, que aplica los recursos de la literatura a la narración de historias reales.
■ Entre muchas distinciones, recibió en 2012 el Premio Reporteros del Mundo, en reconocimiento al conjunto de su obra.
■ En 1971 publicó Honrarás a tu padre, una gran crónica que inspiró la serie Los Soprano. Entre sus libros se cuentan Retratos y encuentros, que contiene su clásico “Frank Sinatra está resfriado”; El silencio del héroe (crónicas deportivas); Los hijos (la historia de su propia familia); Vida de un escritor y El puente, en el que narra la épica construcción del puente que une Brooklyn y Staten Island.