Fellini y el poder de la alegría circense
En 8 y 1/2, hoy en exhibición en salas porteñas, el genial cineasta plasma su credo artístico, ligado a la sensualidad y la vida
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El dilema para los artistas es cómo seguir creando. Ese es el problema de Guido Anselmi, el protagonista de 8 y 1/2, obra fundamental en la filmografía de Federico Fellini que en estos días puede verse en varios cines de Buenos Aires. Al mismo tiempo, el Museo Nacional de Arte Decorativo ofrece otra puerta de acceso al mundo del gran cineasta con una muestra, abierta hasta mayo, por los cien años de su nacimiento en Rímini.
Cierto tipo de cine nos conduce a lo trágico, lo barroco, lo grotesco y festivo. Esta es la senda de lo fellinesco. Hay que buscar en la infancia la raíz de la energía expresiva del artista. Cuando niño, le fascinaban los cómics norteamericanos, las películas de Chaplin y las atmósferas circenses. En Los clowns (1970), documental de ficción, Fellini narra su amor por el circo a través del recuerdo nostálgico del arte de los payasos cuando conoció, de niño, un circo. A fines de la década de 1930 colaboró para varios periódicos y revistas como dibujante caricaturista. El carácter fantástico y maravilloso del cómic le inspiró parte de su estilo visual, junto a la alegría y extrañeza de los ambientes de circo.
Cuando viajó a Estados Unidos, en 1963, para estrenar 8 y 1/2, temió fracasar. El film que llevaba bajo el brazo fundía con desenfado lo real con lo onírico, la angustia presente del director de cine Anselmi (protagonizado por Marcello Mastroianni) y la evocación de su pasado rural. Los humildes personajes de los recuerdos infantiles del director se entremezclan, en un mismo espacio, con sus actrices divas. Pese a sus temores, un Fellini sorprendido recibió el Oscar a la mejor película extranjera.
En la posguerra, cuando Fellini se inicia como cineasta, la estética neorrealista era el credo del cine italiano. El estilo que, con actores no profesionales, expresaba la dureza social, el desamparo, la pobreza, el drama continuo. Ya no más el cine proselitista de la Italia fascista, sino la cámara que desnuda la soledad. El crítico Umberto Barbaro acuñó el término “neorrealista” y Fellini participó como guionista en la película inaugural del movimiento, Roma ciudad abierta, de Roberto Rossellini (uno de sus grandes amigos). Vittorio de Sica y su Ladrón de bicicletas (1948), mostró luego cómo una bicicleta puede simbolizar la tragedia de no ser en una sociedad fracturada.
En 1951, Fellini comenzó su aventura fílmica con El jeque blanco, protagonizada por Alberto Sordi y escrita por Michelangelo Antonioni y Ennio Flaiano (guionista de varios de los grandes films de Fellini). En esos comienzos conoció a Nino Rota, el músico que con sus melodías endulzará sus películas.
En Los inútiles (1953), el ambiente pueblerino modela a un grupo de amigos jóvenes que pasan sus horas vacías entre risas y bromas que ocultan su falta de horizonte; pero uno de esos jóvenes inútiles, finalmente, decide irse para descubrirse y ser. La strada (1954) fue producida por los famosos productores Dino de Laurentis y Carlo Ponti. Su ambiente circense no es aquí escenario jovial, sino entorno de un drama que cala hasta lo más hondo del alma. Legendario film protagonizado por Anthony Quinn, como el rústico Zampanò, y Giulietta Masina, con su don de payaso. Esposa y musa de Fellini, Masina tiene una actuación destacada también en Las noches de Cabiria (1957), en Giuletta de los espíritus (1965), y Ginger y Fred (1986). En La strada, Masina es la fiel Gelsomina. Al final, a orillas del mar, Zampanò comprende su egoísmo cuando lo derriba el dolor por un amor irrecuperable.
La veta satírica y lo grotesca de Fellini brota en Boccaccio 70 (1962), filmada por varios directores, en la que Fellini recrea una historia inspirada en el autor del Decamerón, Giovanni Boccaccio; en Satyricon (1969), adaptación libre del libro de Petronio; en Roma (1972), con una capital italiana vital y caótica; Amarcord (1973), con su recuperación nostálgica de su infancia en Rímini, su ciudad natal, con escenas satíricas inolvidables de los tiempos de Mussolini; y en Casanova (1976), la adaptación de la autobiografía del escritor y aventurero veneciano, film que ganó el Oscar a mejor vestuario, y con una deslumbrante fiesta en la ciudad de los canales en su inicio.
En La nave va (1983), con guión del mismo Fellini y Tonino Guerra, cantantes de ópera y aristócratas se embarcan para arrojar las cenizas de una diva del bel canto en una isla del mar Egeo en el comienzo de la Primera Guerra Mundial. La sociedad de La Belle Époque es satirizada, al tiempo que en la nave se subraya el contraste con los marinos que trabajan en las calderas del barco. Un momento posible de comunión entre los personajes de élite y familias de prófugos serbios a bordo despunta por el canto y la danza; la música es también un acto de afirmación e identidad mientras el barco se hunde luego de ser atacado por un acorazado austrohúngaro.
La música como excusa para indagar en las jerarquías y el conflicto de poder (entre el director y los músicos) domina su Ensayo de orquesta (1979). Y la luna a través de un pozo de agua emite sus mensajes a aquellos que puedan escucharlos, aun al costo de pasar por lunáticos, en La voz de la luna (1990), película final del director de Rímini.
Pero La dolce vita (1960), junto con 8 y 1/2 (1963), lleva el cine de Fellini a su cima artística. El escritor de crónicas sociales Marcelo Rubini (Marcello Mastroianni) se sumerge en la excitación frívola de fiestas, divismo y paparazzis (nombre surgido por su fotógrafo y amigo Paparazzo). Un Marcelo que se encuentra con la monumental Sylvia (Anita Ekberg), junto a la que moja sus pies en las aguas de la mítica Fontana de Trevi. Solo luego de mucho frenesí frívolo, el personaje, nuevamente en la orilla del mar, intuye que la vida es algo más que el lujo y la trivialidad.
A Fellini nunca le gustaron los viajes. Pero conoció y admiró Nueva York. Se lamentó de no haber filmado en esa ciudad, que mezcla la imponencia de ciudades antiguas como Babilonia y Damasco con un aire futurista. El gran Igmar Bergman, tampoco adepto a los vuelos en avión, lo visitó dos veces en Roma. Entre los dos genios siempre existió una recíproca admiración.
El artista tiene su infancia y su crepúsculo. En su tramo final, la crítica no lo bendecía como antes.
Algunos afirmaban que su cine estaba desfasado, y transfirieron el podio artístico a, por ejemplo, Pier Paolo Pasolini, con su mixtura de política, mito y dagas contra el totalitarismo; o a la elevación poética y metafísica de Tarkovski. Pero el cine de Fellini está más allá de la moda. En lo mejor de su aventura creativa, lo fellinesco es la alegría de vivir a través de lo grotesco, que no es decadencia sino imaginación satírica, exasperada y creativa; es lo maravilloso que funde en un mismo espacio el recuerdo y el presente; y es lo trágico, que muestra el error del egoísmo y la frivolidad.
El creador de Rímini dijo que “todo arte es autobiográfico”, aunque muchas veces haya inventado sus recuerdos. Y las vacilaciones de Guido Anselmi, como director de cine, en 8 y 1/2, son las del propio Fellini. Anselmi evoca sus recuerdos infantiles en un intento de exorcizar su angustia. Regresa a una playa en la que la ardiente Saraghina, la imagen de la sensualidad y la vida, baila para él y otros niños, al tiempo que oculta un íntimo fastidio por el negocio del cine y la vanidad del estrellato, por la crítica y el exhibicionismo en los estrenos de las películas. 8 y 1/2 es una “película sobre una película”, expresó Fellini en una entrevista con Joaquín Soler Serrano. Anselmi, abrumado por las presiones, se oculta debajo de una mesa. Pero luego entenderá: su nueva película solo será si se libera de productores y críticos y vuelve a lo perdido: la alegría circense, envuelta en sus coloridos y trompetas. Una banda de payasos le dará el impulso que necesitaba.
Con gran inteligencia artística, Fellini afirmó que “el único realista de verdad es el visionario”. En 8 y 1/2, Anselmi-Fellini tiene la visión de que el poder de la alegría es el mejor recurso de renovación para seguir creando; así, se aleja del imaginario romántico, que exacerba el sufrimiento como verdadero y único músculo creativo.
Al final, Anselmi supera su confusión y vuelve al júbilo circense. Esto le impide caer en el desierto del desaliento. Así, el cine de Fellini siempre irradia sentimiento y una renovada voluntad de vida.