¿Encarna Milei un peronismo monetarista o es otra cosa?
Salvo por la austeridad fiscal, la economía del Gobierno se parece por ahora a la histórica del justicialismo; sin embargo, hay una chance de salir adelante
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La prioridad del gobierno de Milei es terminar con la inflación. Y le va bien. Su instrumento exclusivo es el monetarismo y, como consecuencia en la Argentina, el ajuste fiscal, porque estamos hablando de un país que carece de un mercado de capitales para financiar eventuales desequilibrios sin recurrir al Banco Central. No vamos a discutir aquí si había otra ruta posible para alcanzar el equilibrio fiscal –yo creo que sí–, pero no lloremos sobre la leche derramada. Nos encontramos frente al hecho de que, con los instrumentos puestos en juego, el equilibrio alcanzado no solo es recesivo, lo cual era esperable, sino que –sorprendentemente para muchos– depende fiscalmente en gran medida del sesgo antiexportador y el proteccionismo. Digamos que no es una novedad: la Aduana como principal fuente de recursos para el estado nacional ya estaba planteada por Juan Bautista Alberdi y fue la bandera de Carlos Pellegrini en los célebres debates de 1876, lo que le valió convertirse en un prócer de la UIA. Milei no es un prócer de la UIA pero, sin retenciones y sin impuesto país, no habría alcanzado el equilibrio fiscal y le resultará muy difícil sostenerlo. En un aspecto quizá inesperado para él, Milei es pellegrinista, porque no es librecambista, y no es librecambista porque es fiscalista. Ese es un aspecto nodal de la complejidad argentina.
Siendo así, deberíamos concluir que una reanimación de la economía en contracción solo puede provenir, en la Argentina semi-cerrada actual, del aumento de los salarios y por lo tanto del consumo interno. ¿Se puede conseguir eso en medio de tantos rigores monetarios, de una pobreza gigantesca y de un control de cambios con dólares escasos? La respuesta es que, al menos por un tiempo, y débilmente, no solo es posible sino que es inevitable. ¿Por qué inevitable? Por la combinación de tipo de cambio fijo e inercia salarial. Lo primero lo eligió Milei; lo segundo, podría decir el presidente, es comunismo tolerable: los salarios nominales aumentan con la inflación pasada, y como la inflación es descendente, los salarios reales crecen en poder adquisitivo y en dólares. Así se comporta la economía de Milei. Recesión prolongada, sesgo antiexportador, apreciación real y salarios crecientes, no digo altos. Podríamos jugar con la idea de que Milei encarna un peronismo especial, un peronismo monetarista en medio de las ruinas de una sociedad más o menos integrada y homogénea. Es que el peronismo no es una ideología confinada a los límites de su experimento original, sino una respuesta de muchos rostros a los dilemas económicos y sociales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, una respuesta cuya única regularidad indiscutida es la apreciación cambiaria, los salarios altos en dólares… hasta donde se pueda y mientras se pueda. Cuando la apreciación real se pasa de la raya –y casi todos los gobiernos se pasaron de la raya después de 1945 y hasta el presente– el costo es la crisis cambiaria. Si ahora no vemos la crisis cambiaria a la vuelta de la esquina, es por la “rareza” de la austeridad fiscal, pero no tendría muchas expectativas ni en que la rareza se sostenga ni en que sea suficiente para evitar desarreglos mayores.
¿Puede el gobierno de Milei salirse de esto que parece un determinismo venido del pasado y convertirse en algo que se aleje de la recurrente trayectoria argentina? La respuesta es que sí, y uno de los pilares fundamentales para argumentarlo es el cambio en el patrón productivo, en especial el resurgimiento del viejo sueño minero (persistente entre los argentinos desde que las Provincias Unidas del Río de la Plata perdieron el Potosí) y del más reciente sueño petrolero (persistente al menos desde Perón y Frondizi). Ambos sueños son palpables y creíbles en la actualidad. Al costado del tradicional país atlántico asoma otro, andino y patagónico, que lo complementa y lo coloca ante la posibilidad de un cambio en lo que ha sido su federalismo desigual y en lo que ha sido su estructura social. Plasmar estos sueños significaría una novedad: expandir exportaciones a un tipo de cambio real históricamente bajo, y por lo tanto compatible con un poco de felicidad popular. Hace algunos años llamé a este hallazgo “coalición popular exportadora”. Pero por entonces era apenas un experimento mental. Y calificarla ahora como popular sería una impudicia.
¿Puede ocurrir que se expandan las exportaciones con salarios en dólares altos? No es obvio, o por lo menos no es obvio que sea afortunado para todos. Discutámoslo. Se podría argumentar que exportaciones consistentes con un tipo de cambio bajo pueden ser letales para actividades que necesitan un tipo de cambio más alto para sobrevivir, como por ejemplo las industrias afincadas en los conurbanos. En Europa se ha llamado a este contratiempo “enfermedad holandesa”, y el término se extendió por el mundo. Si ese diagnóstico fuera cierto en la Argentina de hoy, sería socialmente explosivo. Pero se podría replicar bastante sólidamente que los conurbanos no son ahora predominantemente industriales, como lo fueron desde los años 30 hasta los años 70 del siglo XX, sino un multitudinario hormiguero de servicios baratos ofrecidos “por” las clases populares y “para” las clases populares, que de ese modo mejorarían su calidad de vida con el crecimiento económico impulsado por las nuevas actividades (más algunas otras). En tal caso, podríamos darle la bienvenida a la “enfermedad holandesa”, porque habría dejado de ser una enfermedad. ¿Será esa la virtud económica de la Argentina de Milei cuando se la observe en perspectiva?
Emitamos un alerta: si la enfermedad holandesa no es el problema, puede haber otro, una maldición particular a la que deberíamos prestarle atención porque puede oscurecerlo todo. Lo vamos a describir así. El diseño del régimen de promoción a las nuevas actividades (RIGI), aún después de las correcciones beneficiosas que introdujo el Congreso, permite que la mayor parte de los dólares generados por las actividades emergentes se mantenga fuera del sistema financiero argentino, internalizando solo los necesarios para pagar los impuestos deliberadamente rebajados y para pagar la masa salarial, bastante flaca porque ese es un rasgo de la tecnología de producción de materias primas mineras y petroleras. Quizás, entonces, el tipo de cambio requerido para crecer no baje tanto o no baje nada. Eso sería desalentador.
Más allá del diseño RIGI, hay un agravante, conectado con la coyuntura, sobre el que querría enfatizar. La Argentina está experimentando una caída de la tasa de inflación, pero sigue sin tener una moneda que atraiga, fronteras adentro, la circulación del capital de trabajo de las actividades productivas viejas y nuevas, y el ahorro de las clases medias y altas. En otras palabras, la Argentina sigue siendo un país cuya riqueza financiera navega en el espacio exterior y no se convierte en riqueza productiva y en empleo. Estamos hablando de un problema que en cierta medida es de secuencia y de transición, pero que es un problema delicado. Sería crucial tener una moneda aceptada por la sociedad “antes” de que los nuevos sectores incentivados se pongan en marcha y como condición para que el conjunto de la economía se ponga en marcha. Sería crucial, entonces, tener un plan de estabilización macroeconómico, que es el padre de la moneda creíble y que no consiste solo en retacear la cantidad de la moneda repudiada por los argentinos. Sin una moneda creíble no tendremos crecimiento significativo, porque habrá al menos tres riesgos que lo limitarán y que hoy están a la vista: la estabilización será frágil, aun cuando la inflación llegue circunstancialmente a cero; las exportaciones convertidas a pesos podrán revertir instantáneamente a dólares, diluyendo sus efectos benéficos; se acentuará el peligro de que la inversión anclada en las nuevas materias primas no remonte, o que se trastoque en piratería y en corrupción con la complicidad de gobernantes nacionales y locales. En este sentido, esperemos no tener diez o cien problemas, allí donde esperamos diez o cien soluciones. Cuando se descubren nuevos recursos naturales, hay que recordar siempre las siguientes cuatro palabras, nada novedosas: mejor Noruega que Nigeria. Mejor Noruega macroeconómicamente e institucionalmente. No se necesita aclarar que estamos lejos.
Por el momento, marchamos por el sendero del incipiente peronismo monetarista contractivo de salarios fuertes en dólares. Tarde o temprano, por obra de la política económica calculada o por imposición del mercado, eso va a ser indefectiblemente corregido para saltar a una trayectoria distinta. Ya veremos las características y el ritmo de esa corrección, y veremos sus consecuencias sobre el humor social, pero mi opinión es que, pese a que a Milei parece no gustarle la idea, cuanto antes comience el proceso correctivo, mejor. Mejor para no perder la enésima oportunidad argentina.