Emmanuel Carrère y el peligroso arte de narrarse a sí mismo
“Yoga”, el último libro del escritor francés, vuelve a centrarse en su propia persona, pero sin la intermediación de poetas rusos malditos o tsunamis, como sucedía en sus mejores obras
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Para entender Yoga, la nueva obra del francés Emmanuel Carrère (París, 1957), es necesario repasar las cuestiones que marcaron la existencia del libro aun antes de que llegara a convertirse en uno. Y la más importante es que, en pleno divorcio, Hélène Devynk, esposa durante poco más de una década del escritor, hizo uso del curioso derecho contractual que le permitía vetar cualquier alusión a ella en los proyectos de su ahora exmarido, por lo cual eliminó su presencia de la versión original, obligando a Carrère a rehacer toda la trama.
Este acuerdo puede parecer extraño en la vida de un best seller que se jacta de “escribir sin hipocresía” (si bien Devynk es una conocida periodista de televisión, por lo que su consentimiento literario va más allá del pudor o la venganza) y, aunque los otros detalles del divorcio son menos sorprendentes, y Yoga deja entrever varios, lo cierto es que todo esto obligó a Emmanuel Carrère a trabajar ya sin excusas ni intercesores con su personaje literario predilecto: Emmanuel Carrère.
En consecuencia, quienes recuerden las intromisiones del autor en las tramas de El Reino, Limónov o De vidas ajenas, los libros que lo convirtieron en “una voz y una palabra que poseen un peso real”, como él mismo dice, al menos entre quienes escriben y consumen una literatura anclada en sus propias vidas, no van a encontrar en Yoga ninguna novedad. La excepción es que para llegar a Carrère, esta vez, no hay que atravesar ningún primer plano de apóstoles originarios, poetas rusos malditos ni tsunamis, como pasaba en aquellos volúmenes. El único protagonista, ahora, es él, que sin otros velos periféricos que una pregunta accesoria acerca de la meditación y el yoga (interrumpida por el ataque a Charlie Hebdo), el ocaso transitorio de su salud mental (que va de los electroshocks a las etapas de una bipolaridad que lo vuelve “seductivo y muy sexual”) y los vaivenes de una aventura turística-humanitaria de dos meses en Grecia (que su exesposa desmintió en público como de apenas dos días), puede revelar en todo su esplendor narcisista que “lo que intento en la vida es llegar a ser mejor persona porque así llegaré a ser mejor escritor”. Y esto devuelve a Yoga al tema inicial, porque a falta de un tercero al cual narrar, ¿basta narrarse a uno mismo para que haya una historia?
Esta pregunta fundamental sobre la exitosa fórmula del subgénero de la “autoficción” o la “literatura del yo” que practica Carrère, sin embargo, no busca neutralizar el valor narrativo de las ansiedades del mundo adulto (el amor, el sexo y la muerte, aun contadas desde una adolescencia eterna), sino pensar en qué punto la vida, a pesar de las intenciones más genuinas de un escritor, funciona con cualidades o propiedades que la ficción no puede imitar. ¿Y acaso Yoga no es un libro que demuestra desde el principio que la vida suele tomar caminos que no apuntan ni se reúnen en torno a nada y que, aún así, avanza sin la necesidad de la cohesión ni el sentido de las tramas de la ficción?
Alrededor de este problema, lo que la literatura de Carrère (o del noruego Karl Ove Knausgård, otro referente internacional de la autoficción con su extensa serie Mi lucha) vuelve a poner en cuestión, tal como lo hizo antes la obra de Marcel Proust y hoy lo hace también cualquier influencer de redes sociales con sus contenidos, es el límite de las reglas ordenadoras de la ficción ante el caos imprevisible de la vida. De ahí que, al margen del cúmulo de experiencias y asuntos concretos que esta provee, sin una forma congruente con los parámetros de la ficción “artísticamente, la vida está muerta”, como resume el conflicto el británico Martin Amis en su propia novela de autoficción, la reciente La historia interior.
Considerado este largo telón personal y literario de fondo, lo que Carrère finalmente hace en Yoga es afinar su oído y lograr el mejor tono posible para desnudar de una vez por todas a su propio personaje, de modo que el exhibicionismo disimule la ausencia forzada de una trama. Y para lograrlo, más allá de las invocaciones a Michel de Montaigne, al que define de manera apurada como “el santo patrón de los escritores que escriben lo que se les pasa por la cabeza”, Carrère acierta en apelar a dosis idénticas de narcisismo y victimismo; es decir, las dos grandes fuerzas gemelas de la subjetividad contemporánea.
De ahí que, por encima de las circunstancias erráticas que lo trasladan de un retiro para estudiantes de yoga en la “Francia profunda” a un centro para refugiados sirios en Leros, la más meridional de las islas del Dodecaneso, su única propuesta ante el lector consista en contarse a sí mismo de principio a fin como alguien que disfruta y se disgusta por igual de su “catálogo vacuo, repetitivo y patéticamente egocéntrico de pensamientos”.
Si a pesar de las dificultades formales de Yoga la voz de Carrère logra lo que se propone es porque, en esencia, sabe dar con exactitud lo que la “literatura del yo” promete. Eso no es crónica periodística, ensayo o autobiografía, ni mucho menos una lámpara morbosa sobre las vanidades y las miserias personales, sino un espejo narcisista en el que cada uno pueda identificar y regodearse con sus propios fracasos e imposibilidades. Como hace Atiq, el refugiado que Carrère conoce en Leros y que sabe que tiene que contar que “sufrió”, aun si eso involucra alguna mentira, para que le concedan el ansiado estatuto de “refugiado político”.
En este punto, sin embargo, el artificio de narrar “lo que sea” entre el narcisismo y el victimismo permanentes muestra también su límite. En especial porque si en El Reino esa misma voz se infiltra como una excusa egocéntrica (con frases como “después de cumplir treinta años, ser yo se me hizo literalmente insoportable”) para ensayar una excelente historia del cristianismo primitivo, o en Limónov, en cambio, sigue al exótico y real escritor Eduard Veniamínovich Savenko (el Limónov del título) para entender no solo el declive de la Unión Soviética sino lo que el mismo Emmanuel Carrère es como europeo (“hijo de un ejecutivo y una historiadora de renombre que escribe libros y guiones”), esta vez resulta obvio que no hay búsqueda ni proyecto significativo que ampare esa voz.
Por supuesto, a la luz de las circunstancias excepcionales de un libro como Yoga, tal vez convenga recordar que fue otro francés, Sébastien Nicolas de Chamfort, quien escribió hace unos siglos que el amor es el único asunto acerca del cual resulta imposible no decir algo absurdo. Aún así, abandonada a la intemperie, no hay voz que por mucha confianza que invierta en sí misma no corra el serio peligro de quedarse afónica.
Yoga
Por Emmanuel Carrère
Anagrama. Trad.: Jaime Zulaika
320 páginas. $ 1495
El Reino
Emmanuel Carrère
Anagrama. Trad.: Jaime Zulaika
516 páginas. $ 2850