Elecciones 2023 | La falsa ilusión de una ola amarilla
El declive del kirchnerismo concentra la atención en la batalla Bullrich-Larreta; el riesgo de confundir resignación con apoyo militante y la carambola que busca Massa
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La crisis se ha naturalizado como parte del aire en la Argentina. En las encuestas cada vez menos gente responde que estará peor en el futuro. La mayoría presiente que estará igual. Lo que equivale a decir “igual de mal”. No es la rabia sino la resignación el signo de las elecciones presidenciales más inciertas en 40 años de democracia.
Hay una clamorosa expectativa de cambio de la que ningún candidato ha conseguido adueñarse aún. El kirchnerismo lo intuyó y decidió arrojar a Alberto Fernández fuera de la carrera presidencial. Carente de instrumentos para satisfacer la demanda del momento, Cristina Kirchner optó por bendecir la candidatura a Sergio Massa. Un político profesional, capaz de generar expectativas de competitividad, pero que no consigue responder a la pregunta de cómo podría ser él -un ministro de Economía con 120% de inflación- quien guíe al país hacia algo nuevo.
El castigo electoral al peronismo gobernante ha sido contundente en las provincias que adelantaron el calendario. Casi 1 millón de votos perdidos respecto de 2019 en el mismo núcleo de ciudadanos (cercano al 50% del padrón nacional). Al revés, la oposición de Juntos por el Cambio sumó casi 700.000 votantes, capturó el control de San Juan, San Luis y Chubut y arrasó en Santa Fe.
El giro ha despertado en ese universo de lo que alguna vez fue conocido simplemente “el macrismo” la ilusión de que se viene una ola amarilla en las PASO del domingo 13; el declive inevitable del kirchnerismo y la segunda oportunidad para un conjunto de políticos que todavía digiere la humillación de la derrota de 2019.
Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta han creído desde el principio que sería inevitable que el poder cayera de su lado. Se perciben en una suerte de ballottage encubierto, cuyo ganador tendrá despejada la autopista a la Casa Rosada. La irrupción de Massa -a quien ellos también asumen como el más competitivo de los contrarios- los puso en guardia, aunque no abandonan la convicción de que todo se define en las primarias de la oposición.
Repasan una y otra vez datos duros que parecen ratificarlo. Hace cuatro años, en las PASO que Macri perdió estrepitosamente contra Fernández, Juntos por el Cambio sacó 32% de los votos. Si se analiza el desglose territorial de aquella cifra es factible suponer que la suma de Bullrich y Larreta se ubicará sensiblemente por encima: sacó menos de 30 puntos en Buenos Aires, 33 puntos en Santa Fe (acaba de capturar el 63% en los comicios provinciales), 44% en la Capital, 27% en San Luis (donde ahora ganó la gobernación), 25% en Tucumán... Una expectativa realista es superar el caudal de 2019 en todos los distritos.
“Vamos a estar más cerca de los 40 que de los 30 puntos”, vaticina un operador clave de Larreta. Coinciden con fe simétrica en el búnker bullrichista. Difieren, claro, en quién de los dos se quedará con el premio mayor.
Lo que los números fríos no explican es el nivel de compromiso de los votantes con aquellos que se ofrecen para representarlos.
El camino desde las PASO hacia las generales y la futura presidencia está plagado de obstáculos. El primero: ¿acompañarán los votantes de Larreta a Bullrich si ella gana o viceversa? La campaña interna ha quedado marcada por la aspereza. La discusión respecto de si el cambio es “a todo o nada” o el fruto de una transacción negociada rasca apenas la superficie del problema. Se rompieron vínculos personales tejidos durante años y el tono de lo que dicen unos de otros -ya no solo en público- ha cruzado barreras inimaginables para los habituales códigos de convivencia que regían en el Pro, el radicalismo y los otros satélites de la actual oposición.
“Lo mejor que nos puede pasar es un resultado parejo. Que el ganador necesite al perdedor”, sintetiza una figura histórica del Pro, preocupada por la reconstrucción del día después.
El voto huérfano
Un estudio de la consultora Isonomía que circula en el comando de campaña de Larreta muestra que en general los votantes se hacen menos líos que los dirigentes. El 78% de los que proyectan votar a Larreta tiene buena imagen de Bullrich. Entre los que elegirán a Bullrich, un 70% percibe positivamente a Larreta.
Al jefe porteño, si esos guarismos son certeros, le costará un poco más que a su rival retener todo el voto de Juntos por el Cambio si resultara ser el ganador de las primarias. Pero los dos tendrán que trabajar fuerte para que no haya fugas. De triunfar, uno de ellos llegará al poder con una parte considerable de voto prestado.
Las últimas señales de tensión entre los candidatos, potenciadas a raíz de la decisión de María Eugenia Vidal de romper su neutralidad a favor de Larreta, agrandan el signo de interrogación sobre la viabilidad de la aparente ola irreversible de cambio. Así lo entiende el kirchnerismo. Sumergido en la crisis económica y en sus propias miserias internas, está lejos de rendirse. Necesita una carambola complicada, que no es lo mismo que un milagro.
Un segundo obstáculo responde al verdadero mandato de transformación que tendrá el próximo presidente. Desde hace meses en JxC difunden estudios de opinión pública en los que la mayoría de los entrevistados asumen que la Argentina necesita “esfuerzos dolorosos” para salir de la crisis. Hay un desplazamiento a la derecha de todo el sistema, algo que incluso parece corroborar el hecho de que la máscara actual del kirchnerismo sea Massa.
Lo que nadie tiene claro es cuál es el umbral de dolor que la sociedad está dispuesta a tolerar. ¿Por cuánto tiempo? ¿La predisposición a sufrir es personal o se cree que ahora el ajuste le toca a otro? Las respuestas se tornan difusas. Larreta y Bullrich tienen percepciones muy distintas sobre el margen de paciencia que se van a encontrar si el 10 de diciembre les toca sentarse en el sillón presidencial.
La disidencia se refleja en la composición de sus fuerzas. Larreta se recuesta en la “amplitud” -de Espert a Carrió, pasando por Lousteau, Morales, Hotton o Pichetto- y sacrifica “identidad”. El producto Bullrich se vende asociada a palabras como “coraje”, “coherencia” e “intransigencia”.
El ala dura apuesta a que desnivele la balanza el voto de la minoría convencida. Creen que Bullrich se asienta en un piso de 20 puntos, que de ser cierto parece un Everest para Larreta. Del otro lado, le rezan a la mayoría silenciosa. Un conjunto indefinido por naturaleza, que no se enamora de nadie o, más bien, que ya se frustró con todos. La incógnita con los habitantes de esa demografía es si irán a votar o no.
Los números de todas las encuestadoras son claros. Entre el tercio de los argentinos más politizados Massa y Bullrich tienen una clara ventaja sobre el resto. En cambio, en el sector de conexión menos intensa con la política crecen notablemente en intención de voto Larreta y Milei.
Allí se vislumbra otra clave de lo que viene. Las elecciones provinciales marcaron una sensible baja de la participación electoral, de casi 5 puntos en promedio. Larreta necesita que la participación sea lo más alta posible para superar a Bullrich. Lo mismo Milei para quedar en la cancha al cabo de las primarias.
El transcurrir de los meses ha reconfigurado al líder de los libertarios. Ya no es tanto el canal de los indignados, sino el de los resignados. El objetivo final de su campaña consiste en convencer a los que alguna vez se interesaron por él de que tienen que ir a votar en las PASO. Massa fue una mala noticia para él porque trastocó los sentimientos de un gran número de votantes. Al entender que entraba al partido un jugador con tono competitivo, se gestó un incentivo a revisar conductas. Hay peronistas desencantados que pensaban votar a Milei y que ahora sienten que vale la pena mantener su antigua lealtad. Exseguidores de Cambiemos reconsideran la fuga hacia Milei ante el miedo de que el kirchnerismo pueda revivir con el ropaje massista.
¿Tienen lógica estas cuentas? Los estrategas de la campaña se esmeran en diseñar spots, calendarios de visitas, gestos, declaraciones bien meditadas y en el fondo sospechan que todo su esfuerzo equivale a prenderle velas a un santo sin nombre.
Una sociedad en estado de implosión, que atravesó la fase de la bronca, se expresará dentro de poco más de una semana. Las matemáticas electorales pueden arrojar un escenario abierto de cara a octubre o sorprender con un resultado contundente, de esos que eliminan toda la incertidumbre en un suspiro. Como en 2019.
Incluso si eso ocurriera haría mal el ganador si se creyese receptor de la confianza popular. Tendrá que prepararse para actuar rápido y no fallar. Es muy corta la luna de miel que puede ofrecer un pueblo que se acostumbró a estar mal.
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