El verdadero alcance de los principios del liberalismo
Al calor de la lucha electoral, el peligro es reducir la tradición liberal a una supuesta eliminación del Estado y a una idealización del mercado
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“Matemáticos, corrijan el error, los números tienen alma”, exhortaba Leonardo Da Vinci. Los resultados electorales del domingo pasado, dominados por las cifras, ponen a prueba nuestro entendimiento para indagar en el espíritu que late detrás de los números; en las emociones que se expresan en el acto de ir a votar. Para muchos se trata de un juego; para otros, de una obligación, un trámite, la descarga de una furia electoral o el silencio de una abstención. Para los que debimos aprender el valor de la democracia, representa una emoción ciudadana, aun cuando en tiempos electorales no se le recuerda a la ciudadanía la racionalidad cívica que esconde ese acto de apariencia rutinaria.
Cada cuatro años, el poder se vacía para que con el voto soberano elijamos a quienes tomarán decisiones en nuestro nombre. A la par, debiera ser el gran momento en el que una sociedad se para ante sí misma para decidir qué rumbo tomar. En lugar de eso, el marketing político, las encuestas y el rating vaciaron la conversación pública, que sigue dominada por el personalismo, las anécdotas y los insultos.
"Los argentinos recuperamos efectivamente la rutina electoral pero estamos lejos de haber rehabilitado la política en el sentido de la pluralidad democrática y el respeto a la diversidad"
Invocamos los cuarenta años de continuidad electoral. Un triunfo sobre nuestra historia de golpes de Estado. Pero debemos saber que la idea democrática se invalida con nuestros compatriotas empobrecidos, a los que se les sustrajeron los derechos que el Estado debió garantizar. Una responsabilidad que no exime a nadie. Por eso, pobre favor nos haremos a nosotros mismos si simplificamos la lectura de los resultados electorales señalando al “loco” en un país enloquecido o a la disputa ideológica entre mercado o Estado.
Los argentinos recuperamos efectivamente la rutina electoral pero estamos lejos de haber rehabilitado la política en el sentido de la pluralidad democrática y el respeto a la diversidad. A riesgo de sonar cínica, algo evolucionamos. En lugar del violento grito de guerra “que se vayan todos”, al menos esta vez se utilizó el voto para protestar. Sin que se haya empujado a un gobierno a salir a las apuradas, como sucedió con Fernando de La Rua.
Pero seguimos estancados en esa crisis. Como en 2001, el país está nuevamente desnudo, con los pies de barro, herido por el oportunismo político de los que se aprovecharon de esa crisis y en lugar de levantar al país de sus escombros construyeron un poder propio, personalista, y se apropiaron del Estado, sus símbolos, nuestros silencios y dolores, y sin que hayan rehabilitado a la política, sustento de la democracia. En su lugar, la convirtieron en motivo de desprecio, negada por los privilegios de los grupos de poder y la intolerancia al disenso. Utilizaron al Estado con criterio extorsivo para perseguir y destruir la reputación de los adversarios, convertidos en enemigos. Verdaderas dinastías políticas, gobiernos de los parientes y matrimonios que se suceden en los cargos, que dan pie al grito de guerra de Milei contra “la casta” y a la odiosa metáfora destructiva de la “motosierra”.
Antes de que la carrera a la presidencia se vuelva a llenar de gritos y consignas, vale la pena precisar el significado del liberalismo, para que no quede reducido a la eliminación del Estado y convierta al mercado en una institución como se lee en la plataforma de la Libertad Avanza.
"En el voto de los jóvenes que nacieron y viven en democracia, el grito de libertad no tiene que ver con la opresión sino con las frustraciones"
Nadie mejor que el padre de nuestra Constitución, Juan Bautista Alberdi, de quien Milei se dice discípulo, que en sus escritos póstumos precisaba: “Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni conocen. Ser libres, para ellos, no es gobernarse a sí mismos sino gobernar a otros. La posesión del gobierno, he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno, he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad que autoriza la represión y la muerte”.
Como en el juego de la silla vacía, entre nosotros todo aparece corrido de su lugar, los conservadores se dicen liberales en lo económico pero desprecian los derechos sociales; “el progresismo” cree que los derechos le pertenecen, confunde Estado con gobierno, rechaza la libertad individual y el derecho a decir. A juzgar por sus reacciones ante los que lo contradicen, a Javier Milei también se le aplica la descripción de Alberdi, y eso explica que se le tema más por su biografía que por sus ideas.
En el voto de los jóvenes que nacieron y viven en democracia, el grito de libertad no tiene que ver con la opresión sino con las frustraciones. Pero nadie les explicó que un auténtico liberal respeta las opiniones ajenas, no les sale al cruce con imprecaciones. Como en el amor, ese triunfo de la esperanza sobre la experiencia, prefirieron al que les ofreció una ilusión en lugar de la amenaza de un futuro explosivo, el de “la bomba a estallar”.
Sin embargo, al igual que Cristina Kirchner, Milei utiliza el pasado para construir identidad y pertenencia. Solo que, en lugar de denostar a la Argentina del Centenario, como hace el peronismo nacionalista, se sirve de la Argentina del esplendor, primera entre las naciones del mundo, la de las mieles del trigo a la que le cantó desde Paris el poeta Rubén Darío. La Argentina de los liberales que, como Joaquín V. González, sabían que no se debía usar la historia para justificar la violencia, sino para buscar en la moral y la verdad la superación del pasado de enfrentamientos, y de la no derogada “ley del odio”, porque “el carácter más genuino de la tiranía es la confusión entre la persona moral del Estado con la particular y privada del hombre que ha usurpado y reunido en una sola mano todos los poderes”.
Joaquín V. González ponía toda su confianza en “la gran armonizadora de las diferencias, la Constitución de Argentina, que es progresiva y liberal por excelencia”. González murió en 1923, no asistió al golpe de 1930, que enterró el ideal liberal por más de setenta años.
En momentos de gran confusión, para evitar la ofuscación de una nueva narrativa, urge recordar que la filosofía jurídica de nuestra Constitución reformada de 1994 son los derechos humanos. Una religión laica nacida sobre las cenizas del nazismo, adoptada en la Argentina tras la tragedia de la violencia pasada. Una protección de los ciudadanos ante la prepotencia del Estado. Una concepción liberal inspirada en las cuatro libertades de Roosevelt: libertad para rezar, para decir, para vivir sin necesidades y sin miedo. El kirchnerismo los tergiversó y negó su universalidad; los redujo a la mera denuncia de su violación sin anunciar el verdadero significado de esa filosofía humanitaria. Como enseñó Eleonora Roosevelt, los derechos humanos no dependen del número de tratados internacionales que firme un país, sino que anidan en el corazón noble de los seres humanos. Si no tienen sentido ahí, poco importa cómo nos definamos políticamente.