El universo de Saer y su misterioso eco en el Aleph de Borges
Las cercanías y las diferencias entre los dos autores argentinos permiten un juego de anacronismos revelador
- 6 minutos de lectura'
El desafío de narrar la luz y de poetizar su temporalidad entrelazan a Juan José Saer, el autor de El entenado y Glosa, y Jorge Luis Borges. Esa luz amarillenta de la mañana y la otra luz del atardecer –el oro de los tigres, metáfora del tinte del día y sus variaciones– fueron los últimos vestigios de los colores que se alejaron de Borges. En su poema “El Ciego” se lee que, cuando los perfiles visibles de las letras y los rostros lo abandonaron, solo perduraban en el interior de su ceguera las formas amarillas. También la prosa de Saer modula el color del oro de los tigres y las infinitas declinaciones de esa luz irreal, como llama a la luz de febrero a orillas del río Colastiné en el albardón costero de Santa Fe, con frases que prolongan los ecos del poeta entrerriano Juan L. Ortiz. Oscar Wilde fue quien afirmó que la naturaleza copia al arte. Hoy, gracias a la escritura de Saer, en esa región del litoral argentino –la zona saeriana– los atardeceres son copias que hace con esfuerzo la naturaleza de algunos versos de Juanele.
En esa desesperación por retener la luz como último vestigio de las formas del mundo visible está –si se permite un anacronismo voluntario– el elemento de Saer que prefigura a Borges. Esa luz irreal en Saer es una alucinación en el poema “Afterglow” de Borges: “Cuando el sol último se ha hundido,/ nos duele sostener esa luz tirante y distinta,/esa alucinación que impone al espacio/ (…)”.
En el cuento “El Aleph”, se menciona un alfajor santafesino. Este alfajor es un elemento de la gastronomía santafesina que el narrador-personaje Borges llevaba a la casa de Beatriz Viterbo como ofrenda para la cena que se hacía en memoria de su aniversario. Alguien podría adelantar que es un elemento de la zona saeriana en Borges por el adjetivo de santafesino y porque de una manera verosímil podría haber acompañado algunas de las múltiples descripciones de los asados que hay en los textos de Saer. Pero la zona de Saer no es un regionalismo a secas, sino una sintaxis particular con el espesor de los elementos de esa zona del litoral argentino. El alfajor santafesino y circular no es saeriano por el hecho de nombrarlo, sino porque se expande hasta ser un Aleph. Hay también en la escritura de Saer puntos aléphicos que contienen en potencia al todo. Uno de estos es la frase del comienzo de El limonero real: “Amanece. Y ya está con los ojos abiertos”. Cada vez que se repite esta frase se retoma lo dicho anteriormente y se expande. Es una novela de más de doscientas páginas, pero ya en la primera frase, en ese punto, está contenida la totalidad de la novela. Con cada repetición de esas frases se introducen variaciones que permiten desplegar la narración. Saer expande, Borges contrae.
¿Y si, postulando un anacronismo deliberado, como se hace en el relato de Pierre Menard, Saer hubiera sido el precursor de Borges? ¿Qué momentos saerianos, además de ese alfajor que se expande hasta ser un aleph, encontraríamos en la lectura de Borges? Tal vez la ceguera de Borges haya sido anunciada por ese intento monumental de las novelas de Saer para que las palabras den cuentan de esa luminosidad que se deforma, como el día y la batalla en el “Poema Conjetural”. Las novelas de Saer son la ceguera de Borges definida como un lento atardecer de verano. Pero hay algo más profundo que la coincidencia circunstancial de algunos temas. En Saer, la zona es, más que algo regional, un gesto sintáctico, una frase con curvas y meandros como el río. El Buenos Aires de Borges también es una tonalidad, un fondo expresivo trabajado en múltiples variaciones. En los dos se trata del estilo.
El relato “Algo se aproxima” del primer libro de cuentos de Saer, En la zona (publicado en 1960 cuando Borges ya estaba ciego), anunció su proyecto literario. Esta interpretación se debió a las palabras del personaje Barco, dichas en una conversación que acompaña un asado (asado en el que no hay alfajores porque no hay postre, como se lamentan en un momento de la reunión): “Por eso me gusta América: una ciudad en medio del desierto es mucho más real que una sólida tradición. Es una especie de tradición en el espacio. Lo difícil es aprender a soportarla. Es como un cuerpo sólido e incandescente irrumpiendo de pronto en el vacío. Quema la mirada. Hablando de la ciudad, decía. Me gusta imaginármelos. Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”.
La mayoría de lectores se ha detenido en esta última parte de las palabras de Barco, y en la palabra región, que se vincula directamente con zona que trabajó después Saer. Sin embargo, también sería interesante detenerse en el motivo de la atracción por América. Es decir, el contrapunto entre ciudad y desierto; y la necesidad de este último para que funcione el engranaje literario. El sentimiento del desierto fue el que necesitó Paul Bowles, traductor temprano de Borges, para escribir El cielo protector, donde también hay una zona ligada a una luz particular en ese espacio abierto e indefinido que Borges imaginó como un temible laberinto.
El “Poema conjetural” de Borges es El arte de narrar. Se sabe que, para Saer, menos que una ironía, respondía a una visión personal de su proyecto literario haber nombrado El arte de narrar a su libro de poemas, y que de alguna manera compensaba las lentas descripciones de su narrativa. En el “Poema Conjetural” se narra, con arte y de manera condensada, la muerte de Laprida.
Sin embargo, quisiera imaginar una afinidad secreta en el Aleph, en lo que esa enumeración no dice, pero que sí podríamos pensar que sería lícito ver en esa esfera que contenía infinitos. Partamos de lo que dice de uno de los elementos de esa enumeración vertiginosa: “Vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa de Bengala”. Entonces, en el Aleph del cuento también se pudo ver un crepúsculo porteño que reflejaba ecos del color del atardecer sobre el Paraná que Juanele moduló en sus poemas y Saer dilató en su prosa. Seguro que Borges vio ese reflejo antes de que lo trabajara el olvido. De todas formas, ya había escrito “Líneas que pude haber escrito y perdido hacia 1922″: “Silenciosas batallas del ocaso/ en arrabales últimos, / siempre antiguas derrotas de una guerra en el cielo”.