El país necesita renovar el contrato pedagógico de manera urgente
Cada período de la historia argentina se sostuvo en un proyecto educativo en función de un modelo de país imaginado. El efecto a largo plazo fue que con el tiempo se consolidaron tres visiones que conforman un sentido común sobre la educación compartido, ya con matices, ya con miradas opuestas, por millares de argentinos. En primer lugar, que es una herramienta de superación personal en un país donde el ascenso social era un dato de la realidad. Luego, que la educación es una formidable herramienta de intervención estatal. Y por último, una ponderación positiva de los docentes.
Sin embargo, como remate de un proceso que lleva décadas, la pandemia puso en evidencia de manera descarnada la distancia que hay entre esas representaciones, aún vigentes, y la realidad. El prolongado aislamiento y la desordenada apertura funcionaron como un desagradable espejo de los claroscuros de nuestra sociedad. Era impensable que la educación emergiera indemne de esto. Lo que aún es una incógnita es si la crisis constatada será tomada como una oportunidad.
La gran novedad, que muchos presentan de manera acrítica como positiva, es el involucramiento de los padres en la cotidianeidad escolar. No hay que olvidar que un docente es un profesional y que tiene una formación específica. La angustia propia de la incertidumbre superpuso las demandas: ¿contenidos y/o presencialidad?; ¿presencialidad con contenidos? Nadie discute la necesidad de socialización de nuestros chicos. Pero lo cierto es que si la prioridad era efectivamente esa, muchas de las críticas hacia los docentes podrían haberse evitado. Es también un síntoma de época: las distintas autoridades educativas, nacionales y provinciales, priorizaron el humor social antes que plantearse, seriamente, el modelo de país que debería organizar la educación para el futuro, y a la vez, absorber el enorme costo social de una pandemia que privó a millares de chicas y chicos de lo más preciado que tiene la escuela, que es el contacto con sus pares.
No es este el lugar para discutir sobre la pertinencia o no del aislamiento. Solo quiero señalar que hasta que se acercó la puja electoral, el consenso entre oficialismo y oposición era evidente, palpable en los anuncios conjuntos de medidas. Aunque había una ausencia de objetivos, salvo el de evitar el malhumor social. De propuestas, poco y nada, solo jerga pedagógica, hojarasca con la que en abstracto todos acuerdan pero que nadie parece saber cómo implementar.
Mientras tanto, los docentes dieron clase. Como pudieron. En ocasiones, a costa de su salud, pero felices también de retornar a las escuelas tanto como sus chicos. Muchos quizá crean que la docencia es un trabajo como cualquier otro. Permítanme decirles, con casi un cuarto de siglo como docente de escuelas medias y formador de formadores, que no lo es. Y ese fuego sagrado de tener entre manos el futuro de un país debería ser digno de mejor suerte. “Qué buen vasallo sería, si buen señor tuviera”, aprendimos en su momento. Lo mismo se aplica a las maestras y maestros, profesores y profesoras, librados a lo que su leal saber y entender les dictó hacer durante 2020, y precipitadamente retornados a las escuelas en 2021.
Las familias reclaman una educación para sus hijos, y es justo, porque es un derecho. Reclaman teniendo en mente lo que fue su propia escuela y también, sus necesidades inmediatas. Reclaman preocupados por la salud de sus hijos, para quienes cortar los lazos sociales no es sano, algo en lo que todos estamos de acuerdo. Pero no hubo respuestas adecuadas a esa necesidad elemental, y en ese escenario trabajamos los docentes, a quienes no se nos explicó a qué volvíamos ni se nos propuso cómo modificar nuestras prácticas. Nosotros también “regresamos” a la escuela que conocíamos, pero no sabemos qué escuela queremos tener, porque no se propiciaron instancias para consensuarla. No es fácil pensar en los contenidos con esos condicionantes, con protocolos que interrumpen la continuidad pedagógica más que cualquier aislamiento. Un chico que no se contagia puede, de todas maneras, participar en pésimas clases, y mientras tanto estar expuesto al contagio o a ser vector de él.
Los que volvimos a las aulas lo hicimos con muchas contradicciones, pero convencidos de que hay algo irremplazable en la presencialidad. Para los chicos y quienes compartimos la escuela con ellos, allí es donde se imagina y se construye el futuro. Pero el aislamiento y la falta de generosidad han hecho que muchos pronuncien esa idea con temor. Ese miedo es el que no deberíamos transmitirle a nuestros niños. No hay salida de ninguna catástrofe social que no sea colectiva, y todos somos parte de esa tarea. La escuela, sencillamente, enseña a estar juntos. A ser un colectivo. La pandemia ha vuelto más urgente que nunca la necesidad de renovar el contrato pedagógico.
Historiador y docente. Autor de Elogio de la docencia