El pacto democrático de 1983, amenazado
Sin tribunales independientes no hay democracia republicana; lo ocurrido durante las cuatro décadas que siguieron al Juicio a la Juntas pone en evidencia lo que pasa cuando la política no respeta a un poder esencial del Estado
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Javier Milei acaba de cumplir su primer aniversario como presidente de la Nación. El año pasado, cuando parecía que podía ganar las elecciones, participé en una discusión con un grupo de intelectuales y activistas cívicos con quienes enfrentamos el acoso a la prensa del kirchnerismo, su avasallamiento al Poder Judicial, sus escandalosos negociados y la utilización venal de los derechos humanos. Ellos sostenían que era preferible votar a Massa, porque temían que Milei destruyera “el pacto democrático que los argentinos sellamos en 1983″. ¿No entendía yo a qué pacto se referían? Había asistido al Juicio a las Juntas como periodista y no recordaba ningún pacto. Tampoco comprendía por qué Massa y Cristina (la verdadera dueña de los votos), cuya falta de escrúpulos conocíamos demasiado bien, eran menos peligrosos para la debilitada democracia argentina que el novato Milei. Ninguno de los candidatos me daba garantías. Ambas opciones expresaban una vocación hegemónica, el culto a la personalidad y la demonización de los adversarios (y todos aquellos que osaran criticarlos), en una lógica amigo-enemigo llevada al extremo para dividir a la sociedad y destruir el centro democrático.
¿Está en riesgo la democracia?, me preguntaba entonces y me sigo preguntando ahora. Aunque apoyo las duras medidas económicas que tomó el Presidente para evitar una nueva hiperinflación y sus graves consecuencias, desconfío de sus groseros ataques a la prensa y a quienes lo cuestionan, sus simplificaciones ideológicas y sus delirios de grandeza. A esta altura es claro que Milei no es un liberal, es un anarco-capitalista. Cree en el mercado, pero no en la democracia ni el Estado, su regulador. Sin embargo, no es Milei el dirigente que ha puesto en riesgo la convivencia cívica que con tanto dolor supimos conseguir en 1983. Otros han sido los responsables. Mi intención aquí no es acusar, sino que esta crónica sirva para recapacitar. Todavía estamos a tiempo de recuperar el verdadero espíritu del Nunca Más.
Pendía de un hilo
El 10 de diciembre se cumplieron 42 años ininterrumpidos de gobiernos elegidos constitucionalmente. Un verdadero hito en un país que vivió gran parte de su historia bajo guerras civiles y dictaduras militares. La democracia republicana y liberal establecida en nuestra Constitución es un sistema de gobierno basado en la autolimitación del poder y el respeto al pluralismo que recién empezó a arraigar entre nosotros gracias al coraje y la visión de Raúl Alfonsín. El 13 de diciembre de 1983, tres días después de asumir, el flamante presidente tomó una serie de medidas audaces que fueron los cimientos políticos y jurídicos de la naciente democracia y marcaron su futuro. Pero de ninguna manera fue un pacto sellado por el conjunto de la sociedad argentina. Más bien fueron decisiones que Alfonsín tomó casi en soledad, consciente de que la democracia es una senda estrecha que debe transcurrir alejada de los extremismos.
¿A qué medidas me refiero? A los decretos 157 y 158, que ordenaron el procesamiento de las cúpulas guerrilleras de Montoneros y el ERP y las Juntas Militares que gobernaron el país entre 1976 y 1983; y al decreto 187, que creó la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep). Estos decretos ponen de relieve que Alfonsín no buscó favorecer o castigar a uno u otro grupo según su preferencia o conveniencia política, como hicieron los presidentes Néstor y Cristina Kirchner 20 años después. Tampoco equiparó los crímenes de los terroristas con la responsabilidad infinitamente mayor de quienes estaban a cargo de las instituciones del Estado. Pero sí dejó en claro que los máximos responsables de ensangrentar el país y violar derechos humanos serían condenados con todo el peso de la ley.
El supuesto pacto
Hoy el peronismo y la izquierda quieren presentar el Juicio a las Juntas, la Conadep y su histórico informe Nunca Más, como una gesta o “pacto democrático” llevado a cabo por el conjunto de los partidos políticos y la sociedad. Pero la realidad fue muy distinta. El peronismo, que sacó el 40% de los votos con Ítalo Luder como candidato, apoyaba la autoamnistía que se dieron los militares antes de dejar el poder. Los diputados y senadores justicialistas se negaron a integrar la Conadep como estaba previsto en el decreto presidencial. Los organismos de derechos humanos también desconfiaban, querían una comisión parlamentaria bicameral. Pronto comenzaron a denunciar la supuesta “teoría de los dos demonios” del alfonsinismo. Afirmaban que había habido “un solo demonio”, los militares. Por su parte, un sector importante del partido radical y muchos miembros del gabinete acompañaban al presidente con más recelo que convicción: temían que los militares, que aún tenían poder y apoyo social, se aliaran con el peronismo y el sindicalismo para dar un golpe de Estado.
“Casi todos los ministros se oponían a los juicios; el único que apoyaba con tibieza era el ministro de Educación y Justicia, Carlos Alconada Aramburú”, me contó en una entrevista Jaime Malamud Goti, uno de los dos juristas y filósofos de renombre internacional que, junto a su colega Carlos Nino (fallecido en 1993), diseñaron e implementaron el andamiaje legal de derechos humanos de Alfonsín.
Malamud Goti recuerda que en 1983, cuando él y Nino le propusieron a los candidatos presidenciales juzgar a los militares, el único que los apoyó e integró a su equipo de campaña fue Alfonsín. En su libro Contra la corriente, el jurista Federico Morgenstein cuenta que Alfonsín era consciente de que conducía a la frágil democracia por un desfiladero angosto. Por un lado, los militares sentían que habían salvado al país de “la subversión marxista” y pedían una amnistía total; por el otro, los grupos de derechos humanos exigían la “aparición con vida” de los desaparecidos y “juicio y castigo a todos los culpables”. Malamud Goti recuerda que el presidente un día les confió: “Mi pesadilla es despertarme y encontrar a los militares en mi habitación, decididos a tomar el poder”.
A través de los testimonios de cientos de sobrevivientes y miles de denuncias de familiares, la Conadep identificó 8961 personas desaparecidas y sacó a la luz el macabro mapa del terrorismo de Estado: un total de 380 centros clandestinos de detención, tortura y muerte montados en todo el país. La comisión también dio apoyo a las Abuelas de Plaza de Mayo para identificar a los nietos apropiados ilegalmente. Se vinculó con la American Association for the Advancement of Science, de Estados Unidos, para probar la filiación de los nietos recuperados mediante el uso de datos genéticos. Esta fue la herramienta principal de una organización valiosa que años más tarde, lamentablemente, se dejó cooptar por el kirchnerismo y la seducción del poder.
El 20 de septiembre de 1984, los miembros de la Conadep presentaron en la Casa de Gobierno su informe final, Nunca Más. “Fue uno de los momentos más emocionantes de mi gestión presidencial”, escribió Alfonsín en el prólogo del libro de Carlos Nino, Juicio al mal absoluto. “Una multitud silenciosa colmaba la plaza de Mayo. Sabato entregó las abultadas carpetas y pidió la pronta publicación del material”. Dieciocho días después Eudeba lanzó una primera edición de 400.000 ejemplares que se agotó en 48 horas. “Después del Nunca Más nadie puede ignorar lo ocurrido durante la dictadura”, señaló el ex presidente.
El prólogo del Nunca Más, escrito por Ernesto Sabato, presidente de la Conadep, es un documento histórico que debería ser un texto obligado en las escuelas cuando los alumnos estudian la década del 70 y los desaparecidos. Sabato explica de manera equilibrada cómo la violencia política y el desprecio por la ley fueron en aumento a lo largo de esos años turbulentos hasta desembocar en la más cruenta y brutal dictadura militar. Captura, en todo su alcance y complejidad, la visión punitiva y a la vez reparadora de Alfonsín y el espíritu del Nunca Más.
En 2006, el gobierno de Cristina Kirchner alteró este documento, sustituyéndolo por un prólogo escrito por el entonces secretario de derechos humanos. La intención fue hacer “desaparecer” (uso esa palabra expresamente) de la historia oficial los miles de atentados, secuestros y asesinatos llevados a cabo por Montoneros, ERP y otros grupos criminales, que en nombre de la revolución socialista sumieron a la sociedad en una verdadera orgía de sangre. Al cumplirse 40 años del golpe de Estado de 1976, el gobierno de Mauricio Macri reeditó el Nunca Más con el prólogo original.
El juicio más importante
Entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985 se realizó el Juicio a las Juntas Militares. Fue impactante ver a los comandantes entrar en fila a la sala repleta de gente y sentarse en el banquillo de los acusados. Hasta hacía poco habían sido los dueños de la verdad, la vida y la muerte de los argentinos. Videla leía la Biblia, mientras Massera sacando pecho y de uniforme mostraba su desprecio por el tribunal. Me resulta imposible reproducir lo que contaron los sobrevivientes durante esos meses en que cada día descendíamos a los infiernos. Pero en ese submundo del horror, también existieron actos de heroísmo. Como el de Víctor Basterra, detenido en la ESMA. Un trabajador gráfico que para sobrevivir se ganó la confianza de los represores. Le asignaron una tarea delicada: fotografiar y hacer los documentos con el número de cada uno de los detenidos. Cuando le permitieron salir regularmente para visitar a su familia, escondía copias de la documentación en sus calzoncillos. Ese material fue una prueba contundente de la barbarie organizada que reinaba oculta en la escuela donde se formaban los cadetes de la Marina.
A lo largo de las sesiones, los jueces y fiscales de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal probaron que los comandantes idearon un plan sistemático y masivo de secuestros, detenciones clandestinas, torturas y eliminación de personas sospechadas de acciones terroristas, así como de personas vinculadas que pudieran brindar información. No hubo “excesos”, sino una gigantesca maquinaria de terror que funcionaba al margen de toda legalidad, incluso la establecida por la propia dictadura.
Jorge Videla y Emilio Massera fueron degradados y condenados a reclusión perpetua e inhabilitados para ejercer cargos futuros; Orlando Agosti, condenado a 4 años y 6 meses de prisión; Roberto Viola, a 17 años; y Armando Lambruschini, a la pena de 8 años de prisión. Omar Graffigna, Jorge Anaya, Leopoldo Galtieri y Basilio Lami Dozo fueron absueltos. Poco después Galtieri y los integrantes de la última junta militar fueron condenados y encarcelados por conducir al país a una guerra en Malvinas sin ninguna preparación.
Los camaristas del Juicio a las Juntas actuaron con total independencia. Esto resultó evidente en el punto 30 de la sentencia, que no consideró la “Obediencia debida” como quería el gobierno, sino que ordenó a los tribunales de todo el país extender la acción penal a los demás responsables de la represión criminal.
La Cámara Federal de Buenos Aires condenó al general Ramón Camps a 25 años de prisión, a Miguel Etchecolatz a 23 años, al general Pablo Ricchieri a 14 años y al médico Jorge Berges a 6 años. Mario Firmenich fue extraditado de Brasil y condenado por la Cámara Federal de San Martín a 30 años de prisión. Ricardo Obregón Cano fue juzgado y absuelto. Fernando Vaca Narvaja, Rodolfo Galimberti, Roberto Perdía, Héctor Pardo y Enrique Gorriarán Merlo permanecieron prófugos. José López Rega fue capturado y traído al país desde Estados Unidos para responder por los crímenes de la Triple A.
Pero el malestar en los cuarteles fue in crescendo. Para evitar una rebelión que pusiera en riesgo la democracia, Alfonsín envió al Congreso la llamada ley de “Punto final”. Sancionada el 23 de diciembre de 1986, la norma ponía una fecha límite de 60 días para que los tribunales iniciaran acciones penales. Pero en lugar de acotar los juicios, los multiplicó. Unos 400 militares fueron procesados.
La rebelión tan temida
La sublevación militar finalmente ocurrió durante la Semana Santa de 1987. El 14 de abril, el mayor Ernesto Barreiro (uno de los principales torturadores del campo de detención La Perla), se negó a concurrir ante la justicia en Córdoba. Dos días después, el teniente Aldo Rico organizó un motín con 200 oficiales en la Escuela de Infantería en Campo de Mayo. Cuatrocientas mil personas llenaron la plaza del Congreso durante una Asamblea Legislativa convocada de urgencia por el presidente. Alfonsín aseguró que la democracia no “sería extorsionada”. Los amotinados amenazaron con bombardear con cañones a las fuerzas leales y a la multitud que rodeaban Campo de Mayo. Carlos Nino, que pasó esos días en la antesala del despacho presidencial, contó que ese fin de semana el presidente durmió en la Casa Rosada. El domingo de Pascuas decidió ir a hablar personalmente con los “carapintadas” (se los llamó así porque se pintaban la cara con betún).
“De repente, dejó la habitación y fue directamente al balcón que enfrenta la plaza. Lo seguimos en un estado de trance. Rodeado por líderes del Partido Peronista, Alfonsín se dirigió a la multitud a las 14.40. ‘Lo que estamos arriesgando es mucho más que un absurdo golpe de Estado; estamos arriesgando el futuro de nuestros hijos; estamos arriesgando el derramamiento de sangre entre hermanos. Es por eso que he decidido ir personalmente dentro de unos momentos a Campo de Mayo a exigir la rendición de los rebeldes. Les pido que me esperen aquí…’”
Cuando los manifestantes vieron el helicóptero presidencial volar sobre la Plaza de Mayo, comenzaron a cantar el Himno Nacional. Cuatro horas después, el presidente regresó y salió al balcón: “¡Felices Pascuas!”, exclamó frente a la muchedumbre y las cámaras de televisión. “Los rebeldes han depuesto su actitud y serán llevados ante la Justicia… La casa está en orden y no hay derramamiento de sangre en la Argentina”.
Está última frase, “la casa está en orden”, fue repetida hasta el cansancio en tono de sorna por el peronismo, la izquierda, la prensa y los grupos de derechos humanos, insinuando que Alfonsín mintió e hizo concesiones inconfesables a los militares. Carlos Nino asegura en su libro que nada de eso ocurrió. Aldo Rico fue condenado y degradado, pero volvió a amotinarse al año siguiente desde la prisión. En diciembre de 1988, el verdadero líder de los carapintadas, el coronel Mohamed Ali Seineldín, encabezó un tercer alzamiento en Villa Martelli. Después de tres días de tensión y varios muertos, la rebelión fue aplastada por el comandante en jefe del Ejército.
Como si esto fuera poco, en enero de 1989 un comando de 46 guerrilleros del Movimiento Todos por la Patria (MTP), liderado por Gorriarán Merlo, exjefe del ERP, atacó el regimiento militar en La Tablada. Murieron 32 terroristas y 11 integrantes de las fuerzas de seguridad antes de que el asalto fuera repelido.
La rebelión militar de Semana Santa y los alzamientos posteriores marcaron el final de “la primavera democrática” y el comienzo del declive del gobierno radical. Pero el golpe de gracia no se debió a los juicios, y ni siquiera a la impopular ley de obediencia debida que Alfonsín envió al Congreso para evitar un golpe de Estado. Lo que obligó al presidente a convocar a elecciones anticipadas y dejar el poder seis meses antes de lo previsto, fue el deterioro de la economía. Una hiperinflación galopante pulverizó su autoridad y el presidente electo Carlos Menem, del Partido Justicialista, asumió el 25 de mayo de 1989 para evitar un vacío de poder.
De eso no se habla
Con esa habilidad magistral que tiene el peronismo para reescribir la historia a medida de su conveniencia política, cuando se habla de las leyes de impunidad que “clausuraron” los juicios y liberaron a los militares, en la mayoría de las páginas oficiales, documentos del Conicet, la UBA o sitios de organizaciones de derechos humanos, se nombran las leyes de Punto final y Obediencia debida de Alfonsín. Casi nunca se mencionan los indultos dictados por el presidente peronista Carlos Menem en su primer año y medio de gobierno. Con gran apoyo del Partido Justicialista y en nombre de la “reconciliación nacional”, los indultos de Menem revirtieron las sentencias históricas y liberaron a Videla, Massera, Firmenich y otros 400 militares, terroristas y sediciosos presos o procesados por crímenes contra la democracia y la humanidad.
Los presidentes Néstor y Cristina Kirchner, que en este siglo hicieron de la reapertura de los juicios a los militares la columna vertebral de su estrategia de construcción política, jamás mencionaron los indultos del peronismo. Es el gran tabú de la política argentina. El radicalismo, que siempre se deja correr por izquierda, tampoco defiende como debiera la valentía de Alfonsín y su visión estratégica de reconstruir la democracia argentina en base a una verdad íntegra (sin amputaciones) y una Justicia independiente.
Me pregunto: ¿qué hubiera pasado el 24 de marzo de 2004 en el Colegio Militar y la ESMA, cuando Néstor Kirchner comenzó a falsificar la historia de los derechos humanos y el Nunca Más, si en ese momento hubieran estado presos de por vida, como debían estar, Videla, Massera, Galtieri, Camps, Suárez Mason, Etchecolatz, Firmenich, Obregón Cano, López Rega y tantos criminales indultados por el peronismo? ¿Hubiera podido decir, tan descaradamente como lo hizo, “vengo a pedir perdón en nombre del Estado por la vergüenza de haber callado tantas atrocidades durante 20 años”? ¿Habría ensalzado a esa “juventud maravillosa” que ponía bombas, asesinaba y secuestraba?
El abogado y académico Martín Farrell, otro de los prestigios asesores de Alfonsín, lo grafica muy bien en el prólogo del libro Contra la corriente: “En el año 2004 el presidente Néstor Kirchner decidió que ya era tiempo de ocuparse un poco de la causa de los derechos humanos, ausente hasta entonces por completo de su agenda política, y la forma de manifestar sus nuevos intereses consistió en hacer descolgar un cuadro de Videla de las paredes del Colegio Militar. Cuando Videla conservaba todavía un gran poder, Alfonsín ordenó el proceso que terminó en la condena de las Juntas, mientras que cuando Videla carecía toda influencia, en la sociedad y en el Ejército, Kirchner hizo descolgar un cuadro de la pared. Dejo que el lector juzgue la importancia de ambos hechos”.
La desmemoria es peligrosa cuando se invoca con tanta insistencia la memoria. José Ignacio López, el vocero de Raúl Alfonsín, no olvida esa época de grandes desafíos y esperanzas. Fue nombrado por el expresidente sin conocerlo personalmente, solo por haber sido el periodista que en una conferencia de prensa en los 70 tuvo el valor de preguntar a Videla: “Presidente, ¿qué pasa con los desaparecidos?”. Nacho López lamenta la amnesia del peronismo y la sociedad. En una entrevista telefónica me dijo: “El peronismo daba la impresión que iba a consentir la autoamnistía militar. No quiso integrar la Conadep, no mandó a nadie, no acompañó. Había que tener grandeza para acompañar”.
Tampoco tuvo grandeza el director de la película Argentina, 1985, quien recordó la epopeya del Juicio a las Juntas, pero mezquinamente mostró a un Alfonsín deslucido y a sus funcionarios casi claudicantes. Como si no hubieran sido ellos, con sus humanos temores, los principales impulsores de la gran gesta del Nunca Más. Nacho López me señaló algo más: “Fijate una cosa gravísima, que es la única cosa que no es ficción en la película Argentina, 1985. El texto que ponen al final no habla de los indultos”.
En 2025 se cumplirán cuarenta años del histórico Juicio a las Juntas. Sin embargo, esta justicia injusta, deformada por los indultos de Menem y la reapertura unilateral de las causas de derechos humanos del kirchnerismo, en lugar de reconciliarnos nos volvió a enfrentar. Como dice Graciela Fernández Meijide, madre de un hijo desaparecido y responsable de organizar las denuncias ante la Conadep. “Si no podés aguantar que tu peor enemigo tenga justicia como corresponde, como pedirías para vos, no hables de derechos humanos”.
Cuatro décadas después de aquel megajuicio, las heridas y las disputas por la violencia de los años 70 siguen sin cerrarse a causa de la manipulación de la Justicia por parte de la política durante todos estos años.
Para reencauzar nuestra democracia y recuperar el verdadero espíritu del Nunca Más es imprescindible restituir la confianza en la Justicia y la igualdad ante la ley que defendía Alfonsín. Lamentablemente, si Milei insiste en ubicar al cuestionado juez Lijo en la Corte Suprema, estaríamos yendo una vez más en sentido contrario. Mileismo y peronismo serían dos caras de una misma casta, arropada en la impunidad judicial. Distinto ropaje, iguales mañas.