El lento ocaso del sueño de la reelección y un festejo silencioso de Cristina Kirchner
La performance de Fernández en el Congreso lo mostró otra vez como un peón de las necesidades de Cristina Kirchner; el kirchnerismo lo ve más cerca de bajarse de la candidatura
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Alberto Fernández inauguró su campaña para ser expresidente. Se plantó esta semana ante la Asamblea Legislativa con un espejo distorsionado para mostrar un país en auge, al borde del pleno empleo y que va ganando el combate contra la desigualdad social. La ilusión no soporta el esbozo de una pregunta elemental: ¿por qué si ha sido tan exitoso no tiene el apoyo de su propio partido para competir por la reelección?
Cristina Kirchner salió del Congreso el miércoles con la convicción de que había presenciado un acto de claudicación apenas disimulado. Ese hombre sentado a su lado que describía la fórmula de la prosperidad estaba bocetando apenas el relato de un legado posible. La sustancia de lo que allí ocurrió fue el fenomenal alineamiento del “presidente de la moderación” con las tesis más extremas del kirchnerismo duro.
Se prestó emocionado a una celebración de su debilidad. Ayudaba a la escena la paupérrima manifestación que, a fuerza de ruegos, su gente alcanzó a reunir en las afueras del Congreso.
Lo admitían en silencio camporistas y cristinistas de fidelidad indiscutida después del discurso. Fernández -por decisión propia o por imprudencia- se gastó las últimas fichas que le quedaban para apostar por una nueva candidatura. Su discurso quedará en la memoria por su ataque contra la Corte Suprema y la denuncia que refrendó en el máximo estrado institucional sobre una presunta persecución judicial contra Cristina para impedirle competir en las elecciones.
Es apenas un matiz que no haya usado la palabra santa “proscripción” y prefiriera decir que una conspiración jurídico-empresarial-mediática busca la “inhabilitación política” de la vicepresidenta. De hecho, tuvo que pedirles a voceros habituales que explicaran en los medios que “proscripción” e “inhabilitación” son, a su juicio de profesor de Derecho, sinónimos.
Hace cuatro años, una astuta Cristina les ofreció a los argentinos a Alberto Fernández como una síntesis de todas las familias en que se había dividido el peronismo desde el inicio del siglo. Hábil con las máscaras, él consiguió venderse como un oxímoron inigualable: el kirchnerista moderado. Pero desde que llegó al poder fue incapaz de manejar con acierto la dualidad de su personaje.
El kirchnerismo podía tolerarle la moderación -como hace con Sergio Massa- pero no su ineficacia. Los peronistas que soñaban escapar de los extremos entendían la necesidad de algunos gestos de equilibrio, pero se hartaron de las sobreactuaciones que desperfilaron al Gobierno para hacerlo dependiente del humor de Cristina y, al cabo de un tiempo, directamente disfuncional.
Abandonado por su mentora, Fernández amagó durante mucho tiempo con desafiarla electoralmente. Se negó a eliminar las elecciones primarias y durmió la discusión de candidaturas, mientras programó una gira nacional para tirar los fuegos artificiales de sus milagros de gestión.
La Asamblea Legislativa desnudó sus carencias. Cedió a la presión kirchnerista de inmolarse por su vice, abandonó acaso para siempre la fantasía de un diálogo político con los que piensan distinto y hasta se permitió refugiarse en el pueril argumento de que la sociedad no percibe la magnitud de su obra por culpa de un “cerco informativo” dispuesto por los medios de comunicación hegemónicos. Kirchnerismo vintage.
Entró solo a la trampa. Dejó en claro que sigue aferrado al cordón umbilical de Cristina, por mucho que la haga rabiar con sus pequeñas rebeldías de palacio. La minuciosa frialdad que la vicepresidenta le dedicó en el reencuentro después de seis meses sin verse apuntaba a desestimar cualquier sueño peregrino de que ella pueda al final del juego bendecirlo otra vez como candidato en la fórmula principal.
Para que nadie dude, el camporista Andrés “Cuervo” Larroque presentó en público un balance lapidario del discurso presidencial. Lo acusó de ser responsable de la “desilusión” que causa en la población este gobierno y dijo que el Frente de Todos no puede ir a las elecciones con un “candidato que mide cinco puntos”.
Larroque –que sopesa cada palabra antes de decirla con Cristina y Máximo Kirchner– retrató como nadie la situación de Fernández: “En el peronismo, cuando un presidente tiene chances de reelegir, no hay discusión. Ya estaríamos imprimiendo los afiches”. Hace tiempo que en el diccionario de los muchachos de La Cámpora pragmatismo sale antes que ideología.
El triunfo de la grieta
La crudeza de esas declaraciones, sumada al gesto de Máximo Kirchner de dejar ostensiblemente su banca vacía durante la presentación albertista, es también parte de la puesta en escena de la coalición peronista en busca de una oferta electoral competitiva. El kirchnerismo duro celebró en sus tertulias posteriores a la sesión de la Asamblea Legislativa el tono y las formas del discurso presidencial, que redujo a Fernández otra vez a un peón de la causa de Cristina.
El tablero de la política retoma una conformación conocida en las últimas décadas. La de la fractura y la negación del diálogo. Fernández dejó de ser un rival verdadero para la vicepresidenta cuando enterró la promesa inicial de “terminar con la grieta”. Ahora, como fogonero de la polarización, ayuda a poner obstáculos a cualquier proceso de conciliación centrista, como el que esboza en público Horacio Rodríguez Larreta y que en algunos círculos de poder suponen que podría encarnar Massa. El kirchnerismo es una fuerza de trinchera que necesita el ambiente bélico para subsistir. Sobre todo cuando tiene poco para repartir que apenas puede vender recuerdos.
La palabra presidencial agranda también el marco de la movilización que la semana que viene prepara el kirchnerismo para insistir con “la lucha contra la proscripción” de la Jefa. El clamor autodirigido por la vicepresidenta apunta a retener el derecho a elegir quién representará al Frente de Todos en los comicios de este año. Presentarse como víctima de una conspiración es una condición necesaria para exigir esa potestad sin explicar por qué no se presenta ella.
Su gente nunca pudo ofrecer argumentos para una simple cuestión lógica: si es tan evidente que la condena por corrupción en el caso Vialidad busca impedir que ella sea presidenta otra vez, ¿por qué no se anota como candidata así la Justicia se ve obligada a blanquear sus intenciones y prohibirle competir, como paso con Lula en Brasil hace cinco años? No hay ninguna encuesta que le otorgue hoy a Cristina Kirchner posibilidades de triunfar en el sistema de doble vuelta argentino.
Es cierto que tampoco Fernández tiene delante suyo un futuro alentador. Los “cinco puntos” que le reconoce Larroque suenan a exageración, pero sus números de intención de voto son escuálidos por donde se los mire. La valoración de su gestión está por los suelos. La inflación que vuelve a dispararse sigue erosionando su popularidad, a pesar de que ante la Asamblea solo aludió a esa preocupación central de los argentinos para reconocer que es “un problema”, sin ofrecer ni siquiera una promesa de solución. Otro flagelo inabarcable es la inseguridad, tema ausente del discurso parlamentario. Por suerte, el ministro neoalbertista Aníbal Fernández se encargó de resaltar después que la Argentina tiene “cifras europeas” de delitos dolosos.
El ataque a balazos en Rosario que incluyó una amenaza directa a Lionel Messi dejó en evidencia la endeblez del relato triunfalista. Lo mismo le había pasado al Presidente el día anterior, cuando festejó en sus redes sociales que los argentinos “hoy vivimos mejor” justo cuando 20 millones de personas sufrían un apagón eléctrico descomunal.
A Fernández siempre le resultó mejor contar que hacer. Le ha costado tomar la iniciativa con propuestas realizables y la capacidad de sorprender no está entre los dones que ostenta. De su presentación en el Congreso no se desprende que vaya a cambiar ahora. En dos horas habló de todo menos de planes concretos para transformar la realidad.
Hizo alusiones a predecesores que dice admirar, como Raúl Alfonsín, Néstor Kirchner y por supuesto la omnipresente Cristina. Pero el tramo final de su gobierno tiene rasgos de otro de sus antiguos jefes al que se cuida de no alabar en público: Carlos Saúl Menem. Aquel que en su ocaso como presidente –impedido ya de ir por la segunda reelección– se dedicó a regodearse con la propaganda interminable de su obra en el poder. No nos extrañe si los ocurrentes publicistas del Gobierno se aparecen ahora con el eslogan definitivo de estos cuatro años: “Alberto lo hizo”.