El museo de la memoria y del vértigo
Mientras los leemos, los escritores, siglos o décadas antes, nos anticipan episodios, circunstancias, de nuestras vidas que habrán de ocurrirnos mucho tiempo después. Recorremos esas páginas ignorando hasta qué punto habrán de concernirnos; la admiración, el interés, son quizá la primera señal, muy vaga aún, de que esos hechos imaginarios nos esperan en un futuro tan real como personal.
Creo que en 1998 leí por primera vez El museo de Reims, del escritor italiano Daniele Del Giudice (1949-2021), un autor y una obra sobre la que he escrito varias veces. Lo recordé el fin de semana pasado cuando fuimos con mi amiga, la periodista y lingüista Graciela Melgarejo, a ver la hermosa muestra de Prilidiano Pueyrredon en el MNBA (termina el 25 de febrero). Sin darnos cuenta nos hemos convertido en un peculiar dúo de visitantes de exposiciones en el que cada uno cumple funciones y aportes distintos. Ella tiene un don natural para el dibujo y una mirada guiada por la sensibilidad artística, la crítica literaria y la lectura voraz; además, fue la compañera del gran cuentista Isidoro Blaisten que era también un notable fotógrafo y conocedor de arte. Juntos recorrieron museos, galerías y salones de subastas en la Argentina y el extranjero.
Por mi parte, establezco asociaciones tomadas de distintos campos de imprevistas derivaciones. Con el tiempo, he ido desarrollando un interés y un goce crecientes en los detalles de pequeño tamaño, a la vez, que mi visión cercana disminuye. El sábado, mientras contemplaba un paisaje de Prilidiano me fui acercando tanto a la tela que uno de los guardianes me indicó que esa proximidad no estaba permitida. Me acordé entonces de la versión de Marat asesinado, el cuadro de David, en el Museo de Reims, origen de la nouvelle de Del Giudice. Su protagonista, el joven Barnaba, ha ido hasta allí para verlo por última vez y memorizarlo. Está por quedarse ciego como resultado de una enfermedad mal curada y viaja por Europa para crear un museo de la memoria con las obras que más lo impresionaron en su vida. Marat, el famoso y temido revolucionario francés, partidario del Terror, era un médico y un gran científico. Desde la primera vez que Barnaba vio esa obra se preguntó qué piensa un médico cuando sabe que está por morirse. Más tarde se enteró de que Marat era un especialista en ceguera y que había logrado curar a pacientes que estaban por perder la vista. En esa visita a Reims, él se acercó al óleo hasta casi tocarlo con la nariz. De pronto, a las espaldas de Barnaba, una voz de mujer, la de Anne, otra visitante, le empezó a describir la pintura con ternura conmovedora. Ya lo había hecho antes en otras salas de Reims para ayudarlo, pero sus descripciones a veces eran fieles o metafóricas; otras, deliberadas mentiras. El enigma de la mentira es el nudo del relato.
También Graciela acostumbra describir las obras mientras las miramos, pero nunca miente. En las palabras fidedignas que surgen de su boca busca comprender e interpretar la verdad. Sin quererlo, oficia de guía involuntaria de mis ojos, me llama la atención sobre un sector que “descuidé” o que solo intuyo.
A veces yo, de improviso, señalo un lazo entre dos obras. Por ejemplo, contemplaba una imagen de la costa del Río de la Plata en una acuarela de Prilidiano, las aguas entre celestes y verdes me hicieron recordar otra extensión semejante en un óleo que acabábamos de ver. Me di vuelta bruscamente. El cuadro estaba a mis espaldas. Temí que la memoria inmediata me hubiera traicionado. Era un bellísimo paisaje de la pampa. En un primer plano, uno podía casi sentir con el tacto la textura del pasto, pero un poco más allá en la tela, ya no había ningún intento de remedar la vegetación, de detallarla. Delante del espectador hasta el horizonte inasible se extendía el mar verde de la pampa: la tierra disuelta por el infinito se había convertido en océano. La inmensidad había operado la metamorfosis. La pampa, “vértigo horizontal”, la definió el escritor Pierre Drieu la Rochelle, según recordó Borges. Como todo vértigo, hace tambalear la identidad.