El sueño de un “Frente de Todos Menos Alberto”
Los peronistas con peso territorial pierden la paciencia con el Presidente y exploran, todavía sin decidir, las ofertas de la vicepresidenta para el armado de 2023
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Alberto Fernández se percibe como un optimista en el país del desánimo. “A veces siento soy el único que quiere sembrar esperanza”, se lamentó esta semana, en tono de confesión. Al día siguiente advirtió que “los hechos les van a demostrar a los que dudan que dudaron sin motivos” y cantó en público un viejo tema de Litto Nebbia que habla de encontrar “nuevos caminos” a pesar de “tanta pena y tanta herida”.
Su discurso adquiere un tono casi profético a medida que el prestigio de la gestión se desinfla y su mentora, Cristina Kirchner, le envía señales explícitas de que no aceptará inclinarse ante su liderazgo ni negociará un pacto de convivencia. Fernández interpreta el drama de un presidente que pide fe a una feligresía que huye del templo.
Un retrato crítico de la soledad presidencial es la trama electoral que teje a sus espaldas el kirchnerismo, con nada menos que el ministro del Interior, Eduardo de Pedro, como uno de sus articuladores. El referente del camporismo dialoguista recorre el país en busca de unificar al peronismo, incluso a antiguos desertores del tren de Cristina, para la batalla de 2023.
Con la venia de la vicepresidenta, se reunió con Juan Manuel Urtubey, con Luis Barrionuevo y otros peronistas que no integran el Frente de Todos. Habla con gobernadores, intendentes y legisladores. Y lleva a la práctica en eventos multitudinarios el “debate de ideas” que Cristina proclamó semanas atrás en su refutación pública del gobierno albertista.
De Pedro se cuida de no enfrentarse directamente a su jefe formal, el Presidente. Pero sus movimientos son transparentes. Faltó al acto para “empoderar” a Fernández que organizó la Uocra una semana atrás al que todos los ministros tenían “orden” de ir. Un día después, lideró una asamblea en Mendoza que desbordó de críticas al Gobierno. Fue uno de los gestores, junto a Axel Kicillof, del apoyo de los gobernadores peronistas al proyecto K para ampliar los miembros de la Corte Suprema. Además, es promotor de la idea de formar una mesa de conducción nacional del Frente de Todos, que en la práctica se parecería demasiado a una gestión colegiada de la administración nacional.
Su papel encaja en el proyecto de Cristina de armar algo así como un “Frente de Todos Menos Alberto”; una propuesta electoral de unidad peronista que se ofrezca como opción superadora al actual gobierno, del que ella ya se despegó de manera ostensible.
La vicepresidenta y su hijo Máximo trabajan en blindar la provincia de Buenos Aires, en donde habilitaron negociaciones incluso con los dirigentes cercanos a Fernández que tienen peso territorial, como Juan Zabaleta y Gabriel Katopodis. De Pedro se mueve en el resto del país, con una agenda que uno de los interlocutores calificó de “generosa”.
“El kirchnerismo alienta a que cada uno compita con el mejor candidato y en las mejores condiciones para ganar”, explica un gobernador del Norte, donde De Pedro estuvo este viernes. Una herramienta clave es el desacople electoral para que los peronistas en el poder jueguen su continuidad en fechas distintas a la definición presidencial. La “sugerencia” de la vicepresidenta es esperar hasta que se aclare el panorama. Traducido: saber si existen o no opciones de que el peronismo gane otro turno en la Casa Rosada. Ella hoy lo ve imposible.
En caso de que esa situación se mantenga, intentará retener todo el poder que sea posible para resistir en la oposición las reformas que propondría un eventual gobierno de tinte liberal, ya sea de Juntos por el Cambio o de Javier Milei, si la propuesta del economista antisistema fuera capaz de imponerse.
Las gestiones de Cristina corren en paralelo con los intentos de Horacio Rodríguez Larreta, Facundo Manes y otros dirigentes opositores de abrir canales de negociación con gobernadores peronistas para sumarlos a un hipotético proyecto de cambio en 2023.
“La batalla no pasa solo por ganar. Si no hay liderazgo después de una eventual derrota puede ser una catástrofe para el peronismo”, afirma una fuente de diálogo habitual con la familia Kirchner.
Roles invertidos
Es curioso cómo se invirtieron los roles. En 2019, en la primavera de su éxito, Alberto Fernández recorría el país con la promesa de recostarse en los gobernadores y en la CGT. El mensaje implícito era que su presidencia permitiría sacarse de encima el liderazgo abrumador de los Kirchner a aquellos peronistas que vivieron a su sombra durante 15 años, sin capacidad ni audacia para construir una alternativa. Duró poco la ilusión. Hoy es Cristina la que ofrece a los mismos actores ayuda para liberarse de Alberto, cuya imagen positiva perforó el piso del 20%. Les promete “conducción”, algo que escasea en la visión de los principales caciques del Frente.
Una de las sortijas cristinistas -que no todos terminan de creer- es que habrá libertad de acción para participar de las PASO presidenciales. Algunos exhiben su “vocación de ser”, como Jorge Capitanich. Cristina alienta al propio De Pedro –aunque podría ser su hombre para Buenos Aires- y menea también a Kicillof. ¿Y ella misma? Siempre dice que no le interesa. Que no es lo mismo que descartarlo.
Fernández percibe los efectos del vacío que se construye a su alrededor. Pasó de las declaraciones desafiantes hacia Cristina en su gira por Europa a un ruego casi diario por la unidad “aunque pensemos distinto”, como dijo en los actos del 25 de Mayo.
Fue una mala semana para tentar a los que se alejaron de él. El impacto del fallo que lo desliga a cambio de dinero de la causa judicial por violar la cuarentena en 2020 revivió en el debate público la imagen más incómoda de su mandato y que devaluó hasta el extremo la credibilidad de su palabra.
En línea con el tono aparentemente conciliador, Fernández despidió con elogios y agradecimientos a Roberto Feletti, el secretario de Comercio Interior que renunció por desacuerdos con las políticas para controlar los precios.
Esa salida la digitó Cristina después del anuncio de que Feletti pasaba a reportar al ministro de Economía, Martín Guzmán. Por primera vez, salió un kirchnerista del Gobierno y lo reemplazó un albertista (Guillermo Hang, leal a Guzmán). La vicepresidenta dejó hacer. Es parte de una estrategia de no quedar pegada a los malos números de la economía. “Estaba harta que la señalaran ante cada índice de inflación por ser la jefa política de Feletti”, traducen en su cercanía.
Su decisión no es vaciar el Gobierno, sino mostrar a las claras su desacuerdo con el rumbo económico, a su juicio demasiado blando con “el poder real” e inclinado hacia un ajuste que afecta ante todo a su base electoral. No tiene intención de dejar puestos claves en términos de construcción política, como la Anses y el PAMI, en manos de camporistas. Y seguirá impulsando desde el Congreso medidas distributivas, aun cuando no siempre pueda imponerlas. La cuestión es marcar diferencias.
El Presidente ata su suerte al éxito que pueda tener Guzmán con la inflación, en un contexto dificilísimo por la guerra en Ucrania, la apremiante demanda social y los requerimientos del acuerdo que firmó con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Cuando habla con los gobernadores les insiste con el mensaje alentador. La inflación va a bajar, van a llegar inversiones a partir de que se cumplan las metas macroeconómicas y el crecimiento de la actividad acabará por sentirse en la calle. “No podemos desaprovechar esta oportunidad”, es el eslogan que repite hasta el hartazgo. Su versión particular del “segundo semestre” de Mauricio Macri, que terminó en caricatura de un fracaso económico.
El oficialismo desborda escepticismo y cautela. Quien tiene algo de poder que cuidar dosifica su cercanía con Fernández, escucha amablemente los cantos de sirena del cristinismo y elabora estrategias pragmáticas para defender lo suyo en 2023. Muy a tono con el peronismo del siglo XXI, donde el instinto de supervivencia está más desarrollado que la ambición de liderazgo.
Tiene lógica. Cuesta elegir cuando el tironeo es entre un Presidente con pobres resultados de gestión y una vicepresidenta que alardea de su poder pero es incapaz de torcer el destino del gobierno que inventó para superar unas elecciones que ella sola no podía ganar.