El Mercosur de la contracultura musical que no fue
Había una vez en el barrio viejo cercano al puerto de Montevideo un bar cuyo nombre parecía sobreimpreso con photoshop contra su arquitectura de bodegón antiguo, más asequible a una iconografía gardeliana. Pero no, el bar se llamaba Los Beatles y nada allí –ni el estaño, ni las sillas, ni las mesas– parecía justificar ese cartel que irrumpía entre casas de principios del siglo XX en ligero abandono ni tampoco las fotos de los Fab Four que contrastaban con los parroquianos. No había nada de reliquia pop en ese bar, pero su historia en el fondo operaba como síntoma. El bar original había tenido otro nombre y tras un incendio uno de sus habitués consiguió salvar un reloj muy preciado, circunstancia que lo convirtió en benefactor de la reconstrucción. A cambio, los dueños le cedieron la potestad del nuevo bautismo. El bar se llamaría Los Beatles porque él sí había sido un beatlemaníaco original y se haría cargo del cartel (cuya tipografía tampoco era la de un bar temático) y de los cuadros y fotos del interior. La primera vez que estuve allí con un fotógrafo escuché la historia contada por el encargado, a quien los Beatles les importaban tan poco como a los parroquianos que bebían grapa a la hora del cortado en vaso.
"El intercambio entre artistas de la Argentina, Brasil y Uruguay fue mínimo y se redujo a escaramuzas aisladas"
Es curioso, pero la primera vez que creí escuchar a los Beatles en la radio, principios de los años setenta, no eran de Liverpool sino de Montevideo y se llamaban Los Shakers. Como si el efecto de las ondas que viajaban desde Londres hicieran una escala en la capital uruguaya antes de cruzar el Río de la Plata. En esa escena incipiente donde los aspirantes a fenómenos beat cantaban en un inglés deficiente, argentinos y uruguayos compartían estudios de televisión y escenarios en los carnavales. En la siguiente etapa, en cambio, la comunicación se cortó. Y no hubo algo así como un Mercosur de la contracultura. El intercambio entre artistas de la Argentina, Brasil y Uruguay fue mínimo y se redujo a escaramuzas aisladas. Por caso, para grabar “Alegría Alegría” el omnívoro Caetano Veloso alquiló los servicios de un ignoto grupo de rock argentino que tocaba en cabarets de Río de Janeiro solo para provocar a los seguidores de la canción contestataria. Pero no hubo intercambio alguno del Tropicalismo con la escena rock de Buenos Aires (Manal, Almendra, Moris) ya independizada del formato mimético de los primeros años.
Tampoco con la de Montevideo que se dio en llamar “Candombe Beat” y tuvo como figura prominente a un artista de culto que sostuvo su leyenda en base a un talento inaudito como compositor y guitarrista y un comportamiento errático, casi lumpen. Eduardo Mateo (1940-1990) pasó por Buenos Aires en 1971 para grabar su primer álbum en los estudios Ion y volverse a Montevideo como un fantasma. En aquel viaje trajo entre sus cosas una copia del compilado Musicasión 4 1/2 como regalo para su amigo Horacio Molina, el leperiano cantante de tangos de fina estampa que iba contra la corriente de la estridencia encarnada en Julio Sosa.
Pasaron cincuenta años desde entonces, el nombre de Mateo recién se puso en circulación entre los connaisseurs en los años 90 y le tocó a Juana Molina, hija de Horacio, llevar a cabo una reedición de aquel Musicasión (nombre de espectáculos donde se mezclaban música y monólogos como en los café concert) que incluye un vinilo bonus con cintas recuperadas que aparecieron de forma casi milagrosa en un departamento de San Telmo.
Escuchar aquella música en la encrucijada de Lennon-McCartney, João Gilberto y la cultura popular oriental es comprender la singularidad de una estética que siempre parece alineada a la de sus vecinos gigantes pero no: es otra cosa en toda la línea. También es un caso de estudio de geopolítica pop. Cuesta entender que Mateo (luego sí sucedió con Rubén Rada) no haya tenido un público en Buenos Aires o que no se produjera un intercambio entre los paulistas Os Mutantes y los grupos argentinos. Tan cerca y tan lejos, como los parroquianos amparados por fotografías de la era Sargent Pepper a las que solo les dedicaban el honor de la indiferencia.