El maestro debe volver a ocupar el centro de la educación argentina
La pandemia ha quebrado un orden pedagógico ya deteriorado; aun así, la enseñanza ha de ser una tarea primordial a la hora de reconstruir el país
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La decadencia de nuestra educación se inició hace mucho. La pandemia no ha hecho más que multiplicar sus síntomas. Acentuó su patología, pero no la generó. Desnudó su magnitud, la hondura que ha alcanzado en tantos años.
La educación pública está en ruinas. En ella y aun más allá de ella, las figuras del maestro y del alumno se han desdibujado. La peste, mal encarada por un gobierno que ni siquiera ha sabido disimular su falta de seriedad, sumó a la parálisis que impuso a la economía la indiferencia ante el quebranto del orden pedagógico.
Se ha favorecido el contagio y la muerte donde se lo pudo haber evitado. La peste se rearma y vuelve a atacar. La recuperación es lenta, incierta, oscilante, desigual. Muchos han sido víctimas de la soberbia política y la insolvencia sanitaria. En nuestra América y en el mundo desarrollado.
Aun así, tras la catástrofe, siempre sobreviene la reconstrucción. En ese proceso, la educación debería figurar entre las tareas primordiales. Más todavía, debería estar a la cabeza de ese proceso. Y la razón es clara: ella es la meta que infunde sentido a todo lo demás. La médula de lo que importa. Lo decisivo, si se piensa en la calidad de personas que debe generar el progreso económico y con las que el progreso tiene que contar si aspira a superar sus constantes contradicciones. La antinomia feroz entre rentabilidad y exclusión. El abismo entre dignidad y pobreza.
"Un don caracteriza a los maestros: fecundan a quien los trata, lo iluminan"
No se trata de ninguna manera de limitarse a dar continuidad a lo que se vio interrumpido por la pandemia. Las soluciones de fondo que exige la educación –un escenario donde se acumulan los fracasos desde hace más de medio siglo– reclaman en la Argentina un cambio radical de orientación; del rumbo que nos llevó a la decadencia.
El desafío mayor atañe a la recomposición de esas dos figuras hoy menoscabadas que mencioné al pasar: las del maestro y el alumno. Si ellas no recuperan protagonismo, todo será inútil. Proseguirá la farsa, abundarán los espectros y se profundizará la aniquilación del porvenir.
Sobre la figura del maestro recae una responsabilidad indelegable: la de volver a dar vida a la emoción de enseñar y aprender. Sin él, la educación podrá contar eventualmente con recursos objetivos pero no tendrá sustento espiritual.
Estas páginas intentan su semblanza, celebran sus rasgos distintivos. La aptitud que lo convierte en timonel de esa travesía fundamental que llamamos educación.
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Estoy persuadido: más allá de toda adversidad, los hubo, los hay, los habrá siempre. No abundan, es cierto, pero integran una especie a prueba de extinción. Son, por lo demás, inconfundibles. Un don caracteriza a los maestros: fecundan a quien los trata, lo iluminan. Convocan a sus oyentes a una experiencia mayor: la de ingresar de su mano al campo del saber como acto de autodiscernimiento.
Son sembradores de hallazgos. Agudizan el oído, dinamizan la percepción. Promueven perspectivas inusuales. Destronan la costumbre y despiertan el asombro. Arrebatan la palabra a lo convencional y su modo de pensar contagia al discípulo. Le hacen lugar a la disidencia, no la ahogan. No invitan jamás a la polarización: prefieren tender puentes, alentar el intercambio.
"No aspira a inscribir a quien lo escucha en un saber que reclama sumisión"
Quien descubre que está ante un maestro se redescubre. Por obra de ese hallazgo, él mismo pasa ser otro. Este deslizamiento de la propia identidad desde lo previsible a lo imprevisible sitúa a quien aprende en un suelo inexplorado. Y, una vez en él, el alumno alza vuelo.
El maestro disipa la bruma en que hasta allí se vivía. La oscuridad cede con él a una penumbra bienhechora. Penumbra, digo, y no ilusoria claridad plena. Inspirado por quien lo educa, el alumno sostendrá esa afición a la vigilia y la media luz. Aprenderá con él que la intransigencia del prejuicio y la tentación de lo dogmático no dejarán de acecharlo.
El maestro transmite, no adoctrina. No aspira a inscribir a quien lo escucha en un saber que reclama sumisión. El maestro no pide acatamiento. La materia que modelada por su voz llega al discípulo preserva ese grado de flexibilidad semántica que incita al alumno a intervenir, a abordar lo que se le dice con su propio parecer. Es así como el acto de aprender se encarna en un compromiso personal. Con ello, el sentido de lo transmitido recibe la impronta de su nuevo intérprete, nuevos matices para su significación.
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La estirpe de los maestros es también variada e imprevisible. Se los encuentra donde menos se lo sospecha. Sin embargo, desde quien educa en el orden corporal hasta quien lo hace en el cielo de las altas abstracciones matemáticas, se diría que son uno solo; en todos ellos puede reconocerse un mismo perfil.
Me deleité semanas atrás oyendo a Ana Victoria Chaves. En esa ocasión no fue como pianista sino describiendo los atributos de quien fuera su gran maestra. “Mi madre musical”, la llamó. “Elizabeth Westerkamp me enseñó –dijo–, qué era lo que yo debía entregar de mí al piano si quería que él me expresara”.
"Hay magisterio en una vieja moneda si se la sabe ver, en la palabra de un tendero, en una lápida remota tanto como en el esplendor de algo nuevo"
Hizo una pausa prolongada. Ana buscaba, en el silencio conmovido que la embargó, a qué darle prioridad en la semblanza de esa gran artista que lo era también en la enseñanza. “Elizabeth modeló mis movimientos. Me abrió las puertas de la naturalidad. Y me reveló el parentesco posible entre esa naturalidad y la obtención del sonido. Liberó mis manos de excesos. Sus gestos eran una conjunción perfecta de suavidad y firmeza. Su elocuencia estaba allí, en esos gestos. Sentada a mi lado, tomaba mis dedos entre los suyos y los conducía sobre cada nota como si me enseñara a pronunciar cada letra de cada palabra. Luego, suavemente, apartaba sus manos de las mías dejándome ir, confiada en que yo sabría hacer brotar el sonido que debía escucharse: límpido, sin impurezas. A todos sus alumnos nos estimulaba para que buscáramos y reconociéramos nuestra singularidad. La suya era una invitación a ser único”.
El maestro no es privativo del aula. Tampoco alguien a quien corresponde identificar únicamente como un pedagogo profesional. Si se lo puede encontrar en una escuela o en una facultad, nada asegura que no se dé con él en boca de alguien con quien nos cruzamos en una calle o en un taller mecánico. Y su magisterio puede abarcar tanto semanas, meses o años como un solo y luminoso instante. De igual modo, es múltiple y variada su ubicación temporal. Puede irrumpir en una partitura del siglo XVI, en una talla de madera medieval o en una página de Franz Kafka. Hay magisterio en una vieja moneda si se la sabe ver, en la palabra de un tendero, en una lápida remota tanto como en el esplendor de algo nuevo.
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El maestro es un alquimista. Y también, un hechizado que hechiza. Si es suya la facultad de cautivar, es porque también se deja ver como cautivado por lo que transmite, urgido por compartir su íntima vibración.
No habla sobre sino desde lo que comunica. Al escucharlo se advierte que se está ante alguien que da qué pensar y lo da literalmente. Es suyo lo conjetural, lo dilemático, los planteos que se aventuran más allá de lo asentado; la palabra donde confluyen la precisión y esa indispensable cautela al interpretar lo complejo. Atento siempre a la percepción de aquel o aquellos a quienes se dirige, se brinda en la misma medida en que pide entrega.
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Ofelia se llamaba. La contundencia de su paso, al ingresar al aula, anticipaba ese apego al rigor que era tan suyo y la fortaleza de un carácter que parecía hecho a prueba de adversidades. Le debo la emoción de empezar a aprender lo que a ella la enamoraba enseñar: Historia Moderna.
Corrían los años 60. En la profesora Ofelia descubrí al primero de mis maestros. La ocasión en que me lo reveló sigue siendo inolvidable.
Llamándome a exponer, me pidió que lo hiciera sobre el “Tercer Estado” en la Francia monárquica. Y de inmediato agregó sonriendo: “Y no olvides que yo ya lo sé.” El impacto que me produjo esa advertencia fue crucial, un deslumbramiento, una conmoción. Severa, por un lado, era a la vez una invitación a proceder con libertad, a que me arriesgara a dar a conocer mi opinión sobre el tema propuesto. Me incitaba a no ser el eco de su palabra, reclamaba mi presencia. Que le hiciera saber qué destino había corrido en mí lo que ella, con tanto empeño, había brindado.
Aún no había descubierto a Sócrates. Y, sin embargo, ya lo tenía ante mí.
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Nada más alejado del maestro que la vehemencia de una prédica o la promoción de una ideología. El arte de la transmisión nada tiene que ver con esa presunción empecinada en creer y hacer creer que se cuenta con un saber invicto, impermeable al error, a salvo de la duda y poseedor jactancioso de un diagnóstico y de un pronóstico acabados sobre lo que somos, lo que sucede, lo que fuimos y lo que sucederá. Así concebida, la verdad no es más que una presa a la que se la exhibe enjaulada.
Reverso absoluto del ideólogo, el maestro enseña a desconocer. Mediante diferentes formas de aproximación a su tema, reconfigura su semblante sin terminar de dar su esbozo por concluido. Así lo exige el carácter insuficiente de todo saber fecundo, no maniatado por el dogma ni el prejuicio y consciente de que lenguaje y realidad siempre se aproximarán sin alcanzarse nunca.
Los hechos se acomodan a diferentes lecturas sin que ninguna les baste para dar por agotada en ella su significación. Por eso entre esas lecturas las más ricas son las que saben abrirse a la comprensión de su propia insuficiencia.
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Nicolas Malebranche, teólogo y filósofo cuya vida transcurrió entre 1638 y 1715, encabezó con el epígrafe que sigue las páginas de su Búsqueda de la verdad: “Le debo al Señor Descartes o a su manera de filosofar los sentimientos que opongo a los suyos y la osadía de discutirlos”.
¿Qué mejor caracterización que esta para dar a conocer el perfil de un buen alumno?
La deuda que se contrae con un maestro no se paga jamás con subordinación a su enseñanza. El provecho rendido por sus ideas se deja reconocer siempre en la irrupción de ideas propias. Martin Heidegger dedica Ser y tiempo a Edmund Husserl, el pensador que inspiró su palabra y le dio sustento. Pero en él la gratitud no se manifiesta como acatamiento sino como discusión radical de su concepción de la fenomenología.
Pocos a su turno reconsideraron con la acuidad de Karl Löwitz y Emmanuel Levinas el alcance de la obra de Heidegger. No por eso uno y otro dejaron de concebir al autor de Qué significa pensar como el filósofo decisivo del siglo XX. Y no es otra la razón por la que Goethe escribió, mucho antes, que solo sabe heredar quien transforma lo recibido.
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La plasticidad pedagógica del maestro hunde sus raíces, por supuesto, en un temperamento personal. Pero lo hace, además y necesariamente, asentada en un concepto de la transmisión que se convierte en brújula orientadora de su vocación. Quizá sea este el atributo intelectual decisivo de quien, al comunicar su enseñanza, sabe sembrar libertad interpretativa, apego a un intercambio que infunde otro valor que el convencional a quienes se reúnen para estudiar. Por obra de ese encuentro ambos, maestro y alumno, establecen una interdependencia hasta entonces desconocida: la que se funda en la puesta en juego de la propia subjetividad.
El maestro es el celebrante de un rito singular. Opera sobre sus discípulos mediante aquello mismo que a él lo convierte en quien es. Es así como la alegría de aprender se convierte en la alegría de transmitir. De este modo se interna en el corazón de sus oyentes hasta hacer de ellos interlocutores. Habitante de sus ideas, el maestro promueve en quienes lo escuchan, esa misma necesidad de protagonizar plenamente lo que se dice. Un verso, una sentencia, una frase musical, una fórmula matemática: todo aquello a lo que remite proviene de un saber previamente metabolizado por su sensibilidad.
Hace tiempo escribió Arthur Koestler: “Todos combatimos con solo media verdad contra una mentira entera.” Si de veras el maestro educa es porque sabe eludir una y otra vez el espejismo de lo inequívoco, esa ilusión que aspira a concebirse como certeza. Su fe en el papel que juega la interpretación proviene del valor que le adjudica como estímulo en el desarrollo del conocimiento personal.
Es en ese punto donde comulgan, sin confundirse nunca, algo de la verdad que se busca y mucho de la sensibilidad que el maestro anhela fortalecer en quien aprende.