El lobo estepario del pensamiento argentino
La academia ninguneó a Sebreli por tener una mirada original, vender libros e influir en las ideas de la época
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Juan José Sebreli fue mi amigo, mi mentor y el intelectual argentino más importante de las últimas décadas. Me gustaría fundamentar esta declaración, fuertemente influenciada por esa amistad, en unas pocas líneas.
Descubrí a Sebreli autor a inicios de los años noventa, cuando publicó El asedio a la modernidad, una de sus obras magistrales. Yo era un chico progre que había tenido simpatías trotskistas, pero viviendo en Europa pude entrever la posibilidad de una sociedad mejor lograda mediante la combinación del capitalismo con la democracia. El Muro de Berlín había caído hacía pocos años y yo estaba abandonando un sistema de creencias que no se ajustaba a la realidad. Entonces leí El asedio, y esa crítica radical al relativismo cultural fue fundamental para dejar atrás al que había sido y ya no era, como una mariposa que abandona el capullo y deja atrás su calidad de oruga.
"Por su originalidad y su actualidad, Sebreli es el principal intelectual argentino de los últimos tiempos. Nuestro país y nuestro mundo se debaten aún hoy en las páginas de sus dos grandes libros, escritos hace más de treinta años"
Releer aquella obra magistral permite encontrar las claves de la desastrosa deriva intelectual de la izquierda de nuestro tiempo: la extremización fanatizada del feminismo, el ecologismo convertido en una secta absolutista hostil al desarrollo tecnológico, la exaltación de la superioridad de los pueblos originarios, el entusiasmo de la intelectualidad occidental con tradiciones orientales contrarias a los derechos humanos, el desprecio por la racionalidad y su reemplazo por los artículos de fe y los dogmas, el rechazo de los dos grandes sistemas modernos: el capitalismo y la democracia, el olvido de la libertad como principio fundacional de quienes habían propuesto la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad como los valores que debían guiar al mundo. La transformación de la izquierda, en suma, en un consorcio de irracionales guiados por prejuicios que abandonaba la ciencia y el universalismo humanista para abrazar a sectas particularistas de todos los colores.
Partiendo de esa revelación, anticipatoria y de altísima originalidad en momentos en que en la Argentina se discutía el sexo de los ángeles, descubrí su otra gran obra maestra: Los deseos imaginarios del peronismo (1983). En ella, Sebreli señala las raíces fascistas del movimiento nacional y popular que había seducido a tantos que se consideraban “de izquierda” y denuncia las responsabilidades del partido que, por su persistencia, ha sido y es el principal obstáculo al desarrollo de nuestro país. Fue otra visión original a contramano de su época a la que las décadas posteriores confirmarían en la exactitud de su diagnóstico.
Por su originalidad y su actualidad, Sebreli es el principal intelectual argentino de los últimos tiempos. Nuestro país y nuestro mundo se debaten aún hoy en las páginas de sus dos grandes libros, escritos hace más de treinta años. Ese tipo de libros cumplen el paradigma de las grandes obras: el lector que termina de leerlos ya no es el mismo lector que las empezó.
"Los académicos lo despreciaron por haber cometido tres crímenes de los que ellos están exentos: tener ideas originales, vender cientos de miles de libros e influir en el pensamiento de su época"
Logré acercarme a Juan José a través de aquella reunión de amigos y discípulos que, sostenida por Juan Carlos Balduzzi , se reunía en el bar El Olmo, de Santa Fe y Pueyrredón. Acababa de publicar mi primer libro y, como deudor directo de sus ideas, quería agradecerle y conocer su opinión. No solo fue elogioso sino que me propuso que hiciéramos algo al respecto. Fue así que, junto con Issay Klasse y otros, fundamos Democracia Global, una asociación civil que lleva veinte años proponiendo la aplicación del federalismo y la democracia a la decisiva escala global.
Nuestros desacuerdos fueron muchos, pero menores. Nunca compartí con Juan José su admiración por Hegel, un vendedor de humo cuyo concepto de “encarnación” fue el combustible ideal para los totalitarismos que asolaron el mundo. Tampoco compartí su respeto por Sartre y la tradición filosófica francesa. Curiosamente, Juan José se consideraba un hegeliano deudor de Francia y yo siempre lo vi como lo que creo que es: un liberal anglosajón, amante de la prosa clara y los conceptos definidos. Compartimos también nuestro acercamiento a los líderes políticos argentinos que mejor nos expresaban. Carrió, en las épocas de la oposición al kirchnerismo. Macri, cuando se posicionó como alternativa de poder capaz de enfrentarlos. Patricia Bullrich, más recientemente, a quien apoyamos en las últimas elecciones. Nos separó, sin embargo, la figura de Milei. Un populista al que votó para evitar a Massa pero del que no cabe esperarse mucho, según Juan José. El presidente que eligieron los argentinos para llevar adelante el cambio y que, pese a sus desaciertos y errores, no configura ninguna amenaza a la democracia y está haciendo un buen trabajo, según creo.
Juan José fue siempre un pensador solitario. El lobo estepario del pensamiento argentino. Los académicos lo despreciaron por haber cometido tres crímenes de los que ellos están exentos: tener ideas originales, vender cientos de miles de libros e influir en el pensamiento de su época. Orgulloso de este desprecio, lo sorprendió su tardía celebridad. El reconocimiento de muchos líderes políticos. El premio Juan Bautista Alberdi, máxima distinción de la Cámara de Diputados, que logramos otorgarle pese a la mayoría peronista. Los Konex de Platino. Que la Legislatura porteña lo declarara “ciudadano ilustre”. El primer premio nacional al ensayo filosófico. Lo ponían incómodo estos reconocimientos, como si lo sacaran del lugar que prefería: el chico que frente al traje inexistente del rey y la obsecuencia de la sociedad grita “¡El rey está desnudo!”.
Su último éxito editorial, Desobediencia civil y libertad responsable, escrito con su amigo y albacea Marcelo Gioffré, también merece ser destacado. Mientras el gobierno nos encerraba y quienes estábamos en la oposición dudábamos, atrapados entre los temores a la difusión de la peste y las dudas de las agencias de salud europeas y norteamericanas que respetábamos, Juan José se animó a ir otra vez contra el sentido común imperante, denunciando el carácter inconstitucional de esa política que, como revelaría el tiempo, fue criminal e irresponsable.
Siempre había sostenido, entre sus íntimos, que la vida después de los ochenta era indigna de ser vivida y que, cuando llegara el momento, tenía todo preparado para someterse a la eutanasia. Pero llegado a esa edad, olvidó su promesa y se aferró a la vida con un entusiasmo encomiable. Su muerte se produjo después de un doloroso deterioro en el que nunca perdió la lucidez. Su velorio fue un acto antisebreliano en un mundo que se ha hecho antisebreliano: la sala se llamaba Presidente Perón y fue necesario retirar el cajón antes de la hora prevista para evitar cruzarse con la marcha por el orgullo gay, organizada para ese día. Quienes deberían haberlo reconocido como uno de los primeros en levantar la bandera de los derechos de los homosexuales habrían insultado su féretro. Muchas veces, decía, el precio de la fidelidad a las propias ideas es quedarse solo.
Periodista, escritor, exdiputado