El largo camino de Cormac McCarthy
A pesar de su estampa de vaquero lacónico y misántropo de la que nunca renegó, Cormac McCarthy era un escritor de sutilezas secretas. Durante años, se dedicó en un rancho apartado a la cría de caballos. Ese bagaje le permite hacer referencia en una de sus novelas, con perfecto conocimiento de causa, a un caballo criollo argentino. Buena parte de All the Pretty Horses, la primera pieza de su Trilogía de la frontera, transcurre en México. De ahí una erudición anexa: McCarthy –que falleció anteayer, a los 89 años– siembra a mansalva su prosa de palabras en español sin fallar jamás. No tocaba de oído, a diferencia de muchos de sus colegas estadounidenses, que trastabillan al intentarlo.
Los libros de Cormac McCarthy son tan viscerales, tan hiperbólicos y violentos que por lo general se deja pasar ese rasgo: su precisión implacable. Parece más inmediato amarlo o rehuirlo por simples cuestiones de voltaje. Harold Bloom lo consideró a la altura de William Faulkner, pero para George Steiner su lengua era apenas un remedo defectuoso de aquel predecesor sureño. Las definiciones de los dos críticos, sin embargo, aludían a los primeros libros de McCarthy. Lo singular es que, aunque fue un autor relativamente escaso, la última etapa de su obra se dedicó a dinamitar ese reduccionismo.
"McCarthy le huye al tedio de la repetición como si fuera la verdadera peste"
Las primeras narraciones de McCarthy eran deliberadamente grotescas, incluso góticas. El giro se produjo en su quinta novela, Meridiano de sangre, una ordalía fulminante en la que un joven fugitivo se suma a un grupo mercenario contratado, a mediados del siglo XIX, para masacrar indígenas en la frontera entre Estados Unidos y México. Ese infierno gore se acrecienta con la figura de un juez con toda la locura del capitán Ahab. La ironía de McCarthy es que no hay ironía.
La trilogía que lo siguió –además de Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998)– es también de una aspereza palpable línea a línea, pero los jóvenes héroes –en sus deambulaciones por paisajes de amplitud americana, en su trato con individuos hostiles, de cuchillazos casi gauchescos, en las muertes cercanas que los tocan– adquieren una ética. No todo está perdido, en ese mundo a la intemperie, como prueba en la tercera novela, en que coinciden el protagonista de la primera entrega con el de la segunda.
La notoriedad primera de McCarthy está asociada a esos westerns crepusculares, pero hoy es más conocido por los dos libros que vinieron después, fogoneados por sus versiones fílmicas. Las pulsiones son similares, pero la perspectiva temporal cambia. No es país para viejos (la película de los Hermanos Coen se tradujo como Sin lugar para los débiles), de 2005, tiene como trasfondo el narcotráfico contemporáneo de fronteras. El estilo varía: los diálogos son sintéticos, de ida y vuelta; la acción, que cuenta la huida de un personaje buscado por un sicario, no da respiro. Un perro de presa lanzado tras los pasos del protagonista le transmite al lector más miedo que cualquier sucedáneo de terror. El mundo, piensa un viejo comisario, veterano de la Segunda Guerra, trastocó todos los valores: ya no es para los viejos como él.
Si el thriller era inesperado, más lo fue, en 2006, el viraje de La carretera. Nadie hubiera sospechado de McCarthy una historia posapocalíptico, aunque el escape de un padre y un hijo por territorio arrasado –y con canibalismo imperante– no desentone con las peripecias extremas de sus novelas más datadas. ¿Cuál de todas estas versiones es su quid como autor? Imposible de responder todavía. En 2022, después de años de silencio, sorpresivamente publicó dos novelas conectadas, con trasfondo de ciencia y paranoia. Tal vez convenga imaginar a McCarthy –contra lo que pensaron Bloom y Steiner en su momento– como un escritor mutante, de esos que le huyen al tedio de la repetición como si fuera la verdadera peste.