El gueto interior, palabras puestas al silencio
Mi memoria desgastada y enriquecida por la imaginación quizá me traicione.
Hace diez días empecé a leer la novela El gueto interior, del franco-argentino Santiago H. Amigorena ((Random House). Ignoraba que esa historia conmovedora, basada en hechos reales, se parecía un poco a la de mi familia; menos aún suponía que, en 1968, había sido “vecino” de aquella saga ajena.
Santiago Amigorena (Buenos Aires, 1962), exiliado con sus padres en Francia desde la adolescencia, ha escrito sus obras en francés, pero se considera argentino. El gueto interior fue traducido al español por su primo, el escritor Martín Caparrós, que agregó dos páginas sobre su trabajo, quizá las más emocionantes de su notable producción.
En la década de 1960, ingresé en Claudia, la revista femenina más importante de su época en la Argentina. Una de las redactoras era la gran poeta Olga Orozco, que acababa de presentar su primer libro en prosa, La oscuridad es otro sol. Me asignaron uno de dos escritorios enfrentados; en el otro, se sentaba una muchacha hermosa. Ambos estábamos en nuestros roaring twenties. Ella era algo menor que yo. En pocos días, me di cuenta de que Viqui Rosenberg tenía una experiencia laboral y de vida muy superior a la mía. Compartíamos el mismo teléfono de línea. Era imposible que no oyéramos lo que el otro decía cuando hablábamos por ese medio. No sabía que, delante de mí, estaba la tía de los futuros escritores Martín Caparrós y Santiago Amigorena (por entonces Martín, el mayor, no había cumplido doce años). El tercer sobrino famoso de Viqui, el actor Mike Amigorena, aún no había nacido.
"No podía disfrutar de su bienestar porque su madre padecía hambre, frío y degradación en Varsovia. Esa culpa lo hundió en un silencio cada vez más profundo"
Viqui era una de las tres hijas de Vicente Rosenberg, el protagonista de El gueto interior, y de su esposa, Rosita. El libro cuenta la historia de ese judío polaco que emigró a Buenos Aires en 1928 para alejarse de las ataduras familiares y del antisemitismo nazi. Más tarde, insistiría mucho a su madre, Gustawa, y familiares para que se reunieran con él en la Argentina. Se negaron. Vicente jamás se perdonó por no haber insistido más. No podía disfrutar de su bienestar porque su madre padecía hambre, frío y degradación en Varsovia. Esa culpa lo hundió en un silencio cada vez más profundo. El cerco del gueto de Varsovia, en 1940, fue el infierno para Gustawa; y aisló a Vicente en un gueto interior.
El mutismo absoluto fue la respuesta del hijo a la deportación de su madre a Treblinka, donde murió. Del suicidio, a él lo salvó el nacimiento de Victoria, en 1945. Las cartas que Gustawa le había enviado a Vicente, con el tiempo, pasaron a manos de Viqui.
En 1968, yo desconocía esa historia narrada con austeridad ejemplar por Amigorena medio siglo más tarde. Pocos meses después de mi ingreso, Viqui se fue a vivir a Londres con su esposo. Antes, le hizo una muy buena entrevista al director y actor Leonardo Favio. Una tarde, sonó el teléfono común. Atendí. Era Favio, que pedía hablar con Viqui. Le pasé el tubo. Seguramente, pensé, quería agradecerle la nota. Ella respondió con cordialidad; de pronto, su voz se volvió más íntima, pero también estricta. Dijo algo parecido a esto: “Todo lo que hacés me interesa. Me gustaría tomar un café con vos, pero soy una mujer casada. Mi esposo y yo estamos muy enamorados. Estudio actuación, psicología, trabajo aquí, escribo. Tengo poco tiempo libre y todo ese tiempo lo quiero pasar con él”. Nunca supe de una mujer que dijera “no” con tanta elegancia, ternura y firmeza.
En 2009, Viqui escribió y publicó en inglés Time Secret, donde cuenta su versión de la historia familiar. Sobre ese material, el del libro Los abuelos de Martín Caparrós, y las cartas de su bisabuela, Santiago Amigorena escribió El gueto interior. Los tres pusieron palabras al silencio.
En 1944, mi padre leyó en los diarios porteños la crónica de la batalla de Filottrano, su pequeña ciudad natal, donde los italianos y polacos de la Resistencia luchaban contra los alemanes. No supo hasta la paz si su madre y sus hermanos estaban vivos. Se lamentaba, como Vicente, por no estar donde, se suponía, debía estar. La verdad no siempre es luz: “la oscuridad es otro sol”.