El golpe más organizado y brutal de la historia argentina
A 45 años. El derrocamiento de María Estela Martínez de Perón, Isabelita, se venía fraguando desde hacía meses y contaba con mucho apoyo; nadie previó el grado de violencia que alcanzaría la represión militar
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“¡Se van, se van, y nunca volverán!”. Apenas tres años después de aquel grito popular que los había devuelto a los cuarteles, los militares retornaron al poder a la vista de todos e impulsados por diversas fuerzas, que incluyeron a los empresarios, el Partido Comunista y hasta los grupos guerrilleros.
Cada uno de estos actores tenía sus motivaciones, pero todos hicieron su aporte a la caída de la presidenta María Estela Martínez de Perón, Isabelita, hace ya cuarenta y cinco años, el 24 de marzo de 1976.
También la viuda del General ayudó a ese consenso golpista con un gobierno caótico: violencia paraestatal a cargo de escuadrones de la muerte, inflación, desabastecimiento, sospechas de corrupción y un liderazgo cada vez más debilitado.
En la Argentina hubo muchos golpes de Estado, pero el último fue el más organizado de la historia.
La conspiración había comenzado nueve meses antes, si se parte de las primeras conversaciones que el dictador Jorge Rafael Videla admitió haber tenido con civiles que ansiaban conocerlo cuando fue nombrado jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, en julio de 1975. O siete meses, si contamos desde que esos contactos se formalizaron, apenas el general Videla asumió como comandante en jefe del Ejército. O poco más de cinco meses, si se considera el momento en el que el golpe adquirió el impulso decisivo, irrefrenable, luego del ataque del grupo guerrillero Montoneros al cuartel de Formosa, el 5 de octubre de 1975.
En todo caso, entre enero y febrero de 1976 la suerte del gobierno peronista estaba echada no solo para los militares, quienes en todas las unidades del país confeccionaban las listas de personas que serían detenidas o secuestradas luego del Día D, los llamados “blancos” u “objetivos”.
El Ejército no estaba solo en la conspiración y hasta es probable que la idea del golpe haya germinado primero en la cabeza del almirante Emilio Eduardo Massera, que tenía un proyecto presidencial desde hacía tiempo para ir más allá de la plataforma de poder que podía ofrecerle la jefatura de la Armada.
En la serie de entrevistas que derivaron en mi libro Disposición final, Videla recordó que, a pesar de tantas reuniones con diversos grupos de civiles, el golpe terminó siendo criticado por algunos conspicuos miembros del llamado “partido militar”, entre ellos, el patriarca liberal Álvaro Alsogaray.
Alsogaray, que tenía bastante influencia en algunos círculos, no era partidario de un golpe a solo seis meses de las elecciones: “Decía que los militares debíamos esperar a que el desgobierno se profundizara aún más para que el peronismo fuera expulsado del gobierno por el malhumor popular”, señaló Videla.
Frente a críticas como la de Alsogaray, ¿por qué entonces los militares, con él a la cabeza, derrocaron al gobierno constitucional?
“Pensábamos –me dijo Videla– que, si el golpe no se hacía en aquella época, el problema era el desborde en las Fuerzas Armadas: que nos pasaran por arriba los de abajo. Y eso era el anarquismo total, algo que no podíamos permitir. En concreto, en el Ejército el riesgo era que nos pasara por encima algún coronel nacionalista. Además, se trataba de ocupar el vacío de poder existente para que no lo llenaran la subversión y el marxismo, con el objetivo final de salvar las instituciones republicanas, circunstancialmente paralizadas por el desgobierno reinante”.
Los peronistas, en general, insisten en que no había tal vacío de poder, que esa mención recurrente fue sólo una excusa del golpismo, de la cúpula del Ejército en primer lugar, y que, en todo caso, apenas se trataba de esperar unos meses hasta llegar a los comicios, que ya habían sido adelantados a pedido de la oposición. Por el contrario, Videla estaba convencido de que el golpe “fue una intervención plenamente justificada desde el punto de vista político”.
“No era –precisó– una situación aguantable: los políticos incitaban, los empresarios también; los diarios predecían el golpe. La presidenta no estaba en condiciones de gobernar, había un enjambre de intereses privados y corporativos que no la dejaban. El gobierno estaba muerto”.
En la historia argentina, cada golpe militar fue distinto. Al 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas habían acumulado un tremendo poder en apenas tres años, desde que habían tenido que abandonar el gobierno, en 1973; fue el momento de mayor autonomía de los militares con relación a la política y la sociedad.
Tanto fue así que dieron el golpe cuándo quisieron e impusieron una solución fundacional, expresada ya en el nombre elegido para su gobierno: Proceso de Reorganización Nacional. Una salida autoritaria, por la fuerza, de arriba hacia abajo, no sólo en el plano de la lucha contra la guerrilla: pretendían cambiar a toda la sociedad argentina; querían moldearla como si fuera de plastilina para liberarla de las “plagas” que, según los militares, no la dejaban desarrollar. Sin el consenso de nadie.
“Nuestro objetivo –sostuvo Videla– era disciplinar a una sociedad anarquizada; volverla a sus principios, a sus cauces naturales. Con respecto al peronismo, salir de una visión populista, demagógica, que impregnaba a vastos sectores; con relación a la economía, ir a una economía de mercado, liberal. Un nuevo modelo económico, un cambio bastante radical; a la sociedad había que disciplinarla para que fuera más eficiente. Queríamos también disciplinar al sindicalismo y al capitalismo prebendario”.
Los medios para esa solución fundacional fueron terribles. El propio Videla me dijo que los militares llegaron al golpe con un consenso básico: “Había que eliminar a un conjunto grande de personas que no podían ser llevadas a la Justicia ni tampoco fusiladas. No había otra solución: estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra contra la subversión”.
El consenso civil que se había formado no era en favor del tipo de dictadura que vino después, en especial de la sangrienta y masiva violación a los derechos humanos, sino de un golpe más tradicional, en el que los militares estuvieran poco tiempo en el gobierno; el suficiente para solucionar –dentro de la ley o más o menos dentro de la ley– el problema que había llevado a la crisis –la violencia política– y llamaran luego a elecciones.
Así habían sido, en general, los golpes en América Latina y en la Argentina; un “modelo moderador” del sistema político, según el conocido concepto del politólogo estadounidense Alfred Stepan. Pero ese tipo de golpes ya no resultaba posible en el país, donde los militares habían adquirido tal autonomía que se consideraban más capacitados que los civiles para solucionar de una vez por todas los grandes males argentinos.
Con sus ataques a cuarteles y comisarías, sus secuestros, sus robos y asesinatos, y sus bombas, tanto Montoneros como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) empujaban hacia el golpe, pero creían que la represión no sería mayor a la que ya había con Isabel Perón y los escuadrones de la muerte, y que esa violencia centralizada por los militares –junto al drástico ajuste económico que preveían– haría que el pueblo saliera a la calle y terminara apoyando a las guerrillas en el camino inexorable a la revolución socialista.
Roberto Perdía, el número dos de Montoneros, me dijo: “Nos tomó por sorpresa la magnitud de la represión. ¿Quién podía prever eso? Había habido desaparecidos, detenidos que se quedaban en la tortura y hacían desaparecer el cuerpo, pero nunca esa política”. Y agregó: “Tuvimos información de que los militares preparaban un golpe por un soldado nuestro que sacó un documento del cesto de papeles, lo analizamos y nos llamó la atención una frase que había allí: ‘detenciones especiales’, creo que era. La analizamos durante varios días y entendimos que se refería a abrir cárceles en los regimientos para cortar esos lazos de solidaridad que espontáneamente se habían dado entre los compañeros presos y gente de las ciudades durante la dictadura del general Lanusse”.
La mayoría de los políticos también creía que la represión no sería tan violenta, como recordó Julio Bárbaro, entonces diputado peronista: “Todos creíamos que el golpe sería como los anteriores, no pensábamos que habría ese salvajismo. Juan Manuel Abal Medina, por ejemplo, no se quería esconder, pensaba que no lo irían a buscar. ¡Cómo íbamos a prever la violencia de los militares, si en octubre de 1973 habían estado codo a codo con los montoneros en el Operativo Dorrego!”.
En la hora del final, Isabel Perón solo fue respaldada por un reducido grupo de políticos y sindicalistas. En los primeros minutos del miércoles 24 de marzo de 1976, mientras abandonaban el despacho presidencial, seguían siendo optimistas. “¡Destapen champán, que no hay golpe militar!”, gritó a los periodistas el diputado chaqueño Adam Pedrini, uno de los miembros del cortejo que encabezaba el metalúrgico Lorenzo Miguel. Cuando se enteraron de que la Presidenta había sido detenida, los sindicatos convocaron a una huelga general, que pasó desapercibida. Nadie salió a defender a la viuda del General.
Síntesis hecha por el autor del Capítulo 5 de su reciente libro Los 70, la década que siempre vuelve