El garantismo, amargo fruto del pensamiento
Las reflexiones de Foucault sobre el poder determinaron una ideología que cuestiona las bases del Estado de derecho
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Las elucubraciones de Michel Foucault sobre el poder son profundas, pero nos empujan al abismo de la nada, que puede ser un modo de definir el infierno en la Tierra.
Su mirada inquisidora penetra los intersticios de la naturaleza humana, pero sus conclusiones nos dejan en un callejón sin salida. Su indagación sobre lo que él denomina la microfísica del poder desnuda la pulsión de poder que anida en cada ser humano, por grandioso o minúsculo que éste pueda parecer. Es la pulsión que llevó, en términos bíblicos, a los primeros humanos, Adán y Eva, a violar la prohibición divina de comer los frutos del árbol del bien y del mal.
Ahí está la metáfora de la pretensión humana de apropiarse del conocimiento absoluto atribuido a un Dios omnisciente y omnipotente. En suma, la aspiración de convertirse en dioses. Esa ambición de poder constituye el intríngulis esencial de la naturaleza humana.
Desde la perspectiva de Foucault, todos estamos atrapados de distintas maneras y en diferentes grados en la microfísica del poder. En su opinión, la estructura del poder se construye y funciona a partir de otros poderes ejercidos y soportados en múltiples relaciones de orden familiar, sexual, productivo, íntimamente vinculadas por condicionamientos cruzados. Por consiguiente, siguiendo su lógica, “el fenómeno debe analizarse en sentido ascendente, a partir de los ‘mecanismos infinitesimales’, que poseen su propia historia, técnica y táctica, y observar cómo estos procedimientos han sido colonizados, utilizados, transformados, doblegados por formas de dominación global y mecanismos más generales”.
En esa conclusión generalista, la minuciosa observación del filósofo francés respecto de la “microfísica del poder” trastrueca en una clásica, difusa e informe tesis conspirativa, cuya abultada naturaleza merecería el nombre de “macrofísica de la hegemonía política”. Se pasa, por lo tanto, de un plano a otro, de una categoría a otra, en el afán, ya claramente ideológico, de atacar, mediante argumentos deslegitimadores, la menos deficiente de las creaciones institucionales de la humanidad: la democracia republicana occidental. Este intelectual francés, movilizado por sus propios mecanismos psicológicos, cae en la trampa de su naturaleza incompleta, careciente, contradictoria, sesgada, al elaborar de modo ciertamente creativo, pero cargado de prejuicios ineludibles, un alegato contra “el sistema”.
Desde su relumbrante insignificancia, Foucault absolutiza su denuncia de falta de libertad y de yugo continuo, a menudo imperceptible, en las relaciones de poder, que tejen tramas continuas sobre nuestras existencias. Desde su dimensión infinitesimal intenta explicar la macrofísica de la humanidad. Es una contradicción insuperable por la abismal contraposición de las magnitudes en juego. Por eso solo llega a señalar verdades parciales que suelen mortificar a algunos intelectuales y a muchos portadores de buenas conciencias.
El pensador francés cuestiona el principio de autoridad del moderno Estado de derecho, aunque esté respaldado por la Constitución y las leyes, con el equilibrio institucional que, aunque siempre relativo, garantiza la división de poderes. Con sus fallas –que son las de la condición humana–, y desvíos, es, no obstante, la máxima creación jurídico-política de la inteligencia humana. Es verdad que no se pueden negar las interferencias y contaminaciones en que suelen incurrir los poderes respecto del óptimo ideal de su funcionamiento. Pero también es cierto que, en un genuino Estado democrático y republicano, las relaciones son dinámicas, expuestas a los cambiantes juegos de la política, al control de las instituciones, al contrapunto de las ideas, a las innovaciones de la ciencia y a la evolución de todo tipo de saberes y experiencias. Las sociedades abiertas son lo opuesto de los cristalizados sistemas autocráticos, signados por la clonación de opiniones que tienden a convertirse en regimentados dogmas cívicos.
Las críticas de Foucault se sustentan en una ensoñación ácrata que sume a la sociedad y sus instituciones en peligros bien terrenos: la incerteza, la impotencia, la indefensión. Es lo que se requiere para hacerle el campo orégano a todas las pulsiones violatorias del pacto de convivencia. Los delincuentes son los únicos beneficiarios de esta teoría extrema sobre el poder y la ley penal, nacida, en la visión del sociólogo, a su conjuro. Es que, para este intelectual los delincuentes son un producto de la sociedad que los margina. Con esta generalización, Foucault opone al delito concreto, a la violación de un específico tipo penal legislado por la institución pertinente, la difusa atribución de responsabilidad a una sociedad indefinida, condenada in totum bajo el cargo de estar constituida sobre bases injustas y represivas.
Para Foucault, la sociedad libre, en su formato occidental, en realidad vive en una cárcel sin barrotes, en una prisión continua, cotidiana, donde los ciudadanos están bajo constante vigilancia. El problema es que, enfrente, se alzan las autocracias de carne y hueso, con sus cárceles reales, de sólidos barrotes y torturas físicas y psicológicas. La ensoñación foucaultiana flota, inconsistente, entre dos realidades opuestas: el imperfecto, pero perfectible Estado de derecho, y la flagrante violación de los derechos en autocracias populistas alimentadas por el pan diario de la verdad única y el cálculo oportunista.
Por razones ideológicas, el intelectual sangra por la ilusión rota de una sociedad igualitaria que pudiera liberar a los ciudadanos de cadenas reales o imaginarias, de controles invisibles pero operativos, de sofisticaciones jurídicas que acentúan los alcances del poder castigador, a partir de normas –para él, ilegítimas– que hacen de los reos víctimas propiciatorias de la sociedad. Esa visión, acentuada por denuestos contra el poder del conocimiento, deja a la sociedad sin herramientas para intentar una convivencia civilizada y la alternativa de desarrollos mejores.
El problema es que esa ilusión, transmitida a sus discípulos en capillas intelectuales que se parecen a sectas religiosas, se ha esparcido por el mundo en versiones simplificadas de alta toxicidad. En ellas ha abrevado su gran divulgador en la Argentina, Eugenio Zaffaroni, con sus objeciones al poder punitivo del Estado y sus construcciones teóricas acerca de un “derecho penal humano”, del que derivan doctrinas penales que llevan al garantismo exacerbado, cuyos resultados, después de algunas décadas, no pasan la prueba ácida de la realidad.
Ya no hay que imaginar sus consecuencias, porque el truculento y cotidiano espectáculo de muerte y rapiña en las calles de nuestro país habla por sí mismo.
Exdirector de El Litoral de Santa Fe y expresidente de ADEPA