El futuro del #MeToo. Un juicio que puede indicar un cambio de clima cultural
El resultado del pleito entre Johnny Depp y Amber Heard muestra la necesidad de un equilibrio entre el viejo derecho y las denuncias que evite la condena social fulminante
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A partir de las revelaciones producidas por el caso del productor cinematográfico Harvey Weinstein, las mujeres comenzaron a tener una voz que había sido acallada durante mucho tiempo. Así, el #MeToo, hizo que una cierta clase de delitos de índole sexual fuera procesada por la opinión pública en general, pero a veces también por la justicia, de una manera particular y novedosa. El nombre del movimiento que se fue gestando era sintomático: “A mí también me pasó”, poniendo cada caso particular en el contexto de una conducta sistemática.
"El acoso parecía un crimen para el cual el derecho penal no estaba preparado"
Hasta ese momento, los reclamos de haber sufrido acoso sexual y/o abuso laboral por parte de un varón corrían el riesgo –y casi la certeza– de caer en el descrédito; incluso peor, en resultar en perjuicio para las denunciantes. Lo cierto era que se trataba de un delito al cual, si se lo seguía tratando con las categorías penales tradicionales, se convertía en imposible de sancionar. Generalmente cometido en ámbitos privados, sin testigos, a menudo sin marcas corporales, y bajo un paradigma cultural que minimizaba el sufrimiento de las mujeres, el acoso parecía un crimen para el cual el derecho penal no estaba preparado.
Una vez que irrumpió la voz de las mujeres ultrajadas, el delito ya no podía quedar sin castigo. La compensación que se encontró en la práctica fue doble: una condena social fulminante para la cual difícilmente había apelación y cierta relajación en la aplicación del viejo código que requería pruebas tangibles y certezas “más allá de la duda razonable” para condenar.
La presunción de inocencia, la idea de que para condenar se requería de una seguridad más allá de cierta duda y la certidumbre de que era mejor un culpable libre que un inocente preso habían sido pilares de nuestro sistema penal y por muy buenas razones: los riesgos del nuevo paradigma eran evidentes.
"Quizás el primer síntoma de ese nuevo estado sea el resultado del juicio cruzado por difamación entre los actores Amber Heard y Johnny Depp"
La condena social no consideraba nada de esos matices y se llegó a pensar y militar que el testimonio de una mujer era cierto per se. “Te creo, hermana” acompañó al “A mí también” y lo que en principio parecía un acto solidario se convirtió en una aberración que convertía a cada denuncia en una condena automática.
Si soñamos con una sociedad en la cual los hombres y las mujeres gocen de exactamente las mismas posibilidades y derechos, debemos partir de la base que también somos iguales en los defectos: las mujeres pueden mentir, o mentirse a sí mismas, de la misma manera en que lo hacen los hombres. Algunos casos de las últimas semanas parecen poner un punto de inflexión y marcan la necesidad de alcanzar un nuevo equilibrio entre un derecho viejo y un clima cultural nuevo.
Quizás el primer síntoma de ese nuevo estado sea el resultado del juicio cruzado por difamación entre los actores Amber Heard y Johnny Depp.
Seguido en su país con un apasionamiento que no se veía desde el juicio que declaró no culpable a O. J. Simpson del femicidio de su exesposa, se interpretó como un triunfo del actor que se lo considerara víctima de una difamación, más allá de los montos aplicados a uno y otro. Heard había publicado en 2018 una nota en The Washington Post en donde, sin nombrarlo, identificaba a su exmarido como protagonista de violencia doméstica.
Amber Heard, desde la publicación de esa nota hasta el desarrollo del juicio, intentó instalarse en el lugar de víctima, un lugar que desde el #MeToo castigaba al acusado social y mediáticamente, antes que llegara la condena jurídica. Esta vez no sucedió así. Por un lado, no hubo una ola de adhesiones por parte de otras parejas de Depp diciendo “a mí también me pasó”. Por otro, la toxicidad con que se relacionaba la pareja no parecía ser especialmente asimétrica y, cuando lo era, la persona más violenta resultaba ser Heard. Tanto en la percepción general (sacando a los medios más progresistas, como The New York Times y The New Yorker) como en los siete miembros del jurado, no se trataba de un caso más de violencia doméstica ejercido por un varón. La adhesión automática dejaba de resultar infalible.
Otro caso revelador
Un nuevo episodio conocido públicamente en los últimos días volvió a llamar la atención sobre los excesos en que se incurrió con este clima cultural represivo y sesgado.
Se trata del caso del científico norteamericano de origen argentino, David Sabatini, hijo de un científico argentino del mismo nombre y renombre, quien no solo fue expulsado del laboratorio que lideraba (el Instituto Whitehead, dentro del MIT), sino que se le impidió la contratación por parte de otras universidades, convirtiéndolo en un paria académico.
Sabatini era acusado de “acoso sexual” cuando su pecado había sido mantener una relación adulta y consensuada con otra científica del mismo instituto que no estaba bajo su área. De acuerdo con las reglas pretorianas que rigen en la academia norteamericana, esa relación debía ser informada a las autoridades y finalizada, cosa que la pareja decidió de común acuerdo no realizar. Luego de unos años de relación, la científica tuvo su epifanía woke y “comprendió” que lo que a ella en su momento le resultaba un acuerdo consensuado, había sido “acoso” y aprovechamiento de su jerarquía académica por parte de Sabatini.
La aceptación automática del testimonio de la científica y la desproporción del castigo deberían ser un llamado de atención sobre los excesos de este paradigma. Si el punto de inflexión que se podría imaginar a partir del fallo del caso Heard-Depp hubiera llegado antes, quizás este episodio habría tenido una resolución más civilizada y David Sabatini podría seguir con sus importantes estudios relacionados con el cáncer.
Es difícil no recordar en estos momentos, el caso de O. J. Simpson, el deportista y actor acusado en 1997, con fuertes evidencias, de haber matado a su exesposa y a un amigo. Simpson fue declarado no culpable y la carta que se jugó en ese momento por parte de la defensa fue la racial. La aparente injusticia que se dio con O. J. Simpson al no condenarlo por un crimen era percibida por la población de color norteamericana como una compensación por siglos de abusos raciales.
Es interesante notar que lo que Simpson habría cometido (y casi confesado en un libro que escribió posteriormente) hoy es tipificado como “femicidio” y que, en esta época, difícilmente habría sido exonerado. Lo que demuestra que otro de los problemas de las condenas sociales es que están muy atadas a su tiempo, al clima cultural que se vive y a las coyunturas.
La condena social, entonces, no es un mecanismo inobjetable para compensar las fallas de la justicia. Es necesario encontrar en los casos de crímenes de índole sexual un equilibrio entre las necesidades temporales de la sociedad y ciertos parámetros tradicionales del derecho que han sido constitutivos de nuestra civilización.ß