El espíritu hacker alumbra una nueva visión del trabajo
La generación más joven parece estar abandonando la ética del capitalismo clásico, que contraponía tarea y ocio, y busca el sentido en la misma actividad antes que en la retribución
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En el Génesis, el trabajo es creativo: Dios crea el cielo y la Tierra, ilumina la tierra oscura, separa el suelo del agua, crea al ser humano, masculino y femenino. El Génesis es el relato de un trabajo de amor, placer y creatividad; tal es el goce que Dios no para por seis días y seis noches seguidas en las que duerme en la oficina. Solo al séptimo día se detiene, mira lo que ha creado y se dice: “Creo que me salió muy bien”. Entonces, satisfecho de su obra, descansa.
“Los humanos no existen para ir de compras. Aspiran a tener un propósito en la vida, a mejorar sus habilidades y expresar su individualidad a través de la autonomía y la creatividad”, decía Calestous Juma, profesor de desarrollo internacional de Harvard, fallecido en 2017. Esta es la visión humanista del trabajo. Pero el de Juma no es cualquier trabajo. Como intelectual, respeta el esfuerzo y el sudor, enaltece la pasión frente al yugo, mezcla realización y alienación, confunde el propósito del hombre existencial con la rutina del hombre unidimensional de manera autorreferencial, porque no se piensa a sí mismo en el trabajo del otro, sino que piensa al otro desde su carrera.
"El trabajo ya no es lo que era, ni siempre fue lo que es"
“Esto que hago no es realmente un trabajo. Esto es mi carrera. Acá mismo, en la audiencia, algunos tienen trabajos y otros tienen carreras. Y lo que la gente que tiene carreras tiene que saber es que no tiene que andar contando su cháchara carrerista delante de la gente que tiene trabajos. Cuando tenés una carrera, el tiempo pasa volando. Cuando tenés un trabajo, el tiempo no pasa nunca”.
Esta distinción del stand up de Chris Rock es crucial para la pregunta del comienzo. La diferencia entre trabajo creativo y trabajo odioso puede ser difícil de precisar en palabras, pero es fácil de identificar en la práctica. Y explica la necesidad de reconciliar dos caras del debate del futuro del trabajo: la progresión del trabajador calificado y la obsolescencia del no calificado.
El trabajo ya no es lo que era, ni siempre fue lo que es.
En el principio, fue la subsistencia, hasta que la domesticación de semillas y animales generó sedentarismo, escala, excedentes para el ahorro y la acumulación que mantienen a una población que, al no tener que dedicar toda su energía al trabajo del campo, podía dedicarse a tareas humanistas, estéticas, científicas e intelectuales, como por ejemplo escribir ensayos sobre el trabajo.
"¿Cuándo nos volvimos adictos al trabajo? Weber hablaba de la ‘vocación’"
Para el presente de Aristóteles, una vida sin trabajo (mejor dicho, en la que el trabajo lo realizaran los esclavos, artesanos y mercaderes) era una vita activa, la esencia del ciudadano libre de la polis, basada en el interés por lo “bello”: el goce físico, los asuntos públicos, la intervención en la sociedad, las proezas, la contemplación de la belleza inalterable de lo eterno.
¿Cuándo nos volvimos adictos al trabajo? Para el sociólogo alemán Max Weber, existe un tipo particular de trabajo, que él llama “vocación”, propio de la ética protestante y que marida bien con el espíritu emprendedor y empresario del capitalismo industrial. En alemán, el término beruf proviene de las primeras traducciones protestantes de la Biblia. Antes de Lutero, donde se dice “mantente firme en tu trabajo” (Eclesiástico 11, 20) o “permanece en tu trabajo” (Eclesiástico 11, 21), las palabras griegas correspondientes eran traducidas simplemente como werk (trabajo), como un texto que se refiere al trabajo cotidiano sin ninguna connotación moral. A partir de Lutero, se traduce como beruf, proveniente de ruf (llamada), que a su vez se emparenta con “vocación”: un trabajo que es al mismo tiempo un deber moral, nombrado con una palabra presente solo en las lenguas de las sociedades protestantes. Una profesión.
La novedad del trabajo capitalista no es la codicia, presente en todas las sociedades, sino la obliteración del homo economicus: el trabajador que solo trabaja lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas; el mismo que, si aumenta su salario, aprovechará para trabajar menos. Al capitalista no le sirve este trabajador; necesita gente dispuesta a tomar su trabajo como un deber, que a más paga trabaje más, no menos. El trabajador capitalista ya no trabaja para vivir: vive para trabajar (Benjamin Franklin dixit). El trabajo lo define.
"¿Qué viene después del trabajo? ¿Cómo rearmar nuestra vida?"
“El hombre mismo se diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de vida”, dicen Marx y Engels en La ideología alemana. “El reino de la libertad solo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos […] La condición fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo”, escriben en el Manifiesto Comunista.
Paradójicamente fue Marx, el campeón de los trabajadores, el primero en revalorizar el ocio. La relación de Marx con el trabajo es a priori ambigua. ¿Explotación del hombre por el hombre o realización vital? Para Marx el trabajo no es solo un medio para la producción sino también un fin en sí mismo, esencia de la naturaleza humana: un ser solo puede realizarse en el trabajo. Por el otro, la revolución tiene como misión emancipar al hombre del trabajo como “mano de obra” para otros. Salvando las distancias, esta aparente ambigüedad remite a la distinción de Chris Rock: es improbable que Marx considerara alienante su propia carrera de intelectual. La ambigüedad no proviene de Marx, sino de los múltiples sentidos que confluyen en el significante “trabajo”, los mismo que intervienen en la neurosis del trabajador contemporáneo. Para ponerlo más simple: no todos los trabajos son iguales; solo el trabajo digno dignifica.
La irrupción del capitalismo industrial separó a trabajadores y capitalistas en castas. Con la generalización de la sociedad salarial tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el obrero, el trabajador manual, fue desbordado por el homo salariens: en los países desarrollados, los asalariados pasan de ser la mitad de la población activa en 1931 a más del 75% en 1975. Asalariados somos todos. La identidad social comienza a definirse a partir de la posición en la escala salarial; a medida que el trabajo asalariado y demarcado por convenio se convierte en la referencia natural, otros estilos de vida son vistos como desvíos exóticos o antisociales. La sociedad salarial del Estado de Bienestar de posguerra consolida culturalmente el consenso del hábito laboral, cuestionando la moral de un humano (o un mundo) sin trabajo.
Ya hacia finales del siglo XX, antes de que la cuarta revolución industrial y el futuro del trabajo fuera tema de moda en Davos, la fisonomía del trabajo fordista fue puesta en jaque por la misma transformación de los procesos productivos. En el primer Congreso de Hackers de San Francisco en 1984, Burell Smith, creador de la Macintosh de Apple, decía: “Se puede ser hacker casi de todo. Se puede ser un carpintero hacker. No es preciso disponer de elevada tecnología, tiene que ver el hecho de dar importancia a lo que uno hace”. Según Pekka Himanen, autor de La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, “la ética hacker, una nueva moral que desafía la ética protestante del trabajo, se funda en el valor de la creatividad y consiste en combinar la pasión con la libertad. El dinero deja de ser un valor en sí mismo y el beneficio se cifra en metas como el valor social y el libre acceso, la transparencia y la franqueza”. Podría decirse que más que desafiar la ética protestante, el hacker la desmaterializa: la alimenta del fruto de la creatividad, desacoplándola del salario.
Si el trabajo fordista organiza el tiempo del trabajador (su ocio es intersticial y culposo), los hackers hackean el tiempo de trabajo, optimizándolo a favor del ocio creativo, diluyendo la frontera entre trabajo y ocio. Y, si bien la demografía hacker es todavía numéricamente marginal, su espíritu alumbra una nueva visión del trabajo: el reemplazo de la dualidad trabajo/ocio por una vida con propósito donde el sentido surge de la naturaleza misma de la actividad antes que de su valor de mercado, en el marco de un cambio cultural generacional que probablemente termine de enterrar la ética del trabajo protestante en la que estamos cableados los adultos del presente.
En “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”, Keynes planteaba una sociedad del ocio en la que las personas, liberadas por el progreso tecnológico de la obligación de satisfacer necesidades básicas, trabajarían no más de 15 horas por semana, dedicando el resto del tiempo a la contemplación clásica (la cultura, las artes, la conversación). Al economista no se le escapaba el costado psicológico: “¿debemos esperar un ataque de nervios generalizado, del tipo al que nos tienen acostumbrados en Inglaterra y en los Estados Unidos las amas de casa de hogares pudientes, aburridas de cocinar, limpiar y remendar e incapaces de encontrar nada mejor que hacer?” (sí, la perspectiva de género aún tardaría medio siglo en desarrollarse). Keynes saluda la sociedad del ocio no sin advertir su costado existencial: el trabajo esclaviza, el progreso libera, pero ¿queremos ser liberados? ¿Liberados para qué?
Por siglos, la vita activa de la minoría aristocrática de hombres libres estuvo dedicada al placer y a la contemplación. El resto de los mortales fuimos esclavos del trabajo, primero literalmente, después como servidores: del señor feudal, del Dios protestante, del Dios mercado. Con el tiempo, la ética del trabajo subvirtió los valores: hoy el trabajo es moral; el desempleo estigmatiza. En este contexto, la automatización puede interpretarse como el cierre de una evolución circular. Sustituye (libera) al trabajador/esclavo y (una vez resuelto el problema de distribución del ingreso) nos interpela: ¿qué viene después del trabajo? ¿Cómo rearmamos nuestra vida? ¿Qué nos define?
En El empleo del tiempo, película de 2001 de Laurent Cantet, el protagonista se resiste a la opresión de la oficina simulando un trabajo que no tiene y cuyos ingresos provienen de una estafa piramidal con la que engaña a amigos y familiares. Descubierto, promete volver al trabajo. En la última escena, una entrevista de empleo, el espectador puede sentir la opresión y la angustia de este hombre frente a la perspectiva del encierro forzado, del desplazamiento de la voluntad, de la pérdida del control del tiempo propio.
La cultura se mueve a la velocidad de las generaciones. Rastros de la ética hacker aparecen en los cambios en la relación entre trabajo y oficina en la pospandemia, en el cuestionamiento callado del “trabajar para vivir”, en la mayor rotación y en la resistencia a la demarcación de oficina y horario de los trabajadores de países centrales donde el apoyo fiscal suspende transitoriamente las urgencias económicas. O de los trabajadores calificados en alta demanda, que actúan como si pudieran prescindir de la semana laboral de 40 horas, tal vez anticipando el futuro.
Con la falta de perspectiva a la que nos condena el presente, vemos destellos de un futuro que sólo podemos imaginar en abstracto. El trabajo vive hoy un nuevo momento gramsciano, donde lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de aparecer.