El ego de los políticos, un riesgo latente
Muchos dirigentes, como Narciso, parecen encaminados a ahogarse en su propia imagen y pueden dañar la democracia
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“El que inventó el espejo envenenó el alma”, sentenció Fernando Pessoa. La fiebre por aparecer en la televisión y en las redes llevó hasta el paroxismo esa sentencia del poeta portugués. Seguramente, Pessoa no se refería al químico alemán Justus von Liebig, que 200 años atrás aplicó una capa metálica a un vidrio transparente para reflejar lo que se le pone adelante, sino a ese otro espejo en el que proyectamos nuestra imagen interior, la que tenemos de nosotros mismos, la que nos disgusta o envanece, distorsionada siempre por el ego, esa instancia psíquica que nos dice quiénes somos como personas. Una identidad, en suma, que vamos adquiriendo con el tiempo para poder cumplir con otro aforismo: ser fieles a nosotros mismos. Pero a veces contrariamos esa verdad interior, o no la escuchamos por el ruido de los que hablan alto e imponen pensamientos y comportamientos que nos tornan cobardes, acomodaticios o hipócritas. El alma se envenena cuando traiciona la verdad interior. ¿Será por eso que la palabra integridad connota con moralidad? ¿No será que solo podemos ser éticos cuando somos de una sola cara, sin andar divididos entre lo que decimos y lo que hacemos? Por eso, con una cultura política envenenada por el pragmatismo ramplón del “somos así”, del “es lo que hay”, resulta saludable que la palabra ego aparezca en el discurso público y asociada a la política, donde más daño hace ese espejo que cada vez más se ve opaco, contaminado por las técnicas del marketing, las encuestas y los asesores de imagen que ofrecen candidatos como si fueran mercancías.
"Los que piden el voto deben respetar la inteligencia de los ciudadanos"
La publicidad vende fantasías, ilusiones, con bellas modelos que ofrecen a las mujeres cremas contra el paso del tiempo y a los hombres potencia en las marcas de los automóviles. Aspiraciones ilusorias que, sin embargo, inducen a la compra. La política, en cambio, debería ofrecernos confianza; si no certezas frente a la vida cambiante, al menos honestidad e integridad. Sin engaños.
Aquellos que nos piden el voto tienen la obligación de respetar la inteligencia de la ciudadanía y no infantilizarnos con consignas que simplifican los problemas. Sin embargo, vemos referencias personales sobre inmensas gigantografías con el rostro del candidato, que, como el Narciso del lago, corre el mismo riesgo de ahogarse en la propia imagen. Cuando es genuina, la valía no necesita de publicidad ni se resiente con los juicios ajenos.
"Los pueblos se construyen sobre las diferencias"
No podría decir que la Fortuna, el azar, gobierna a la política, como escribió Maquiavelo en 1513, después de que fuera derrotado y expulsado de la política. Hoy, las comisarias del decir ya lo habrían denunciado, porque el florentino identificaba a la política con una mujer caprichosa a la que se debía domesticar a base de golpes y azotes. Ella, la política, decía Maquiavelo, cede ante los que viven con valentía. Ese rasgo atribuido a los hombres, el coraje, permanece. Sin embargo, la soberbia, la vanidad de sentirse por encima de los otros, es un pecado capital. “Al orgullo le sigue la destrucción; a la altanería , el fracaso”, se lee en la Biblia. Donde las religiones condenan pecados, los maestros espirituales –más piadosos con nuestras flaquezas– ven errores que se sanan o se corrigen con solo tomar conciencia de la fuerza poderosa del ego cuando está centrado en sí mismo.
La política pone a prueba la capacidad para saber quiénes somos. No sé cuántos, en su intimidad, se preguntarán por qué van a la política. Dejo de lado la distorsionada cultura política de nuestro país, atravesada por matrimonios presidenciales, dinastías familiares que se pasan los cargos, o por los que buscan en la política la profesión de la que carecen. Hablo de la verdadera política, la que nace de la vocación pública, la que es inherente al sistema democrático, la que evita la violencia. No la que representa nuestro enojo y se beneficia del descrédito que tiene la política desde que el grito de furia del “que se vayan todos” permitió que se instalara una narrativa ilusoria, que adapta la realidad en beneficio de los cargos, las prebendas y los privilegios de los que coparon el Estado, se adueñaron de nuestras vidas y amenazan la democracia con el retorno de la violencia.
El canadiense Michael Ignatieff, profesor de Harvard, especialista en filosofía jurídica de los derechos humanos, cayó en la tentación de participar en política. Al regresar a las aulas escribió un bello libro, Fuego y cenizas, en el que ironiza: “No hay nada más ‘ex’ que un expolítico”. Se devuelve la banca, se pierden los focos de la televisión, los autos con chofer, y algunos hasta las prebendas y privilegios. Todo aquello por lo que se critica a la política.
Sin embargo, no se pierde el honor de haber representado al “pueblo de la Nación”. En mi caso, como diputada; y a mi provincia, Córdoba, como senadora. Haber encadenado mi destino personal a ese tiempo histórico me une a la historia de mi país. Devolví la banca que me prestaron por un tiempo. Pero me regalaron un entendimiento sobre la necesidad de la política y el daño que hacen los malos políticos, los que fomentan el odio y ven enemigos donde solo hay adversarios. Descubrí por qué son necesarios y fundamentales para un país los buenos políticos, personas idóneas, capaces de reunir a individuos que quieren cosas diferentes pero deben hacerlas juntos. Los pueblos se construyen sobre las diferencias, que son las que dan sentido de historia. La política debe actuar sobre los problemas sin postergar las soluciones, para evitar las divisiones y el desvarío de la confrontación y la guerra. No hay democracia que funcione sin el diálogo institucional que debe existir entre los poderes de la República. Esa es la función primera de la política en democracia, armonizar las diferencias. Pero la responsabilidad no es solo de aquellos que toman decisiones, sino del voto con el que delegamos semejante poder.
Dejemos que los actores y los humoristas representen nuestra bronca. Seamos, por una vez, racionales. Todos tenemos responsabilidad por la sociedad a la que pertenecemos, pero los esfuerzos individuales de la dirigencia política no alcanzan si no están subordinados a la sociedad; no al partido, no al grupo sectario, no a la corporación de intereses, sino a la ciudadanía, que es la que hace, de una comunidad, una nación. Siempre que la sociedad no se distraiga y confunda participación política con las mentiras y los insultos anónimos que circulan por las redes. Los auténticos ciudadanos son finalmente quienes pueden evitar que el espejo de la mala política envenene el alma de nuestro país con la violencia.
Periodista, exsenadora, exdiputada y exdirectora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado de la Nación