El debate interminable entre Alberto Fernández y Alberto Fernández
El Presidente busca recuperar centralidad y mantener vivo su proyecto electoral a costa de extremar posiciones; la desconfianza del peronismo y el archivo que siempre vuelve
- 8 minutos de lectura'
Alberto Fernández ostenta el mérito de ser el mejor refutador de sí mismo. Aunque ha sido capaz de desdecirse en cuestión de horas, la contradicción en él es como un vino de guarda, que reluce en toda su dimensión con el paso del tiempo. Su travesía en la cima del poder lo obligó a un ejercicio de adaptación política fenomenal que origina a menudo el sorprendente efecto de oír a la misma persona defender con énfasis apasionado una posición y la contraria.
La fugacidad de sus convicciones explica en buena medida la dificultad que ha encontrado para construir poder propio, generar confianza y aglutinar apoyo detrás de sus iniciativas prioritarias, convertidas de manera recurrente en un derroche de energía improductiva.
La última cruzada a la que se arrojó el Presidente es la guerra a la Corte Suprema, declarada en su mensaje de buenos deseos por el Año Nuevo. El Alberto del presente distingue en Horacio Rosatti, que preside desde 2021 el tribunal, a una suerte de autócrata que “se alza contra el orden constitucional” en defensa de oscuros intereses corporativos. Propone echarlo por la vía del juicio político, al igual que a los otros tres jueces, a quienes señala como cómplices de ocasionar un menoscabo a las instituciones con una conducta “al margen de la razón, prudencia, discernimiento y el buen juicio”.
Pero, ¿qué decía el Alberto del pasado reciente sobre esos hombres que ahora retrata como conjurados contra la democracia, después de una serie de fallos insatisfactorios para su gobierno y para Cristina Kirchner, la jefa política que ya no lo reconoce como propio? Difícil encontrar elogios más nítidos que los surgidos de su verba de profesor de Derecho.
En 2016, consultado sobre qué virtudes veía en la gestión del entonces presidente Mauricio Macri, dijo: “Me parece que mandó a la Corte Suprema a dos jueces a los que nadie puede cuestionar su integridad moral y su integridad técnica”. Hablaba de Rosatti y de Carlos Rosenkrantz. Apenas cuestionaba el intento inicial de Macri de designarlos por decreto y dejaba sentado que le hubiera gustado atender la paridad de género. Pero enfatizaba: “No son mujeres, pero son buenos jueces, jueces probos”.
Fernández conoce a Rosatti desde el siglo pasado. El juez al que ahora presenta como un delegado del poder económico y de la oposición macrista fue constituyente por el peronismo, intendente de Santa Fe por el mismo partido y se sumó casi desde el principio al gobierno de Néstor Kirchner. Primero como procurador del Tesoro (es decir como el jefe de los abogados del Estado) y después como ministro de Justicia. Fernández era el jefe de Gabinete.
Rosatti dejó aquel gobierno en 2005 en medio de tensiones políticas que incluyeron sus reparos a aprobar licitaciones de cárceles que promovía el secretario José López, famoso luego por revolear bolsos llenos de dólares en la puerta de un convento. En su salida se enemistó con Fernández por motivos que ninguno de los dos contó.
El paso de los años nunca privó a Fernández de destacar como un hito la “refundación de la Corte” en los años de Kirchner, que incluyó la salida de los jueces que había designado Carlos Menem. Como ministro de Justicia, Rosatti tuvo un papel protagónico en el último tramo de ese proceso.
“Yo fui parte del gobierno que puso la Corte Suprema más digna que la democracia recuerda, ¿tengo que explicar qué quiero hacer con la Justicia?”, le decía Fernández a LA NACION en una entrevista durante la campaña de 2019. Se ponía ese escudo ante las sospechas de que el plan inconfesable de su presidencia era gestionar la impunidad judicial para Cristina Kirchner, con quien se había amigado después de años de combatirla en público.
Aquella “Corte digna” incluía a los otros dos miembros que ahora exige echar por inhabilidad moral. En la misma campaña electoral, durante una entrevista en televisión, llegó a calificar como “gente de bien” a Juan Carlos Maqueda, otro juez con pasado como dirigente peronista, nombrado por Eduardo Duhalde y que sobrevivió sin acusación alguna al recambio que impulsó Kirchner. Reconoció que tenía contactos con él y con Ricardo Lorenzetti, el cuarto blanco de la ofensiva actual. “Al doctor Lorenzetti hace un año largo que no lo veo. Fui a tomar un café con él porque me dijo: ‘¿Estás cerca de Tribunales?, venite a tomar un café’”, contó el entonces candidato del Frente de Todos, al blanquear una relación de familiaridad con el juez al que en 2004 él promovió para la Corte cuando era un abogado de Rafaela que ejercía la profesión fuera de los radares de la alta política nacional.
El derrotero que termina en la denuncia de máxima gravedad institucional contra los cuatro integrantes del tribunal había tenido un capítulo previo el año pasado cuando Fernández juntó a los gobernadores del Frente de Todos para promover la creación de una “Corte federal” de 25 miembros, uno por provincia. Otro proyecto condenado al fracaso de antemano y que expuso una vez más su virtud de polemista con el archivo propio. El Presidente que percibía en 2022 “una crisis de funcionamiento que atenta contra la legitimidad de la Corte” postulaba cuando era un desertor del kirchnerismo: “La Corte debe tener cinco miembros, debe funcionar con cinco miembros y deben ser miembros tan probos como los que están”. Las ilusiones de aumentar sus integrantes eran, a su juicio de experto, “una fantasía en parte impulsada por una idea teórica de Eugenio Zaffaroni”.
Como candidato a presidente giró hacia posiciones críticas del servicio de Justicia para reprochar el avance de las causas de corrupción contra Cristina Kirchner. Pero siempre preservó a la Corte y enfatizó que no iba a promover cambios drásticos en función de la impunidad de nadie. “No lo voy a hacer: grábelo”, le dijo a Mario Pereyra, ya fallecido conductor de Cadena 3, en una tensa charla radial de 2019 en la que se puso en duda si iba a tomárselas contra el Poder Judicial en caso de ganar.
Batallas perdidas
La incapacidad política del Gobierno para satisfacer los reclamos judiciales de Cristina Kirchner se hizo notable desde 2020. No avanzó la reforma judicial, no logró nombrar al procurador general, no presentó siquiera un candidato para la vacante que existe en la Corte, no pudo renovar como quería la Cámara Federal, no saca del pantano el Consejo de la Magistratura (donde Rosatti ejercerá la presidencia mientras no se pacte una nueva ley). El ministro de Justicia, Martín Soria, solo tomó contacto con la Corte para leerles en la cara un panfleto cargado de acusaciones temerarias. La vicepresidenta fue condenada por fraude al Estado y los últimos fallos del máximo tribunal han contrariado al Gobierno. Amagó con incumplir el último -el que lo obliga a aumentarle los giros nacionales a la Ciudad de Buenos Aires- y a los dos días reculó.
Ahora, al ponerse al frente del juicio político, Fernández ofrece sus servicios otra vez a una clienta que ya no le cree. Se suma a la tesis del “vacío jurídico” que expuso la vicepresidenta (oh, curiosidad, una idea original de Zaffaroni) y desata un conflicto constitucional de bajo vuelo, en el que puede todo menos ganar.
Consigue, eso sí, retener centralidad en el año electoral e ilusionarse con llenar el formulario que el kirchnerismo duro pone delante de quien quiera tener su apoyo para las presidenciales: hay que bancar la idea del golpe de Estado encubierto y explicar cómo el sistema judicial está amañado para sacar a Cristina de la cancha.
El problema para Alberto es que el kirchnerismo solo olvida por conveniencia. Antes que a él y a sus excusas, en La Cámpora y alrededores son más proclives a aceptar un candidato que ignora los tambores de guerra y habita en los salones del establishment, como Sergio Massa, si es que logra el módico milagro de atenuar la inflación.
El peronismo también navega incómodo la impostura que vende el Gobierno sobre la Corte golpista. Solo un puñado de gobernadores se subieron a la batalla convencidos, en busca del aplauso de Cristina Kirchner. El resto oscila entre sumarse en voz baja o escapar de un proceso que solo puede terminar en un enchastre de acusaciones surgidas de pinchaduras ilegales. Los principales sindicalistas de la CGT tampoco levantaron la voz, siguiendo el ejemplo de Massa, y en la Casa Rosada se desesperan por garantizar que no se retobe nadie de su exigua mayoría en la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados. Al menos para sacar un dictamen acusatorio que permita desgastar por más tiempo a los jueces.
De ese modo, el último año del mandato de Fernández empieza como un tributo a sí mismo. El presidente que se define como un “hombre de diálogo” y que vino a “acabar con la grieta” se despide a todo volumen con un rock&roll institucional destinado a dejar apenas el rastro perdurable de un ruido estéril.