El compromiso de los vivos con los veteranos y los muertos en combate
Para dar un sentido a los días trágicos del otoño de 1982, es preciso hablar de Malvinas desde la perspectiva del futuro
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Recordamos cuarenta años de la guerra de Malvinas. Quizá, aunque menos épico que las evocaciones patrióticas a las que los más viejos estamos acostumbrados, el mejor ejercicio posible sea el de la reflexión sobre el pasado en función de un futuro, lo que es también una forma de darle sentido al sacrificio de aquellos días otoñales de 1982.
¿Qué consecuencias tiene pensarnos como incompletos a partir de la amputación de las islas del territorio nacional? ¿Hasta cuándo ese dolor fantasma, la presencia del miembro amputado, incidirá en la forma en la que pensamos Malvinas y nos pensamos como sociedad? La presencia de las islas en el imaginario argentino se basa en dos momentos traumáticos: una usurpación (1833) y una derrota (1982). Tanto las formas en que la primera fue narrada por distintas corrientes políticas como la memoria vivida de la segunda dificultan pensar a las islas por fuera de ellas. Tanto el archipiélago como su historia quedaron congelados en esas dos imágenes. Dejaron de ser un espacio vivo para transformarse en dos estampas religiosas del culto laico de la patria, alimentado desde 1982 por los muertos que entregaron la vida en su nombre.
"Hoy nos referimos a Malvinas con un repertorio conceptual anacrónico"
Así las Malvinas viven en un espacio atemporal, sin que la historia que hemos vivido haya mellado su representación de cautivas, eternas hermanitas perdidas. La forma de narrar las Malvinas desde la agresión británica de 1833 las abdujo de la conformación de la Argentina moderna. Como si la historia nacional hubiera transcurrido mientras allí quedaban congeladas las cosas: el paso del tiempo, las personas. Solo en dos momentos puntuales (uno previo a la ocupación británica, el otro signado por la muerte y la marca de la dictadura) las islas se acercaron a nosotros. Esta construcción, dominante porque se corresponde con relatos hegemónicos sobre la historia nacional, es la que debemos revisar para desarrollar nuevas herramientas conceptuales a fin de pensar la disputa por la soberanía del archipiélago. Y no solo para eso, sino también para pensar de otro modo el país en el que vivimos.
Además de la usurpación británica, hay también usurpaciones internas
Buena parte del estancamiento en la cuestión Malvinas, sin desconocer la presencia de una potencia colonial, se debe a que nos referimos hoy al archipiélago con un repertorio conceptual anacrónico. Reclamamos desde un país que ya no es. Por eso, en tanto despojados, derrotados y débiles, los argentinos estamos obligados a ser doblemente creativos: constatar y profundizar la idea de que el país que emergió del terrorismo de Estado y la guerra de 1982 no puede ser el mismo de antes, y que, en consecuencia, ese país distinto debe pensar, desde la experiencia histórica, de qué modos imagina a las Malvinas como parte de su comunidad.
Más aún, de qué modo se piensa como país atlántico. Porque la Argentina es uno de los países con mayor litoral marítimo y reclama para su soberanía no solo las Islas Malvinas, sino millones de kilómetros cuadrados de superficie oceánica. Pero ¿cuál es el lugar de esa experiencia marítima en la elaboración de historias provinciales, regionales, nacionales? ¿Somos, por caso, un país que se imagina de cara al océano? ¿Qué lugar ocupan el mar, las costas, la pesca, los marinos, los puertos, la industria naval, en nuestras representaciones s como país?
La silueta inconfundible del archipiélago encarna una causa nacional. Orientó nuestras miradas sobre Malvinas hasta que se transformó en un símbolo. ¿Hasta qué punto esa consolidación no congeló el pensamiento?
“Malvinas”, con todo sus significados, es un nudo convocante de las memorias argentinas. Implica hablar de las contradicciones y posibilidades que tenemos como sociedad. Pero el relato histórico nacional dominante sobre las islas aún refleja el país que pensó un grupo social triunfante a fines del siglo XIX, que basaba su “grandeza” en un papel concreto en el mercado mundial: agroexportadores. Reclamamos el mar con mentalidad pampeana.
Si hay algo que no ha perdido “Malvinas” es su peso simbólico. Pero la eficacia con la que este sea utilizado públicamente es otra cosa, y muy diferente en la política interna que en la política exterior, cuando no deberían funcionar de manera disociada. Pero decir “Malvinas” remite a veces a esos niños que juegan a manejar un auto con el motor apagado. La sensación de movimiento está, mueven el volante y disfrutan, pero el auto no se desplaza.
Sucede que además de la usurpación británica, hay usurpaciones internas. Estamos en una zona de confort: lo más cómodo es la retórica autocomplaciente del país despojado, de los vencedores morales en una lucha desigual. Si en la década del 90 se hablaba de la “seducción” de los isleños, hoy hemos pasado al discurso que derrama palabras dulces en los oídos de la propia tribuna. Útil para la política partidaria interna, pero que nos aleja cada vez más de las islas, mientras en el mismo movimiento refuerza lo ya conocido hasta ritualizarlo y congelarlo.
La imaginación será posible si recuperamos la capacidad crítica y la democracia y pluralidad en las discusiones. Pero en relación con Malvinas, por distintos mecanismos algunos actores han expropiado tanto el pasado como recortado los instrumentos para conocerlo. Es una expropiación extorsiva, porque se basa en elementos identitarios vividos como sagrados: la tierra y la sangre; la causa nacional y la guerra.
Entonces, solo cuando recuperemos la imaginación y la capacidad crítica será posible una política nacional que sostenga con dignidad y coherencia el reclamo ante la usurpación británica.
En el aniversario de la guerra habrá palabras para los vivos, para los muertos y sus deudos. Es importante que haya también palabras sobre el futuro. Decir que las Malvinas serán recuperadas implica aludir a ese espacio de lo que aún no sucedió. Pero es insuficiente: es necesario preguntarnos cómo, por qué, qué sociedad, qué proyecto de país daría sentido a aquellos días grises del otoño de 1982. Eso volvería más sincero el homenaje. Porque cuando los cultos laicos a los veteranos y muertos en las guerras tomaron forma, fue debido a un compromiso de los vivos con los muertos pero, también, con el futuro del país por el que aquellos habían arriesgado o dado su vida, parte de su cuerpo, la tranquilidad de sus sueños. Volver a hablar del futuro propositivamente es la mayor deuda con los que vivieron aquella guerra en 1982.
Historiador y novelista. Investigador del Conicet, publicó este año la novela Para un soldado desconocido (Adriana Hidalgo) y el ensayo histórico Malvinas. Historia, conflictos, perspectivas (Editorial SB)