
El chiste. Un ritual social que se desvanece
La velocidad de la vida digital y la corrección política han desplazado al relato humorístico contado entre amigos, y no sin algún costo, pues reír juntos conecta y crea lazos
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Es un viernes como tantos, después de la comida de Shabat. La mesa sigue cubierta de platos vacíos, algún tenedor olvidado, vasos a medio llenar que reflejan las luces de la sala. Mi hermano, el que me sigue, se recuesta un poco en su silla, suelta un suspiro breve y golpea una copa con una cuchara. El tintineo corta el murmullo familiar y todos giramos la cabeza hacia él. Lleva una camisa blanca, arremangada con descuido, y una barba de más de una semana que acaricia con parsimonia mientras busca las palabras. Lo conocemos bien: tras esa expresión seria, de quien parece estar considerando un argumento teológico, se esconde un bromista empedernido, de esos que disfrutan de contar un chiste como si fuera un ritual sagrado.
“Resulta que un tipo…”, empieza, y la familia se acomoda en sus asientos. No es un narrador de oficio, pero tiene ese don para atraparte. Habla tranquilo, sin sonreír, como si estuviera relatando un hecho policial. Describe la escena con pinceladas precisas: un auto con el motor semifundido, ruedas que amenazan con desprenderse, un señor maduro que se acerca con aire de profeta a ofrecer un consejo inútil. La tensión crece despacio, como agua que está a punto de hervir, y todos sabemos que viene el remate, ese golpe final que nos hará estallar de risa. Cuando llega, el chiste es sencillo pero certero. Hay carcajadas y comentarios sueltos. Sergio no se ríe –los grandes contadores de chistes nunca lo hacen–, pero se le escapa una leve satisfacción en la mirada.
Esa escena –la de alguien pidiendo silencio para contar un chiste con introducción, nudo y desenlace– ya no es común. Hubo un tiempo en que no podía faltar en las fiestas de cumpleaños, los asados o las sobremesas largas. Era parte del paisaje familiar, como las partidas de backgammon armadas después del café o el ruido de los chicos corriendo en el fondo. Pero ahora, parece un recuerdo lejano, una costumbre que se va desdibujando. ¿En qué momento dejamos de contar chistes como lo hacían nuestros mayores?
De la época dorada a la nostalgia actual. Si nos remontamos unas décadas, el chiste era el alma de toda reunión. Ni siquiera hace falta irse tan atrás: hasta hace unos años, las sobremesas familiares, los asados entre amigos y las reuniones en los bares tenían su “momento del chiste”. Por entonces, si no sabías o no te animabas a contar uno, te quedabas fuera del juego social. Era casi obligatorio tener siempre un chiste a mano, algo novedoso que soltar para ganarse unas carcajadas. En ciertos círculos, el que dominaba el arte se convertía en una figura mítica: el tipo con decenas de chistes en la cabeza, recitados con la precisión de un actor profesional.
No todos los contadores de chistes eran iguales. Había especialidades. Algunos iban por los cortos y directos, perfectos para el bullicio de un bar o una pausa en la oficina. Otros se inclinaban por los chistes “verdes”, esos que se contaban solo si el público era el adecuado. Y estaban los que se mandaban con historias largas, casi cuentos, llenas de personajes y detalles, como si armaran una película antes del desenlace. Ser un buen “chistólogo” era un título honorífico.
La tradición de contar chistes viene del fondo de la historia. Los griegos ya jugaban con eso en el siglo IV o V: el Philogelos es una colección de 265 anécdotas cortas que satirizan a los tontos, los tacaños o los despistados. Eran chistes simples, pero con el mismo ADN que los de ahora: una sorpresa al final para arrancar una risa. En la Edad Media, los juglares llevaban sus historias de pueblo en pueblo, adaptándolas según el público. Con la imprenta, en los siglos XV y XVI el humor oral empezó a mezclarse con sátiras escritas que la gente repetía en las tabernas o las cortes. Durante el siglo XIX, los cafés literarios y los diarios le dieron un empujón adicional: chistes políticos, burlas sociales, todo pasaba de la página a la narración oral.
En la Argentina, el chiste contado pegó fuerte en el siglo XX gracias a la radio, que fue como el gran fogón cultural de la época. Programas enteros se armaban alrededor de la voz de un hombre que hacía reír con una historia bien narrada, sin necesidad de efectos especiales o imágenes adosadas: puro talento oral. Luis Landriscina fue un maestro indiscutido del género, con sus relatos camperos llenos de sabiduría rural y esa pausa justa que dejaba al oyente esperando el desenlace como si fuera un gol en tiempo de descuento. Otro prócer del micrófono fue el Negro Álvarez, con sus relatos expresivos y picarescos, usando juegos de palabras, dobles sentidos y anécdotas exageradas, sin caer en lo vulgar. Y no eran los únicos: en los años 50 y 60, Niní Marshall con su “Catita” o Juan Carlos Mareco como “Pinocho” también metieron mano en el humor radial, mezclando personajes con chistes imposibles de olvidar.
Más tarde, la televisión tomó la posta y le dio su propio giro. En los 70 y 80, los sketches de humor tenían su espacio sagrado: desde Telecómicos y Polémica en el Bar –creada por Gerardo Sofovich– hasta el Negro Olmedo, pasando por las ingeniosas caracterizaciones de Antonio Gasalla (que nos dejó esta semana), los monólogos filosos de Enrique Pinti y el humor musical de Les Luthiers. Incluso Tato Bores, aunque se inclinaba a la sátira política, siempre dejaba caer algún chiste narrado para el aplauso. En los 90, el costumbrismo seguía vivo con próceres del chiste como Cacho Garay, que con su tonada cuyana y sus historias de pueblo arrancaba carcajadas sin esforzarse demasiado. Hasta programas como VideoMatch tenían segmentos donde Tinelli o algún cómico de turno soltaba un relato breve para calentar al público. Era una época donde el chiste en vivo, bien actuado, todavía competía con los guiones grabados.
Pero no todo pasaba por las ondas o la pantalla. En los quioscos, los libros de chistes eran un fenómeno aparte: colecciones como Mil chistes para todos o Los mejores chistes de gallegos, judíos y porteños tenían un éxito de ventas envidiable. Sellos como Ediciones de la Urraca reportaban tiradas de miles de ejemplares, y no era raro ver a alguien en el colectivo o en la sala de espera del dentista con uno de esos libritos gastados, leyendo en voz baja para practicar el tono.
El humor, entre la corrección política y la era digital. Pero algo se quebró. La radio se aceleró, con programas matinales que no dejan hueco para una pausa narrativa, aunque con gloriosas excepciones, como Rolo Villar y Ariel Tarico. La televisión cambió: ahora manda el reality, el debate exaltado, la noticia urgente. Los libros de chistes casi desaparecieron, reemplazados por memes o historietas digitales. Lo que antes llenaba minutos de aire o estanterías hoy parece demasiado lento, fuera de época.
El cambio no está solo en los medios. Basta conversar con amigos o mirar a nuestro alrededor en una reunión para notarlo: el chiste narrado se extingue. Hice una encuesta informal entre conocidos: más del 50% dijo que no había escuchado un chiste completo, con su introducción y remate, en su última reunión de amigos. “Prefiero mandar un meme”, me contestó uno. “O un TikTok”, agregó otra. El humor ya no pide que lo cuentes: lo consumís en soledad, en la pantalla, y lo compartís con un clic. Es rápido, asíncrono, no necesita que estés frente a alguien.
En El chiste y su relación con lo inconsciente, Freud resaltó su importancia: el humor libera tensiones, conecta, crea un “nosotros”. En la Argentina, el chiste era eso: un rito de pertenencia. Reírse juntos en la sobremesa tejía lazos, como el mate que algunos (no yo, demasiado agringado a esta altura para eso) pasan de mano en mano. Pero la digitalización lo desplazó. Y no es solo eso. La corrección política también aportó su cuota: chistes de gallegos, de gordos o de suegras que antes eran moneda corriente, hoy te pueden dejar mal parado.
En otros países sucede algo parecido. En Estados Unidos, en donde vivo, domina el stand-up (que también prendió en la Argentina), más en teatros o bares que en casas de familia, pero aún aquí el chiste espontáneo entre amigos supo ser un clásico. Hoy, sin embargo, los estudios socioculturales destacan que la tecnología lo está matando, al menos en Occidente. Donde hay tradiciones orales fuertes, como en comunidades rurales, o donde se hablan lenguas minoritarias, quizás resista más. Pero en nuestro universo –el mundo de WhatsApp y del scroll infinito– el meme le gana por goleada. Es inmediato, visual, no exige memoria ni paciencia. Y si se pone viejo, se descarta sin más.
¿Hay futuro para el chiste? No todo es desesperanza. Algunos nostálgicos sueñan con traerlo de vuelta. “Podrían armarse tertulias de chistes en bares”, dicen, con un micrófono abierto para que cualquiera se anime, no solo los comediantes de stand-up; una especie de karaoke cómico. “En algunas ciudades, hay talleres donde enseñan a contar chistes clásicos”, me dicen: el tono, la pausa, el golpe final. “Hasta podría meterse en las escuelas”, sugiere un grupo de madres, no para burlarse de nadie, sino para rescatar la oralidad como parte de lo que somos. “Imaginate una clase de literatura explorando al chiste como género, desde los griegos hasta Landriscina, como vehículo de cultura popular”, propone una de ellas, convencida.

Pienso en Sergio otra vez. El chiste, desenterrado de algún rincón de su memoria, fue un acto mínimo pero valiente. Nos hizo reír, sí, pero también mostró lo raro que hoy es ese gesto generoso. Hace unas décadas, el chiste era el rey de la sobremesa, el trampolín al estrellato familiar. Hoy, batalla por la supervivencia contra memes o audios virales. Sin embargo, el chiste no está muerto. El humor es humano y eterno; solo cambia de forma. Y el chiste narrado tiene algo único: el silencio previo, la expectativa, la risa que explota y une. Freud lo sabía: es más que un pasatiempo, es un cable a tierra colectivo.
Hay quienes se entusiasman y aún lo intentan. Amigos que pactan un “momento del chiste” en las reuniones o que miran videos de humoristas viejos para aprender el oficio. Otros graban a sus abuelos contando los suyos, como un archivo vivo de algo que se nos escapa. Mientras tanto, en esa mesa de viernes, pasó algo mágico: un sobrino, picado por el acto valiente de mi hermano, contó un chiste al vuelo. Otro de mis hermanos se sumó: “¿Conocen el de Moldavsky sobre los dos judíos y el negocio?”, pregunta, como si hubiera uno solo. De pronto, la escena se parecía a las de antes: miradas cómplices, risas entrecortadas, el aire electrizado, con ganas de seguir.
Quizá la clave está en animarse. En tirar, la próxima vez que estemos en familia o con amigos, un “che, tengo uno buenísimo, escuchen”. Al principio puede sonar raro, como sacar un cassette en la era de Spotify. Pero si se logra una carcajada genuina, valdrá la pena. No se trata solo de reír: es rescatar el ritual de hacerlo juntos, frente a frente, sin pantallas de por medio. Antes de vivir pegados al celular, había un fuego en la palabra viva. Ese fuego aún existe y espera que volvamos a avivarlo. El chiste puede ser de nuevo lo que era: un puente, un espacio común, una marca de quién somos.
Doctor en Economía (Harvard) y abogado (UBA)
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