El atentado a la AMIA, treinta años después: una historia que se sigue escribiendo
El 18 de julio se cumplen tres décadas del brutal ataque a la mutual judía; el libro Después de las 09:53, novedad de julio, pone el foco en el mes posterior al estallido
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En el principio de Después de las 09:53. AMIA: Cartografía de un atentado me recuerdo haciendo una línea de tiempo, ordenando la cronología del ataque de la calle Pasteur, que dejó 85 víctimas, anotando en un papel nombres y fechas. El mismo ejercicio sencillo que hago cada vez que empiezo a preparar una crónica compleja. Esta vez era un trabajo para una revista llamada The Jewish Quarterly: era marzo de 2022 y el editor de esa revista me había encargado un essay sobre el ataque a la AMIA, que a él lo obsesionaba desde hacía años. Dos años más tarde, ese essay se convirtió en Después de las 09:53 –un libro que ahora edita Sudamericana–, pero en aquel momento yo aún no lo podía sospechar.
Lo que sí descubrí rápidamente fue que la línea de tiempo me mostraba que los treinta días posteriores al 18 de julio de 1994 contenían, como en una versión en miniatura, gran parte de lo que se desarrollaría en la investigación a lo largo de los siguientes treinta años, incluso hasta hoy. Así surgió este libro que examina un mes y tres décadas. Su primer capítulo empieza de una manera irremediable (“Estalla una bomba”) y sus 432 páginas trazan una cartografía para entender ese laberinto llamado “causa AMIA”.
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Me recuerdo sorprendido leyendo el expediente del caso. Seis días luego del atentado, un hombre pequeño e inquieto –llamado Manuchehr Moatamer– declaró en la embajada argentina en Caracas ante el juez federal Juan José Galeano, dos fiscales (Eamon Mullen y José Barbaccia), algunos policías y algunos agentes de inteligencia (todos argentinos). Era un disidente del régimen iraní, de ojos grandes, labios gruesos y frondoso cabello azabache, y ese día habló desde las siete de la tarde hasta las tres de la madrugada. Dijo que el gobierno de Teherán había montado sobre sus embajadas una red de espionaje para exportar la Revolución de 1979 con el apoyo de Hezbollah, y que esa red había servido para planear el ataque.
"En un mundo en guerra, no hay nada más contemporáneo que escribir sobre un ataque terrorista de 1994"
Al volver a Buenos Aires, el juez Galeano y la comitiva fueron llamados desde la Quinta de Olivos, donde el gabinete a pleno estaba reunido, esperando información. El presidente Carlos Menem recibió al juez en un cuarto privado. Galeano habló por un buen rato, contó todo, recordó cada detalle de lo que el disidente había informado. Menem escuchó y al final parecía decidido: “Hay que cortar relaciones diplomáticas con Irán”, dijo. Sin embargo, esto nunca ocurrió.
El primer mes es clave: ya había una pista iraní, pero también había una pista siria. Ésta se basaba en otra hipótesis: el atentado a la AMIA podría haber sido una venganza contra el presidente Menem por traicionar al mundo árabe y aliarse con el bloque estadounidense. Indignado, el presidente sirio Hafez Al-Assad ya no le contestaba el teléfono y el coronel libio Muhammar Khadafi –¿será verdad que le dio a Menem diez millones de dólares para la campaña de 1989?– lo reprendió en un encuentro privado en Belgrado (del que Domingo Cavallo fue testigo).
De una larga cadena de episodios y deducciones, la pista siria culminaba en el encubrimiento a algunas personas cercanas a Menem. Según esta hipótesis, esas personas del círculo del poder eran las responsables del atentado, pero se las encubría para que la figura del presidente no quedara relacionada con la masacre. Escandalosamente, algunos de los acusados del encubrimiento fueron el propio juez Galeano y el secretario de Inteligencia, Hugo Anzorreguy. La pista siria se desarrolló durante años y recién en 2024 fue desestimada definitivamente por la Justicia argentina.
La Cámara Federal de Casación Penal señala hoy a Irán (y no a Siria) como responsable del atentado, pero incluso así, Galeano y Anzorreguy no pudieron librarse de otras acusaciones y en el fallo más reciente del caso, firmado en abril por la Sala II de esa Cámara, recibieron condenas –que apelaron– por participar en el pago de 400.000 dólares a un acusado, supuestamente para que este inculpe gente en una declaración ficticia.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación considera que la causa AMIA es ‘la más compleja de la historia judicial de la Argentina’
Ese acusado era Carlos Telleldín, el misterioso vendedor de una Trafic cuyo motor fue hallado entre los escombros de la AMIA (la carrocería de la camioneta parece haber sido reemplazada antes del ataque; como sea, el vehículo-bomba que se usó fue identificado como una Trafic. O sea que hubo al menos dos Trafic en escena… y quizás tres. Ya sé: es difícil de entender).
Telleldín era un comerciante hábil, pero los fiscales del caso lo vieron siempre como algo más. Fue detenido al décimo día y encarnó durante años la sospecha de una posible conexión local. Luego de pasar varios años preso fue absuelto. Ahora es un abogado famoso. Lo entrevisté largamente. Me dijo que hace mucho tiempo que no se mete en problemas. “Mi Veraz es impecable”, insistió.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación considera que la causa AMIA es “la más compleja de la historia judicial de la Argentina”. Después de las 09:53 es una crónica que parte del primer mes y recorre décadas. Para entender la causa, entrevisté a varios de sus protagonistas: Galeano, Telleldín, los primeros fiscales, el fiscal Sebastián Basso (uno de los titulares actuales de la UFI AMIA), una representante de Memoria Activa (Diana Wassner) y muchos otros. Rubén Beraja me contó sobre una conversación telefónica muy tensa que mantuvo con Menem, en la que rompió su relación muy a pesar suyo. El exministro Carlos V. Corach me mostró un pasillo de su estudio donde lucen enmarcadas las mejores caricaturas que los diarios opositores le dedicaron. A veces se divierte leyéndolas. Antes yo le había preguntado por la negligencia y el fracaso del gobierno en la resolución del caso y él me había dicho: “Nada hubiera sido más beneficioso y triunfal para el gobierno que descubrir algo sobre ese tema. ¿Qué otra cosa más impactante podía ofrecer el gobierno? Hubiera sido una gloria”.
La lógica no siempre es inexpugnable, pensé. Cada episodio del caso tiene al menos dos versiones: en las entrevistas que hice, varias veces he escuchado respuestas diametralmente opuestas ante la misma pregunta.
Treinta días y treinta años: una premisa de simetría borgeana es la base del libro Después de las 09:53. Pero “treinta” no es un fetiche, sino un sentido. Mucho de lo que aconteció en ese mes ha sido olvidado: exhumarlo es abrir una ventana en la oscuridad.
De pronto, en un mundo en guerra como el de 2024 no hay nada más contemporáneo que escribir sobre un atentado terrorista de 1994.
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Juan José Galeano ya no es juez: fue apartado del caso, fue destituido y fue condenado en un juicio que –ya fue dicho– aún no encontró su sentencia final. Mientras tanto, trabaja como abogado particular e, inesperadamente, da clases de yoga (el yoga fue uno de los bálsamos que lo salvó en sus peores momentos). Le recordé que en los primeros treinta días hubo una actividad intensa en la causa, que él mismo formuló una explicación de lo que había ocurrido y que el enigma –cómo, por qué, quiénes– parecía casi resuelto. Pero treinta años más tarde el caso sigue abierto. Le pregunté: ¿qué pasó?
“El problema”, me dijo, “es que cuando uno comienza a profundizar sobre temas de corrupción pública y privada hay una cadena interminable de factores y probar cada uno es complejo. Yo quería saber la verdad de lo que había ocurrido. Y supimos la verdad, supimos la verdad… tuvimos un panorama de lo que había ocurrido, con bastante certeza, pero no es fácil traer terroristas internacionales a un tribunal. Y meterse contra la policía bonaerense… Todo ese tipo de cosas trae sus problemas”.
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Ocho días después del atentado, un comando israelí de rescate que trabajaba sobre los escombros del edificio encontró –debajo de una viga de hormigón– el motor de la Trafic. Dar con el motor fue importante porque su numeración (2.831.467) guió hacia Telleldín.
"‘Yo vendí cuatro camionetas: tres las localizaron [y se confirmó] que las vendí como dije; la cuarta la vino a comprar un tipo y la usó para el atentado, y yo lo desconocía. Y esto quedó probado en dos juicios’, dice Telledín"
Le pregunté a Telleldín si sabía o imaginaba que la Trafic que él había vendido iba a ser usada en un atentado (al menos, el motor). Es la pregunta que le hicieron mil veces, la que mil veces respondió. La que van a seguir haciéndole. La que hay que seguir haciéndole.
“No”, me dijo. “Yo vendí cuatro camionetas: tres las localizaron [y se confirmó] que las vendí como dije; la cuarta la vino a comprar un tipo y la usó para el atentado, y yo lo desconocía. Y esto quedó probado en dos juicios”.
El juez Galeano había recolectado todos aquellos elementos incipientes –en relación a la red de espionaje iraní y a la probable conexión local– en una resolución dada conocer 23 días después de la masacre, el 9 de agosto de 1994. La jornada anterior, Memoria Activa se había reunido por primera vez enfrente del Palacio de Justicia. Eran 200 personas con pancartas blancas en las que se leía: “No a la impunidad”. Tres décadas más tarde, Memoria Activa acorraló al Estado con una poderosa denuncia internacional y el 14 de junio de este año la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a la Argentina por la falta de verdad y justicia sobre el atentado y su encubrimiento.
Después de las 09:53 es muchas cosas a la vez; entre ellas, un court drama que sigue a Galeano y a Telleldín en su juego de gato y de ratón, su íntima enemistad, sus victorias y sus derrotas, sus encuentros cargados de tensión. El juez y el sospechoso principal mantuvieron un duelo que se prolongó durante años.
Todo lo que cuento aquí ya estaba ocurriendo en ese primer mes, en ese modelo a escala de lo que vino después: dolor, demandas ciudadanas, políticas secretas, desconcierto, corrupción, destrucción de pruebas, trampas de los servicios de inteligencia y de la policía, trucos inesperados del terrorismo global y una desesperada búsqueda de justicia.
Un mes, una nación bajo las tinieblas.
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Los protagonistas de Después de las 09:53 son jueces y fiscales federales; jihadistas, clérigos y ayatollahs; ladrones bonaerenses; mujeres de la noche; melancólicos guerrilleros marxistas; engañosos agentes de inteligencia (de la SIDE, del Mossad, de la CIA, de Irán); mecánicos oportunistas y policías fuera de control. Hice entrevistas con muchos de ellos, retraté a otros. Accedí al expediente de la causa del atentado y me interné en sus versiones. Leí cientos de páginas de documentos, leí las noticias de todas esas jornadas de julio y de agosto.
Por el ataque y por su encubrimiento hubo tres juicios. Y hubo también una muerte que estremeció a la opinión pública: la del fiscal Alberto Nisman. “El caso AMIA destruye todo lo que toca”, me dijo un miembro del Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Federal Número 9, el juzgado de Galeano. La investigación que se hizo está plagada de claroscuros: al mismo tiempo logra ser para Miguel Bronfman, el abogado principal de la AMIA, “monumental”; y para el tribunal del primer juicio, “la peor investigación de la que hemos tenido conocimiento”. Como en esas maldiciones que padecieron los arqueólogos que descubrieron los sepulcros de los faraones egipcios, aquí nadie ha salido indemne.
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La versión embrionaria de Después de las 09:53 apareció en inglés en The Jewish Quarterly y en español en estas mismas páginas, hace un año. Ahora es un libro que abre preguntas. No soy un fiscal, sino un periodista y quizás un detective ciudadano que no tiene más armas que la propia curiosidad, ni más objetivos que escribir esta historia. Tal vez pueda alumbrar algunos momentos, rescatar pistas, nombres y episodios perdidos, proponer nuevas sinapsis, resistirme a la indiferencia y al lugar común. Quizás logre relacionar puntos de un caso tan amplio que se puede apreciar por el árbol, pero cuyo bosque no llega a verse claramente. Quiero decir: sabemos tan poco de lo que realmente pasó.
Pero algo sabemos. Y eso, paradójicamente, es lo que solemos negar.
Sabemos –porque se probó– que a las 9:53 del lunes 18 de julio de 1994 la AMIA fue demolida con una camioneta Renault Trafic, que transportaba entre 300 y 400 kilos de explosivos y que fue conducida por un suicida. Ese conductor tiene una historia y un nombre (Ibrahim Hussein Berro), pero mientras los ocho acusados extranjeros con pedido de captura no declaren, será difícil probar que él manejó la camioneta. O incluso conocer cuál fue el rol de Irán y el de Siria en todo esto.
Se sabe que la explosión ocurrió –de acuerdo a tres peritos de la Universidad Nacional de Tucumán– hasta un metro adentro del edificio. A la destrucción de las columnas frontales de la planta baja y de la losa que se ubicaba sobre el sótano siguió la destrucción de las columnas más alejadas por el efecto de tracción de esa losa. Los pisos superiores se quedaron sin apoyo, comenzaron a caer y arrastraron la parte trasera del edificio hasta que se desprendieron. La superficie demolida fue de unos 2000 metros cuadrados (el total del edificio de la AMIA era de unos 4600).
Y, por cierto, la Justicia argentina considera que el ataque fue ideado y preparado por altos funcionarios del gobierno iraní –con los informes que el clérigo Mohsen Rabbani enviaba desde Buenos Aires–, y que fue ejecutado por Hezbollah con la participación de dos terroristas famosos: Samuel Salman El Reda y el ya fallecido Imad Fayez Moughnieh.
También hay otras hipótesis, y hay teorías conspirativas y cuestiones difíciles de entender.
Al terrorismo global y a la conexión local hay que sumar dos actores nativos: los servicios de inteligencia y la policía. La SIDE y la Policía Federal colaboraron muy poco entre sí. “La investigación de la AMIA”, declaró Galeano en el segundo juicio, en 2016, “fue víctima de la miseria de la internas de los servicios de inteligencia y de seguridad, de las que pretendí en todo momento ser ajeno”.
¿Y qué hay de la versión que me contó Claudio Lifschitz, un exespía de la Policía Federal que luego trabajó en el juzgado de Galeano? “Nunca jamás la Secretaría de Inteligencia o la presidencia se van a hacer cargo de que participaron [del atentado] o que lo facilitaron, por lo que fuere, por una decisión política mal tomada o porque se retiraron por negligencia”. Eso me dijo. Vive exiliado en España.
Sin embargo, adentro de la SIDE las cosas se veían distinto. Para cierto agente de rango jerárquico, lo que la gente señalaba como “internas” eran en verdad discusiones comunes entre colegas. A veces discusiones de fondo, pero no una miseria. La SIDE y la sociedad nunca hablaron el mismo idioma.
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Del despacho del presidente de la AMIA a las oficinas de la UFI-AMIA, del estudio del exministro Corach a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, de las calles de Bangkok al estacionamiento del Wold Trade Center en Nueva York, de la mesa en una cafetería donde pasé horas hablando con Telleldín al escritorio y la computadora siempre encendida de Galeano, de Teherán a la embajada argentina en Caracas, de los tribunales de Comodoro Py a la morgue judicial, de un almacén en Beirut a un hotel en Zúrich, de la Triple Frontera al cráter que la explosión dejó en la calle Pasteur: con estos movimientos y con muchos otros tracé la cartografía del atentado, esa cartografía a la que refiere el subtítulo del libro.
Mientras el tiempo sigue pasando y la verdad se aleja más y más, tenemos una obligación compleja cada vez que nos referimos a esta experiencia dolorosa que la sociedad argentina jamás pudo superar. La obligación de no dejar de unirnos en empatía con las víctimas, de no abandonar la búsqueda de sentido, y de usar las palabras para resistir al horror, al caos y a la impunidad. La historia del atentado a la AMIA todavía se está escribiendo.