El apagón. La paradoja de Facebook desvela a un mundo que no comprende
La reciente caída de WhatsApp sumió al planeta en el desconcierto y llenó de preguntas a la aldea global
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¿Puede un servicio que no cuesta un centavo ser tratado como público y esencial? Parece difícil. Pero, en los hechos, algunas de las utilidades de internet cumplen el rol de un servicio público. No lo son, en los papeles. Ni los pagamos con dinero. Por lo tanto, sería complicado subsidiarlos. Tampoco es que necesiten subsidios; las compañías que los ofrecen están entre las organizaciones más poderosas y ricas del mundo.
Pero en la práctica –y esto quedó en carne viva el lunes 4 de octubre– son esenciales. Ese día, sin WhatsApp, mucha gente perdió mucho dinero y, en general, nos complicó la vida más allá de lo que habríamos estado dispuestos a admitir. Como ocurrió con los otros cortes grandes de esta plataforma (el más extenso, de 14 horas, fue en marzo de 2019), la reacción no fue solo de fastidio, sino también de asombro. ¿Pero cómo, se podía cortar WhatsApp? Ocurrió algo semejante en mayo de 2000, cuando el virus ILOVEYOU derribó el servicio de correo electrónico durante 10 días y causó cerca de 20.000 millones de dólares en daños. ¿Pero cómo, se podía cortar el mail?
Un poco de luz
El primer componente de esta gran paradoja es que por primera vez en la historia dependemos de herramientas que escapan a nuestra comprensión. La trillada analogía con el automóvil nunca fue válida. Ignoramos los detalles de cómo funciona un motor –qué es el ciclo Otto, por qué detona la nafta–, pero a la larga se trata de transportarse. A pie, en bicicleta o en auto, es lo mismo, solo que más rápido.
¿Alguien sabe qué es la electricidad? ¿Cómo es posible que sirva para enfriar alimentos y también para cocinar? ¿Y cómo es que además nos permite iluminarnos? Sí, pero los detalles de la electricidad también son irrelevantes. Sabemos que se la produce en alguna parte y que nos llega por medio de cables. Aunque no conozcamos las leyes de conservación de la energía, de Boyle, de Charles y de Gay-Lussac, la electricidad no encierra demasiados secretos; si una tormenta derriba el tendido eléctrico, sobreviene un apagón. Ocurre lo mismo con el agua, el gas y el canal de cable. Se cayó una torre de alta tensión. Se quemó un transformador. Se secó una represa. Se entiende.
Ahora, ¿qué significa que un sistema autónomo propagó una ruta anómala? ¿Qué quiere decir envenenar el caché de los servidores de nombre de dominio? ¿Por qué una falla en algo llamado Border Gateway Protocol puede dejarnos durante siete horas sin WhatsApp y sin Instagram?
Magia bit
Desde luego, internet y sus servicios no funcionan gracias a la magia, y los ingenieros entienden a la perfección los tecnicismos del párrafo precedente. El problema es que para el resto de nosotros son un misterio.
Cuando se corta la luz entendemos que algo falló en la generación, el transporte o la distribución. En cambio, cuando WhatsApp se cae, no tenemos idea. Puede ser nuestro router (lo reiniciamos), el proveedor (llamamos al soporte técnico), el teléfono en sí (lo reiniciamos también), la app (la reinstalamos) o un ataque informático. Más aún: ¿puede haberse caído internet en general?
La respuesta corta es no, internet no puede fallar de forma completa. O, para ser precisos, apagarla daría tanto trabajo, costaría tanto dinero y duraría tan poco tiempo que no tiene sentido ni siquiera intentarlo. Los ataques masivos han existido y las fallas generalizadas también, pero la cuestión es cómo definimos la frase falla generalizada. Por ejemplo, cada tanto se corta alguno de los cables submarinos que interconectan la red. Es una falla que puede dejar parte de un continente sin internet. Pero no se corta toda internet.
Como sea, todo lo que sabemos de WhatsApp es que tenemos una app en el teléfono. Qué es, cómo funciona y qué hay detrás para que le puedas mandar un mensaje a alguien y te lo responda en cinco segundos es 100% opaco. Pero hay más.
Sin anticuerpos
Un corte de luz nos catapulta al pasado, a un mundo sin aire acondicionado, TV, luz artificial, heladera ni internet. Es incómodo y puede incluso ser peligroso. Pero es algo conocido. En cambio, cuando se cae WhatsApp nos expulsan de un mundo de fantasía en el que un aparatito de 140 gramos nos sirve de mensajero, cámara de fotos, mapa, navegador satelital, brújula, filmadora, despertador, reproductor de música, enciclopedia y tienda de ramos generales; con ese dispositivo podemos, además, tomar clases virtuales, agendar citas, enviar mensajes de audio, participar del asambleísmo paroxístico de las redes sociales y ver películas y series. Ah, sí, y aparte sirve para hablar por teléfono.
Salvo en la literatura de ciencia ficción, nunca hubo nada ni remotamente parecido. Así que ignoramos cómo funciona y carecemos de anticuerpos para sobrevivir a su súbita desaparición. Dicho más claro: estamos completamente a merced de estas tecnologías.
Pagamos, pero no
Recapitulemos. Hay servicios que no se consideran esenciales, pero que en la práctica lo son, y además no tenemos idea de cómo funcionan, ni hay nadie a quién recurrir frente a un corte. Por añadidura, no existe reemplazo alguno. Y además, no los pagamos. ¿Cómo reclamar por algo que no pagamos?
Bueno, la cuestión es que sí los pagamos. Aunque no con dinero. Otra de las páginas de esta paradoja sinfónica es que Facebook y Google no nos cobran un centavo, pero son extraordinariamente rentables. ¿De dónde sale esa plata?
De los anunciantes, por supuesto. Es casi la única parte que podemos comprender: venden publicidad. Bueno, piensa uno, pero para nosotros es gratis. En general, nada es gratis; mucho menos si detrás hay una organización valuada en un billón de dólares, como Facebook, o alrededor de dos billones, como Google, Apple y Microsoft.
La maquinaria publicitaria de estas compañías, que funciona de forma autónoma las 24 horas todos los días del año, es alimentada por los datos masivos de los usuarios, con los que se crean perfiles para dirigir los avisos con una precisión quirúrgica. Sin esos big data, esta máquina de producir dinero se detiene.
Esto es importante por dos motivos. Primero, el dinero con el que pagamos estos servicios no es fungible ni su valor se encuentra estandarizado por una autoridad monetaria. Pagamos, pero no sabemos exactamente cómo ni cuánto. Ignoramos cómo funcionan estos servicios, y es imposible saber qué datos recolectan sobre nosotros. O, para el caso, cuánto valen tales servicios. O nuestros datos. En suma, pagamos, pero no.
El segundo motivo es que como estas maquinarias publicitarias funcionan por la escala, cuando el servicio se corta los gigantes de internet pierden toneladas de dinero. Este dato es clave.
Dame opciones
Estos servicios –que no pagamos, pero que sí pagamos, y que nos resultan tan vitales como misteriosos y cuyas compañías son inapelables e inalcanzables– exponen otro rasgo notable: no son opcionales. Algún ludita intentará mantenerse apartado de las tecnologías que reinan en cada momento de la historia, pero tarde o temprano descubrirá que no solo todas las personas las usan, sino que aquellos que el relato decía que serían los más oprimidos por el avance técnico están entre los que más provecho les sacan. WhatsApp o Instagram no son populares porque sí, sino porque son útiles a miles de millones de personas. El dato forma parte de la paradoja: Facebook hizo las cosas muy bien, por eso se encuentra en una posición dominante. Pero no las hizo lo bastante bien para garantizar un servicio completamente libre de cortes.
Ahora, ¿se evitarían incidentes como los del lunes 4 de octubre si WhatsApp fuera declarado servicio público? La caída de WhatsApp duró siete horas. Los cortes de energía eléctrica en la Argentina han llegado a durar varios días, a pesar de que la electricidad está encuadrada como servicio público. OK, sí, pero los responsables tienen una penalización por esos cortes. Es cierto, pero esa penalización no es ni por asomo tan onerosa como la que pagan Facebook (o todos los demás negocios de internet que viven de la publicidad) cuando quedan fuera de línea. La red social perdió 66 millones de dólares en esas siete horas, y Mark Zuckerberg, su fundador, vio esfumarse 7000 millones en su patrimonio personal. Si eso no es una penalización, no sé qué es.
Para enredar más las cosas, estos colosos no solo tienen implícito un mecanismo que castiga sus fallas (o sea, son los primeros interesados en mantenerse online) sino que además no se toman muy en serio las multas que puedan imponerle los Estados. Tienen demasiado dinero.
Ya que hablamos de dinero, y dadas todas estas paradojas, ¿dónde entraría el tema de las tarifas?
Otro asunto es internet. Si me lo preguntan, sí, a estas alturas, a nadie debería faltarle conectividad. La cuestión es si con una estructura como internet (global, descentralizada) promulgar una ley que la declare servicio público cambia algo. Algunos números pueden ayudar a comprender el porqué de este cuestionamiento.
En el nivel global (y la Argentina en ese aspecto no es ningún ejemplo), una de cada tres personas no tienen acceso al agua potable, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud de junio de 2019. O sea, los servicios que son tratados como públicos y esenciales no parecen más robustos que internet, ni más difundidos. Todo lo contrario. Ocurre incluso con el más esencial de todos, el agua segura, a la que no acceden más de 2200 millones de personas. Viceversa, en poco más de 30 años (internet se volvió pública en 1990), la red llegó a 4600 millones de personas. Casi el mismo número de personas que no tienen cloacas adecuadas en el planeta, según la OMS.
Por otro lado, ¿quién es el responsable de garantizar los servicios públicos? El Estado. Los Estados, para ser más precisos. En la Argentina, hasta ahora, lo han hecho muy mal con cosas mucho más simples que internet, como el agua, las cloacas y la electricidad. ¿Es una buena idea que ese mismo Estado se ponga a regular sobre asuntos de una complejidad técnica que excede incluso a las personas más ilustradas, y que, al revés que los otros, involucra cuestiones tan sensibles como la libertad de expresión?
El tiempo fuera de línea de internet es poco y raro. Pero también es cierto que ha ido aumentando. Esto, como era de prever, tiene lógica. Y es la misma lógica de siempre: la concentración. Si los servicios y aplicaciones de internet están en manos de un puñado de compañías, basta que una de esas organizaciones tenga un problema para que millones de personas se queden sin servicio, incomunicados, en lucro cesante y sin nadie a quien recurrir. En los remotos orígenes de Arpanet, en octubre de 1969, se vivía una situación semejante, porque solo había computadoras centrales, en universidades y centros de investigación. Internet, que nació del hecho de que cada vez había más redes y más computadoras, evolucionó hacia una estructura muy descentralizada, donde es muy difícil causar un daño masivo. Solo que ahora buena parte de la Red vuelve a estar centralizada.
Peor todavía: puesto que innumerables pymes dependen de las campañas de publicidad que corren en estas plataformas, el corte las afecta por partida doble. Y más: como muchas personas usan su cuenta de Facebook o Google para acceder a otros servicios, una falla en cualquiera de los dos se ramifica y arrasa mucho más allá de su ámbito.
En total, el apagón de WhatsApp parece un buen puntapié para empezar a debatir si internet y sus aplicaciones deben tratarse como servicios públicos o si es más bien al revés, que los servicios públicos tradicionales deberían aprender las lecciones de internet y su ecosistema descentralizado. Porque les guste o no a los Estados, muchos han fallado con asuntos técnicamente mucho más lineales y básicas, como la electricidad o el agua. A la vez, les guste o no a los colosos de la red, la idea original de internet era que fuese inmune a grandes cortes, y la clave para eso estaba en la descentralización. Así que hay mucho para hablar, sin eslóganes, sin chicanas y sin reduccionismos peligrosos.