El amor y la piedad humana por las mascotas
A veces, los seres humanos sentimos una ternura, una piedad por los animales que no tenemos por los miembros de nuestra especie, por nosotros mismos. Pero ¿qué son el amor y la piedad?
Cuando murió Sylvia Molloy, el 14 de julio del año pasado, pensé que ya no leería un nuevo libro suyo. La quise, la quiero y la admiro. Ella es uno de los grandes escritores argentinos de fines del siglo XX y principios del XXI. Sus últimos libros de narrativa (casi memorias), Varia imaginación, Desarticulaciones, Vivir entre lenguas son muy breves porque todo en ellos es esencial.
Mi tristeza por el fin de su obra encontró rápido consuelo. En noviembre de 2022, Eterna Cadencia publicó póstumamente Animalia, un hermoso conjunto de relatos en los que Molloy evoca su relación con los animales. En la niñez, no tuvo mascotas: su madre no quería animales en la casa; pero, claro, estaban los insectos. La pequeña Sylvia tuvo gusanos de seda, y regimientos de cascarudos. Ya de adulta, tras haber cambiado de países y ciudades, comprendió que no podía vivir sin animales en su hogar.
La lectura de Animalia tenía un interés especial para mí. En Desarticulaciones, Sylvia cuenta las visitas casi diarias que le hacía a una íntima amiga, M. L., aquejada de Alzheimer. En esas páginas, sigue y describe de un modo muy objetivo la desarticulación de esa compañera de vida que, a pesar de su decadencia, continuaba siendo ella misma en el uso de ciertas palabras náufragas, en los modales de una familia de la burguesía argentina. Sylvia le prestó a la amiga enferma la atención que solo se da cuando uno quiere de verdad y sabe querer. Para soportar el dolor y seguir viéndola, escribió lo que veía. En Animalia, me despertaba curiosidad saber cómo había asistido al final de los animales de su entorno.
Hay un episodio de la escuela secundaria en este libro, que me impresionó. Sylvia estaba convencida en la adolescencia de que quería ser cirujana. Dice: “Me fascinaba la idea de poder abrir un cuerpo y mirarlo por dentro”. En una clase de biología, llegó el momento de disecar una rana para observar cómo funcionaban sus órganos. Molloy se ofreció fascinada a abrir de arriba abajo y de izquierda a derecha al batracio. Con un bisturí, trazó un tajo vertical, después dos más, horizontales. Con dos pinzas, descorrió la piel a ambos lados del tajo vertical y formó así una ventanita para ver el interior de la rana, debidamente anestesiada. La profesora mostró cómo funcionaban el corazón y los pulmones. Cuando terminó la clase, los alumnos y la profesora se fueron y dejaron la rana abierta, a solas con Sylvia. La cirujana en ciernes pensó en el dolor del animalito cuando se fuera el efecto de la anestesia: le clavó el alfiler del distintivo del colegio en el corazón.
En el último relato del libro, la narradora cuenta que hay un olmo al fondo de su casa de Long Island. Al pie del árbol, ella y su compañera enterraron a todos los animales con los que habían vivido. Sylvia los cuidó como cuidó a la rana y a M. L.
La piedad y el amor por los animales puede ser también muy distinto. Fui amigo de Estela Canto, la autora de Borges a contraluz, en los últimos años de su vida. Ella empezó a morirse cuando murió su hermano, Patricio (“Pato”), un destacado traductor e intelectual. Los dos querían mucho a los animales. Compartían una casita con jardín en Punta del Este donde cuidaban a nueve perros, recogidos a lo largo de los años. Los Canto tenían sendos departamentos en un edificio en Buenos Aires, cerca de Retiro. Él pasaba la mayor parte del tiempo en Uruguay y atendía a los perros; ella se quedaba más en la Argentina. Cuando Pato se enfermó gravemente, debió volver a Buenos Aires. Era imposible tener todos esos perros en un departamento. En Punta del Este, nadie quería “heredarlos”. Esa jauría tendría el fin de los animales “adoptados” durante el verano y abandonados al comienzo del otoño. Los Canto habían visto esa escena. Los “amos” temporarios entregarían sus mascotas al hambre, el maltrato y el dolor. Una tarde que Estela había salido, él mató de sendos balazos a los nueve perros. Ella era miembro de la Sociedad Protectora de Animales.