
Einstein. Cuando el científico más genial deslumbró a los argentinos
Hace cien años, el padre de la teoría de la relatividad llegaba al país, donde pasaría un mes agotador lleno de compromisos
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“Einstein tenía razón: todo es relativo”, decía el aviso de la sastrería Albion House, de Cangallo y Maipú, en el diario La Prensa; “a pesar de ser tan grande, no tiene lugar para guardar los trajes de un año para otro”. Y la librería García Santos ofrecía, por menos de 10 pesos fuertes, varios libros sobre la teoría de la relatividad.
Einstein había desembarcado cinco días antes, el 30 de marzo de 1925, a bordo del vapor alemán Cap Polonio en Dársena Norte. Apenas asomó en la cubierta fue asediado por cronistas, fotógrafos y delegaciones ansiosas de saludarlo. Llegaba al país una estrella de rock antes del rock and roll, el sabio del siglo.
Su arribo era la culminación de un entretejido de gestiones iniciadas años antes. En agosto de 1922, el poeta Leopoldo Lugones había publicado una carta en la nacion proponiendo atraer a Einstein a la Argentina argumentando que, dada la creciente inestabilidad política en Alemania, su vida corría peligro. Sugería invitarlo a dictar un curso gratuito con el acaso ingenuo propósito de que se radicara en nuestro país.
En diciembre de 1923 el rectorado de la Universidad de Buenos Aires autorizó convenir con las Universidades de Córdoba, La Plata, del Litoral y de Tucumán, “una invitación en común al profesor Alberto Einstein para dar una serie de conferencias” y aprobó el uso de hasta 2500 dólares de los fondos de la universidad que, junto con la contribución de miembros de la Asociación Hebraica (hoy Sociedad Hebraica), elevaron la suma total a 4000 dólares, valor que Einstein había considerado aceptable. El monto equivalía a ocho meses del salario de Julio Rey Pastor, profesor de máxima categoría de la UBA, y a cinco meses del profesor mejor pagado de Harvard. La oferta incluía dos pasajes desde un puerto europeo, pero Einstein viajó solo.
Lo esperaba un mes agotador; ocho conferencias en Buenos Aires, compromisos sociales, honores académicos, entrevistas, mucha comida, un viaje en tren a Córdoba, un encuentro con el presidente Marcelo T. de Alvear, caminatas del brazo de Lugones por Florida y hasta un paseo en el hidroavión Junkers sobre el Río de la Plata.
Su primera conferencia fue en un desbordado salón de fiestas del Colegio Nacional de Buenos Aire, con gente en los pasillos, desde donde alcanzaban a escuchar sus palabras.
Pacifista ferviente
El contenido de las exposiciones fue publicado en el diario La Prensa, donde además Einstein publicó textos con su firma. En “Pan Europa” Einstein defiende la unidad espiritual y la integración política de Europa, y ve en América un actor fundamental para consolidar una paz global duradera. En “De los ideales” exalta el ser europeo en contraposición con la visión de América, donde, sin excluir lo espiritual, “impera en sumo grado lo económico técnico”. El texto concluye con una cita a Goethe: “Quien posee ciencia y arte, posee también religión”.
Einstein era un ferviente pacifista y descreía de las fronteras nacionales. En 1914 había rehusado firmar el “Manifiesto de los 93″, en el que prominentes intelectuales apoyaban a Alemania en su comienzo de la Primera Guerra Mundial. En respuesta había firmado, el mismo año, un contramanifiesto contra la guerra junto al filósofo Otto Buek –quien durante la década del 20 fue corresponsal en Berlín del diario la nacion– y el fisiólogo pacifista Georg Nicolai, que luego emigró a la Argentina y con quien Einstein se encontró en su visita a Córdoba. Es al menos concebible que las declaraciones de Einstein hayan generado incomodidad en la comunidad alemana no judía de Buenos Aires. “La colonia alemana me ignora por completo”, dice una carta del 10 de abril a su esposa Elsa. “Parecen ser aún más nacionalistas y antisemitas que en la propia Alemania. Sin embargo, el enviado alemán fue muy atento conmigo; está siendo boicoteado por los alemanes aquí porque es liberal”.

En sus declaraciones públicas Einstein fue más diplomático. Elogió al pueblo argentino, se pronunció a favor del sionismo y centró sus ponencias en la teoría de la relatividad.
Su primer artículo sobre el tema, uno de los logros intelectuales más importantes de la humanidad, empieza con una frase de contenido estético: la electrodinámica de Maxwell –la teoría de la luz aceptada en el siglo XIX–, aplicada a cuerpos en movimiento, conduce a asimetrías que no parecen ser inherentes al fenómeno. Esta asimetría puede ilustrarse con un simple experimento, que Einstein describe en el primer párrafo. Un imán en movimiento genera una corriente eléctrica en un lazo de alambre que está quieto. Si, en cambio, el imán está quieto y el lazo de alambre está en movimiento, la misma corriente circula por el alambre. Según la teoría de Maxwell, estos dos fenómenos son físicamente distintos; en uno el imán está en reposo en el éter (un medio estático de referencia en el que se propaga la luz y respecto del cual se mueven los planetas) y en el otro el imán está en movimiento respecto del éter. Para Einstein esta asimetría era inaceptable: si la corriente es la misma en ambos casos, entonces debe tratarse del mismo fenómeno visto desde perspectivas diferentes, desde distintos sistemas de referencia, y la idea del éter es superflua. Si el éter no existe, no existe el reposo absoluto; al fin y al cabo, si algo está quieto debemos decir respecto de qué está quieto. Todos los sistemas de referencia, procede Einstein, son entonces equivalentes.
A partir de este enunciado, tan sencillo como audaz, Einstein nos conduce por un camino de lógica impecable hasta concluir que el tiempo, el tic-tac de un reloj, no es un fenómeno absoluto: si Alicia y María tienen relojes idénticos y Alicia pasa en una bicicleta muy rápido cerca de María, María ve que el tic-tac de su reloj es más rápido que el de Alicia, y Alicia ve que el tic-tac de su reloj es más rápido que el de María. ¿Cuánto mas rápido? Einstein deduce las ecuaciones, que indican que para que la diferencia sea perceptible Alicia tiene que moverse a una velocidad cercana a la de la luz.
La famosa ecuación
En su quinta disertación, en el Aula Magna de Exactas, Einstein explicó la ecuación más famosa del mundo: su inmortal E=mc2, tan difundida como malinterpretada. “Mediante las ecuaciones de Maxwell y el postulado de la relatividad especial”, dice el gran Albert, “se deduce que si un cuerpo que se mueve con velocidad v absorbe energía de un sistema en reposo, su energía aumenta sin que varíe su velocidad. [...] Todo sucede como si la masa del cuerpo aumentara en un valor igual a E/c2, donde c representa la velocidad de la luz. La masa inerte de un cuerpo no es una constante, sino que varía en función de los cambios en su energía”.
Y luego agregó algo crucial: “En las reacciones químicas, las variaciones de masa no son detectables a pesar de los cambios de energía. En las transformaciones radiactivas, en cambio, las variaciones de energía son muchísimo mayores y podrían estar cerca de nuestra observación”.
Dicho de otro modo, la fórmula E=mc2 se aplica a todo cambio energético. Si caliento el agua del mate, el peso del agua aumenta, pero en una cantidad imperceptible. En un proceso de transmutación nuclear, como los que ocurren en una bomba atómica, los cambios de energía son tan grandes que los cambios de masa son apreciables. Pero el mecanismo de generación de esa energía es independiente de la fórmula einsteniana. Sin embargo, suele atribuírsele una inexistente conexión directa.
Por ejemplo, en julio de 1946, a un año del final de la Segunda Guerra Mundial, la portada de la revista Time mostraba el retrato de Einstein y a su lado el hongo de una explosion nuclear con la inscripción E=mc2. La célebre fórmula permite detectar cambios energéticos grandes a partir de cambio de masa, pero atribuirle un vínculo causal con una reacción nuclear es como culpar al termómetro por la fiebre.
La relatividad
Luego disertó sobre su magnus opus: la Teoría General de la Relatividad, donde describe la gravedad no como una fuerza, sino como la curvatura del espacio-tiempo causada por la masa y la energía. Esta idea revolucionó nuestra comprensión del universo. En su última charla, de alto contenido técnico, habló de las confirmaciones experimentales de la teoría. En particular se refirió al fenómeno, detectado en 1919, que lo canonizó como el hombre más genial de su tiempo: la curvatura de los rayos de luz cuando pasan cerca de una estrella o un objeto muy masivo.

Einstein recibió el premio Nobel de física en 1921, no por la relatividad sino por algo llamado el “efecto fotoeléctrico”, el trabajo que inaugura la teoría de la física cuántica. Sus contribuciones son tan descomunales que hoy sería merecedor de por lo menos cinco premios Nobel más: por la teoría de la relatividad, por la predicción de ondas gravitacionales, por la teoría del movimiento browniano, por su predicción del funcionamiento del láser, por su teoría de un fenómeno hoy llamado “condensación de Bose-Einstein” (su última contribución importante a la física que, por coincidencia, publicó el mismo año de su visita a Argentina).
La noche del 23 de abril Einstein zarpó, exhausto, del puerto de Buenos Aires. Su diario de viaje y sus cartas contienen anotaciones cariñosas y agradecidas con el matrimonio Wassermann, que lo alojó en su residencia del Barrio de Belgrano y en su quinta de Llavallol durante la Semana Santa. Y si bien es irónico con Buenos Aires ( “ciudad confortable y aburrida”, “superficial y sin alma, como Nueva York”), tocó en el violín páginas de Mozart y Schumann en la recepción final con los estudiantes de ingeniería, y quedó maravillado al escuchar lo que él llamó “música folclórica argentina”.
La huella científica de la visita de Einstein no tuvo la misma magnitud que su impacto mediático o que la resonancia en la colectividad judía local. Quizá porque, si bien la comunidad de físicos era activa, a diferencia del sector médico aún no había madurado lo suficiente como para transformar su visita en un legado perdurable.
Tal vez en ningún otro físico la genialidad y la intuición se combinaron de manera tan prodigiosa como en Einstein. En los años que siguieron, continuó –ya sin el mismo éxito de antes– explorando los secretos más profundos del mundo, convencido de que, pese a su complejidad, el universo es descifrable. “Dios es sutil”, decía, “pero nunca malicioso”.
Doctor en física, especializado en mecánica cuántica; profesor en la Universidad de Oakland, en Rochester (Michigan); músico y guitarrista
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