Diálogo de ideas: Borges y Sabato en el recuerdo de una lúcida memoria
El historiador mexicano Enrique Krauze dedica un capítulo de su libro Spinoza en el Parque México (Tusquets), de próxima aparición, a los dos maestros argentinos; aquí, un fragmento
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En Spinoza en el Parque México, el intelectual mexicano Enrique Krauze narra su vida a través de los libros a partir de una serie de conversaciones con el escritor José María Lassalle.
“Fuimos a casa de Sabato en Santos Lugares, que así se llama el barrio de los suburbios donde vivía –cuenta Krauze–. El encuentro con él y Matilde, su esposa, fue gratísimo. Moreno, delgado, con sus lentes enormes, Sabato era expansivo, intenso, casi sentimental. Danubio Torres Fierro lo había entrevistado con gran conocimiento sobre su obra novelística, yo quise explorar sus ensayos y su biografía intelectual”.
–Pero era tan distinto a Borges.
–Habían polemizado en los años cincuenta. Sabato despreciaba moralmente a Perón pero no al peronismo. Entendía que para admitir sus causas no era preciso remontarse a Cartago sino constatar hechos evidentes: los efectos de la inmigración de fines del siglo XIX y principios del XX, los desequilibrios económicos de entreguerras, el ascenso de los movimientos obreros y sindicales, las desigualdades sociales. Sabato respetaba a Eva Perón, comprendía su origen, su drama íntimo, la consideraba una “mujer excepcional hasta en sus odios, enérgica y carismática […] la más extraordinaria y apasionante de la historia argentina”. Todo esto estaba en las antípodas de Borges, que despreciaba a Eva tanto como a Perón.
–¿Sabato era más filosófico, dirías?
–Parecido a Camus, hasta por los autores de los que hablaba, esos pensadores rusos de estirpe dostoyevskiana que ahora nadie recuerda, como Nikolái Berdiáyev o como León Chestov, a quien Camus cita en El mito de Sísifo. Nos contó su historia. Su particularidad, que lo aparta casi de cualquier otro destino intelectual en esos años latinoamericanos, era su carrera científica que lo había llevado a doctorarse en física en La Sorbona e incorporarse al Instituto Marie Curie. Nos habló de esa pasión primera por la ciencia y su desencanto de esa tarea esencialmente desencantada, temas ambos de su libro Hombres y engranajes. Nos lo regaló señalando sus dos epígrafes. El primero, del Diario de un escritor, de Dostoyevski: “Me sería muy difícil relatar cómo se han transformado mis convicciones, más aún no siendo ello, probablemente, muy interesante”. El segundo, de Chestov: “¡La historia de la transformación de las convicciones! ¿Existe, acaso, en todo el dominio de la literatura, historia alguna de interés más palpitante?”. Su contemporáneo Octavio Paz podría haberlos puesto al frente de sus obras. También él había pasado por las mismas convicciones revolucionarias del siglo XX. Y se había transformado.
–Pero Paz se definía al final como un liberal. ¿Sabato también?
–No, pero defendía la libertad con esa misma lucidez. Y, como Paz, conservaba la flama revolucionaria, esa fe romántica que quizá es inextinguible. Nada más lejano a la ironía y al escepticismo de Borges. Sabato nos dibujó esa transformación suya, semejante a la de Octavio. Su primera estación había sido el anarquismo, acompañado de esas lecturas rusas que proponían un espiritualismo libertario y cristiano. Paz también abrazó el anarquismo y frecuentó a esos autores. Como Paz, Sabato se acercó al marxismo, pero dio un paso más porque fue militante. Nos dijo que se había alejado por los juicios de Moscú así como por la mecanización y el aparato de propaganda soviético. Es un hecho que Hombres y engranajes, publicado en 1951, muestra una clara distancia con el comunismo soviético. Y las coincidencias siguen, porque ese año Paz publicó en Sur una denuncia de los campos de concentración en la URSS. Igual que Paz, Sabato exploró el surrealismo, luego –a diferencia de Paz– el existencialismo, pero su verdadera salida fue la obra de Kafka, Faulkner, Dostoyevski, lo que llamaba la “literatura metafísica” que abordaba los problemas últimos del hombre, los dilemas de la ética, la soledad y la muerte. Ni Paz ni Sabato desembocaron en el nihilismo. De todas las convicciones por las que Sabato había transitado, el socialismo libertario fue su Ítaca, el puerto primero y su lugar de vuelta. Paz también tuvo una odisea similar, aunque siempre conservó una cierta fe en el Estado mexicano nacido de la Revolución mexicana.
–Un itinerario similar, quizá por ser contemporáneos.
–Vivieron una misma circunstancia: guerras, ideologías, utopías, desencantos. Paz es un ensayista más poderoso, profundo y elegante; Sabato exploró en sus novelas esos temas de frontera entre la filosofía y la teología. Creía que la novela era el medio natural para la expresión de esos estados del alma. En aquella charla en Santos Lugares, Sabato criticó la ilusión del progreso, la “tecnolatría”, y apuntó la necesidad (la oportunidad) de que los países latinoamericanos fincaran su vida en la pequeña comunidad parroquial. No hacía mucho, Octavio Paz había analizado y descrito los falansterios de Fourier para encontrar una salida al malestar del presente. Digamos que al conocer a Sabato entendí mejor a Paz y entendí que las generaciones son transnacionales.
–Parece una reflexión anarquista, la de Sabato; ¿no lo acerca a Borges?
–Algo tenía que estar bien en la idea anarquista para que Borges y Sabato convergieran en ella. (…)
–¿Anarquismos paralelos?
–Sí en cuanto a su desconfianza esencial al poder, no en cuanto a su sentido de fraternidad: el de Borges es estrictamente individualista; el de Sabato (y el de Paz), comunitario. Esa mañana nos habló de la antropología filosófica de Martin Buber, tema que le parecía abstruso a Borges, que prefería al Buber exégeta de los cuentos jasídicos y los cabalistas.
–Sus diferencias mayores eran políticas.
–También históricas. Sabato creía en América Latina, Borges no.
–¿A qué atribuyes esa diferencia?
–Sabato fue discípulo de Pedro Henríquez Ureña. Escribió un libro sobre él, del cual conozco fragmentos. Don Pedro fue, como recuerdas, “el Sócrates” del Ateneo de la Juventud en México, el maestro de Alfonso Reyes y de toda la generación de 1915. A nadie quería y respetaba Cosío Villegas más que a aquel intelectual dominicano que en 1924 –justo cuando daba clases a Sabato en una modesta escuela– escribió un texto famoso: La utopía de América, una variación más clásica y socialista de La raza cósmica de Vasconcelos. Borges estaba a años luz de todo idealismo histórico. Sobre Henríquez Ureña, Borges escribió, no sé si con piedad o ironía: “Engañó su nostalgia de la tierra dominicana suponiéndola provincia de una patria mayor”. Para Borges esa patria mayor era ilusoria.
–En ese punto, ¿estabas con Borges o con Sabato?
-Soy discípulo de Cosío Villegas. Con ese viaje cumplía su mandato de mirar hacia el sur, como él siempre miró. Y me propuse seguir haciéndolo. Yo sí creo en la Patria grande.
–Sabato y Borges tenían también diferencias estéticas.
–Sí, pero quizá no abismales. Sus diálogos convergen cuando hablan de novelas, traducciones, películas, lecturas en común. Valoraban y concebían de manera distinta el papel del escritor y el lugar de la literatura. Sabato le dijo a Torres Fierro que su obra quería reflejar la condición humana: “El ansia de absoluto, la voluntad de poder, el impulso a la rebeldía, la angustia de la soledad y la muerte”. Hay un sustrato religioso en esa búsqueda. Borges, “tan escéptico que dudaba de su duda sobre la existencia de Dios”, proviene evidentemente de otra tradición literaria, pero de ningún modo creo que evadiera los problemas últimos del individuo. Del individuo, más que de la sociedad.
–Volvamos a las diferencias políticas, sobre todo a partir de 1975.
–Poco después de aquellas pláticas cayó el gobierno de Isabelita Perón y su mago de cabecera, el torvo López Rega. Borges creyó ver una nueva Revolución Libertadora. Se equivocó. Sabato vio mejor. Le repugnaba esa pareja que representaba la criminal derecha peronista, pero no cerró los ojos a los crímenes de la izquierda radical en la que veía una “desdichada conjunción de demagogia e irresponsabilidad, de podredumbre y terrorismo”. En esos años de ignominia, Sabato alzó la voz contra las detenciones sin causa, las delaciones, las desapariciones, que destruían toda esperanza en una vida civilizada. Pero no dejó de señalar la doble moral de “los intelectuales de la izquierda totalitaria”, esos que distinguían dos clases de violaciones de los derechos humanos: las malas, cuando las cometen sus enemigos, y las buenas, cuando las cometen los amigos. Para Sabato, la defensa de esos derechos tenía un valor ético absoluto, y su violación no podía justificarse en ningún caso.
–El peronismo prefigura nuestro tiempo. Ahora, al margen de las ideologías, el populismo de derecha es idéntico al de izquierda.
–Exacto. Lo que más me sorprendió entonces fue su denuncia del peronismo como una convergencia de la derecha filonazi y la izquierda terrorista. No exageraba. Hoy abundan esos personajes. Los extremos se tocan, y en el fondo son lo mismo.
Una carta inédita de Ernesto Sabato
“Sabato fue de la opinión de que en los años 70 habían luchado en América Latina dos demonios, el de los militares fascistas y la guerrilla marxista totalitaria. Ganó el más poderoso, pero los tupamaros y montoneros, de haber resultado vencedores, también habrían sido inclementes. Esa fue la conclusión del informe donde pedía castigo proporcional para ambos terrorismos. Ese esfuerzo de imparcialidad le dejó no pocos sinsabores a Sabato, que fue atacado por ambos flancos”, dice Enrique Krauze en Spinoza en el Parque México. En su libro, el escritor mexicano comparte una carta inédita que el autor de Sobre héroes y tumbas le envió en julio de 1990 y que aquí reproducimos:
“Acabo de cumplir el 24 de junio 79 años, así que vivo de yapa, como se dice en los pueblos pampeanos, donde nací. Pero mi corazón sigue fuerte y espero vivir unos cuantos años más. Sobre todo porque desde que me fue imposible escribir –por el mal de mis ojos– he vuelto a la otra pasión de mi adolescencia, la pintura, que siempre fue más sana que la literatura, por motivos que alguna vez fundamenté. [...]
“El hombre no puede vivir sin ideales; lo único que en esta era desdichadamente desacralizada reemplaza a Dios son el arte –en cuanto es búsqueda de lo absoluto– y esos ideales, ahora en quiebra, por obra fundamentalmente de los que creyeron en el socialismo totalitario o en el famoso Progreso, que por igual arruinaron al hombre, ya con el capitalismo y ese socialismo igualmente masificado. Así que es hora de levantar una especie de socialismo libertario, que rescate aquello que Marx ridiculizó con su socialismo ‘científico’, aplastando a hombres como Proudhon en su célebre libro Miseria de la filosofía, en perversa respuesta a la obra que el otro había titulado Filosofía de la miseria.
“Y aquí me tiene, pues, en esta especie de resto de pueblo pampeano, con un cañoncito particular, que dispara de vez en cuando, por motivo de alguna injusticia, de un atropello a la sacralidad del ser humano, por la muerte de millones de chiquitos de hambre, por el desprecio, en fin, del hombre concreto, el único que existe.
“De esta manera, como siempre, ‘logro’ un negocio redondo: los intelectuales comunistas (que nunca abandonaron estudios, familia, comodidad burguesa y arriesgaron su vida, como yo lo hice cuando tenía veinte años y todavía creía en esa ideología) me califican de vendido al oro americano, de agente de la CIA, de reaccionario, y los hombres de la CIA me consideran comunista. Y como un estúpido me encuentro en medio de dos fuegos cruzados. Lo que me ha amargado mucho, pero que pienso es lo menos que debe hacer un escritor y un artista de verdad, no un fabricante de libros o de cuadros.”