De William Russell a José Gómez Fuentes
Ser el primero tiene muchas ventajas. Entre ellas hasta puede estar la de haber sido el último. En cierto modo fue lo que le sucedió al periodista irlandés William Howard Russell, el primer corresponsal de guerra, quien tuvo el privilegio de haber sido enviado especial al frente de batalla antes de que a alguien se le ocurriera decir que en la guerra la primera víctima es la verdad.
Quien lea las crónicas que escribió en The Times, de Londres, sobre la Guerra de Crimea (1853-1856) no se encontrará, precisamente, con un triunfalista inflamado. “A las 11.35 no quedaba un solo soldado británico, excepto los muertos y los moribundos, ante los sangrientos cañones moscovitas”, decía para contar la célebre carga de la Caballería Ligera (de esa crónica, dicho sea de paso, viene la expresión “la delgada línea roja”), un fiasco militar para los ingleses. Su apego irrestricto a la verdad le permitió informar sobre la falta de pertrechos y las pésimas condiciones sanitarias de los soldados, motivo por el cual Russell terminó apareciendo en las enciclopedias. “Estas son verdades difíciles pero el público inglés debe escucharlas. Debe saber que el mendigo que se tambalea bajo la lluvia en las calles de Londres lleva la vida de un príncipe en comparación con la que llevan los soldados que luchan por su país”.
Previsiblemente, sus artículos sacudieron a Inglaterra. El Parlamento condenó las “mentiras”. Hasta quisieron repatriarlo. La reina Victoria se mostró indignada, pero no tanto como su marido, el príncipe Alberto, quien dijo que al “miserable” Russell había que lincharlo. Cayó el gobierno y, por fin, una comisión estableció que lo que describía el Times, o sea Russell, era tal cual. Por ejemplo, que los soldados morían más por falta de cuidados que por la guerra en sí. Lo que contribuyó a crear la enfermería.
"La libertad de la prensa en las guerras, su lenguaje y su posicionamiento ha sido desde entonces motivo de discusiones"
Sobre el final del conflicto, cuando Russell ya se estaba volviendo, el ejército dio la orden de prohibirles a los corresponsales en general publicar detalles de lo que fuera de utilidad para el enemigo: nacía el control militar de la información.
La libertad de la prensa en las guerras, su lenguaje y su posicionamiento ha sido desde entonces motivo de discusiones. No hay dos posturas sino infinidad de matices y ninguna solución ideal. Complejidad atribuible a que el periodismo profesional, la propaganda bélica y el patriotismo en formato militar nunca podrán congeniar. Pues bien, si la guerra de Crimea fue un extremo, la de Malvinas fue el contrario. De un lado de la escala está Russell. Del otro, José Gómez Fuentes.
Los ingleses renovaron en 1982 la discusión del siglo XIX, sea porque a Margaret Thatcher no le gustaba la independencia de la BBC ni su aparente frialdad para referirse a la propia tropa o porque los periodistas británicos pretendían zafar de una censura militar no exenta de torpeza. En la Argentina, en cambio, donde los militares que conducían la guerra eran a la vez las cabezas de una dictadura que al cabo de seis años de atrocidades pretendía volverse inmaculada, el problema fue mucho más hondo. El triunfalismo apoyado sobre noticias falsas, exageraciones desvergonzadas y alcahuetería llana compuso una monumental estafa a la sociedad, gran parte de la cual a su vez compró la imposición mesiánica de la uniformidad patriótica.
"El programa 60 Minutos, un “show periodístico” entrenado desde 1979 en darle la espalda a todo lo que la dictadura quisiera esconder, sería el megáfono oficial del Estado Mayor Conjunto"
Junto con la agencia Télam, el emergente mayor de esa estafa fue la televisión oficial. El programa 60 Minutos, un “show periodístico” entrenado desde 1979 en darle la espalda a todo lo que la dictadura quisiera esconder, sería el megáfono oficial del Estado Mayor Conjunto. Estaba dirigido por Horacio Larrosa y tenía entre otros conductores a Silvia Fernández Barrios, María Larreta y Leonardo Shocrón. Era la época en la que el general Ramón Camps se paseaba por ATC como dueño de casa. Gómez Fuentes se convirtió en un ícono por su obsecuencia explícita y su patrioterismo histriónico. Singularizaba la excitación con el triunfo inminente representando el papel, ciertamente fraudulento, de columnista con opinión propia. La banalización de la guerra alcanzó su pico (también en rating) con el especial “Las 24 horas de Malvinas”, conducido por Pinky y Cacho Fontana, una estafa ya no simbólica sino contable, la más grande de la historia en el rubro solidaridad social.
La prensa gráfica era disciplinada mediante un acta de la junta militar que ordenaba cosas tan ambiguas como evitar información “que atente contra la unidad nacional” o que “procedente del exterior apunte a facilitar el logro de los objetivos psicológicos del oponente”. Prohibía publicar “operaciones militares” que no surgieran de la fuente oficial. Para perfeccionar el control, los militares crearon la figura del corresponsal de guerra único. El agraciado, Nicolás Kasanzew, desde luego que era cautivo, aunque para tratar de mejorar su reputación él diría después que fue una víctima de la censura castrense.
Puede entenderse que en una guerra los mandos militares busquen controlar la información, pero los márgenes de maniobra siempre están atados al régimen político. La autocracia rusa lo testimonia por estos días.
En la Argentina de 1982, ni el ocultamiento planificado de la verdad ni el exitismo grotesco ni el uso del fútbol como anabólico fueron tan novedosos. Tras la derrota abrupta del 14 de junio se empezó a desmoronar todo junto.