Cuando Martin Heidegger pensó la filosofía a través de la poesía
Autor de renovada actualidad por sus meditaciones sobre la técnica, hace 90 años el filósofo alemán publicaba un libro clave sobre Hölderlin y el ser del lenguaje
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¿Por qué el nonagésimo aniversario de una obra clave de la filosofía del siglo XX como Los himnos de Hölderlin “Germania” y “El Rin” es una ocasión para revalorizar a la poesía que no ofrece “un escape lúdico” sino “el despertar y la concentración de la esencia más propia del individuo”? ¿Y en qué sentido tal “esencia” alumbra los siempre sensibles puntos de contacto entre el arte y la política? Las respuestas obligan a recorrer algunos senderos de la vida de su autor, Martin Heidegger, el filósofo que nació, trabajó y murió en Alemania entre 1889 y 1976.
Por la originalidad de sus ideas, ya desde 1924, cuando Hannah Arendt lo conoció (y se enamoraron) en la Universidad de Marburgo, se rumoreaba entre los estudiantes que Heidegger era “el rey secreto del pensamiento”. En 1927, sin embargo, la aparición de Ser y tiempo (un ensayo que “no habría podido escribir sin ella”, según cuenta el biógrafo Rüdiger Safranski que Heidegger le confesó a Arendt) marcó el fin del carácter secreto de aquel reinado. Las meditaciones sobre el Ser, el ente, la técnica y la autenticidad de la existencia humana en aquel libro hicieron que la fama intelectual de Heidegger empezara a recorrer el mundo, aun contra su conocida resistencia a cruzar en persona las fronteras del “Bundesland” de Baden-Wurtemberg, su tierra natal. Pero para febrero de 1934, cuando empezó a dictar el célebre curso sobre la poesía de Friedrich Hölderlin (1770-1843) en la Universidad de Friburgo, las cosas habían cambiado bastante en la vida y en el país de Heidegger.
“Bajo las tormentas del dios”, como escribe Hölderlin en un poema, Heidegger, artífice de un pensar radicalmente opuesto a la tradición filosófica occidental, había resignado, primero, su relación con Arendt. En 1928 el maestro y la discípula tomaron rumbos distintos: él continuó junto a su esposa de toda la vida, Elfriede Petri, mientras que ella se casó sin mucho empeño con Günther Anders. Por supuesto, también fue el lento pero triunfal ascenso de Adolf Hitler al poder (lo cual forzó a Arendt, como a muchos otros judíos, a exiliarse antes de que el exterminio nazi se desatara) lo que terminaría de distanciarlos durante décadas. La última carta intercambiada en esa época es de finales de 1932, y en ella Heidegger, que no escondía sus simpatías por Hitler, le aclara a Arendt que él, al menos, no es un antisemita.
Lo que ocurre poco después, sin embargo, todavía es motivo de debate: cuando Hitler es nombrado Canciller de Alemania en enero de 1933, antisemita o no, Heidegger apoya al nacionalsocialismo con la aspiración de convertirse, quizás, en uno de sus más influyentes intelectuales y redirigir toda su potencia política hacia la urgente refundación metafísica que el gran filósofo consideraba que sería un acontecimiento para “la historia del Ser”. En abril de 1933, de hecho, el Tercer Reich le concedió el rectorado de la Universidad de Friburgo. Pero lo cierto es que, por las buenas o por las malas, Heidegger no tardó en entender que el nazismo realmente existente tenía prioridades muy diferentes de las suyas. Y por esa razón, hastiado por “la mediocridad y el ruido”, como escribe en sus Cuadernos negros, renunció al rectorado a principios de 1934. Si bien seguiría impartiendo sus clases e incluso se mantendría afiliado al nazismo hasta 1945, la Gestapo lo catalogó desde entonces como “completamente inútil para el movimiento”.
Políticamente decepcionado y apartado de su gran amor, pero dispuesto aún a discutir “los chapoteos en sentimientos agradables” de quienes permanecían fascinados con una realidad que solo desembocaría en la guerra, en febrero de 1934 empieza a gestarse en el pensamiento heideggeriano un particular acercamiento a la poesía de Hölderlin, cuya profundidad y tenor representa “el futuro de los alemanes”. En la obra de este poeta capaz de invocar “la verdad histórica de nuestro pueblo”, Heidegger encuentra, por un lado, un elemento de reflexión que potencia su aproximación filosófica a la cuestión del Ser, pero también un modo sutil de ajustar ciertas cuentas pendientes con el nazismo, cuya cultura oficial “cierra la puerta del ámbito de poder de la poesía”. Los himnos de Hölderlin “Germania” y “El Rin”, en consecuencia, narra también esa historia.
Impartido durante el semestre de invierno de 1934-1935 y corregido más tarde en vistas a la publicación de sus Obras Completas, durante este curso, pero también a lo largo de toda su filosofía, la hipótesis de Heidegger es que solo donde hay lenguaje impera un mundo y solo en ese mundo donde hay lenguaje “el hombre es testigo del Ser”. En otras palabras, si el hombre cuenta con alguna chance de trascender el orden de lo estrictamente útil y calculador que lo reduce a un mero “ente”, es porque el lenguaje le permite situarse y pensar en “su determinación esencial más originaria”. Por lo tanto, en oposición a la “degradada charlatanería” que en beneficio de lo mundano aparta al lenguaje y al hombre de “los ámbitos originarios del Ser”, la poesía es el ámbito donde el lenguaje y el pensamiento despliegan su esencia más pura, y un verdadero poeta es “el instaurador del Ser”.
De ahí que, releído en pleno apogeo del nazismo, cuando todo arte era forzado a representar “un alma cultural” o “un alma racial”, como anota Heidegger contra las fórmulas del ideólogo nazi Alfred Rosenberg, Hölderlin encarne una versión diferente del “poeta patriótico” celebrado como valor de lo germánico. “No se trata de lo patrio como un contenido aislado, sino de la verdad histórica de nuestro pueblo, cuya posición él conquista”, advierte Heidegger.
El señalamiento es filosófico pero también político, ya que a contramano de una cultura oficial que reducía cualquier expresión artística a una simple “vivencia colectiva”, la particular visión de Hölderlin sobre la potencia genuina del lenguaje y su “violencia irruptora”, capaz de refundar una identidad nacional, se convierte en la oportunidad para remarcar que la auténtica verdad histórica del pueblo alemán solo es posible si previamente la poesía se apodera de su esencia. “Pero aún somos sin poesía”, sentencia Heidegger, desenmascarando así el fraudulento dominio espiritual que el Estado nazi presumía detentar sobre el tiempo histórico de su pueblo.
Sin duda, las perspicaces interpretaciones de la poesía de Hölderlin durante un seminario académico distan mucho de ser una denuncia política contra el nazismo. Tal vez por eso, ateniéndose antes a su propio compromiso fallido con el Tercer Reich, Heidegger concluye Los himnos de Hölderlin “Germania” y “El Rin” con una cita reveladora del poeta: “Nada aprendemos más difícilmente que a usar libremente lo nacional”. También a esto aludiría Arendt cuando en 1969, al ajustar sus propias cuentas con Heidegger al celebrarse su octogésimo cumpleaños, dijo que “al ceder a la tentación de intervenir en el mundo de los asuntos humanos”, el maestro desató “efectos destructivos”.
En tal caso, ¿puede el arte enunciar verdades incómodas o inaccesibles para la política? ¿Puede la filosofía? Si el lenguaje no es algo que el hombre tenga “sino que aquel tiene al hombre, de tal modo que lo ensambla y lo determina desde el fundamento”, entonces lo único grave a la hora de meditar acerca de la relación entre el arte y la política es la indiferencia: el rechazo de la posibilidad de pensar, aun a riesgo de errar. El mundo y sus circunstancias, incluida la realidad política, determinan al hombre, explica Heidegger en Ser y tiempo. Pero eso no es grave. Lo grave es “no despertar”, “no echar nada en falta”, como escribe el poeta argentino Hugo Mujica sobre la relación entre lo dado y lo originario en el pensamiento de Heidegger en Señas hacia lo abierto.
Como puerta a la más elevada trascendencia, todo arte remite así a la fuerza creadora y fundacional del único lenguaje que, escuchado con atención, permite pensar. En este sentido, Los himnos de Hölderlin “Germania” y “El Rin” nos recuerda que el elemento en el cual se desarrolla nuestra existencia es la proximidad, a veces agria, de pensar y poetizar.