Cuando los diarios personales inspiran ficción
Los diarios personales de escritores son contradictorios por definición. ¿Se los anota para cifrar ahí lo más secreto y hacer catársis o, por el contrario, están destinados desde un principio a ser leídos? André Gide solucionó el problema convirtiéndolos dedicadamente en parte de la obra. Entre nosotros, Ricardo Piglia puso los últimos esfuerzos en rearmar sus muchas libretas para darle forma al pulso informe del tiempo. Es seguro que la reciente edición en inglés de Patricia Highsmith: Her Diaries and Notebooks (1941-1995) permitirá conocer de primera mano a una de las escritoras reclusas más intrigantes del siglo pasado: en sus más de mil páginas –dice la crítica– hay mucho que explica la singularidad de esas tramas de suspenso con personajes sin introspección, como el psicópata Tom Ripley. Al parecer los personajes son más veladura que reflejo: si algo no le faltaba a Highsmith era analizar su vida de manera entomológica y preguntarse descarnadamente sobre todo lo que la distanciaba del mundo.
Los diarios prometen revelaciones, pero importa más que en ellos, lo quieran o no, los escribas se vuelven en cierto modo personajes. Thomas Mann (1875-1955) también dejó a su muerte una multitud de páginas personales, que empezaron a darse a conocer a partir de los años setenta. Mann era un autor consagrado desde comienzos del siglo XX (publicó Los Buddenbrook a los 26) y se transformaría, ya Premio Nobel, en exiliado del régimen nazi en 1933. Fue un monumento en vida, la contraseña de una cultura. Los diarios podrían haber originado en aquel momento largas disputas, porque en ellos desliza intereses homosexuales que resquebrajaron la estampa de Mann como estandarte de pater familias prolífico en hijos. Ocurrió lo contrario: sus contradicciones lo volvieron más complejo y, por lo tanto, interesante.
Al menos es lo que debe haber pensado Colm Tóibín, que se vale de esos diarios para The Magician. La novela del escritor irlandés plantea una amplia narración coreográfica sobre Mann, en la que aparecen no solo sus dramas íntimos, y sus idas y vueltas políticas. También, de manera inevitable, la red omnipresente de sus relaciones familiares en las que –como se veía ya en una serie alemana que se centraba en el clan Mann– boyaban toda clase de pulsiones, incluido cierto coqueteo con el incesto (Mann se muestra atraído por su hijo Klaus, como prueban los diarios). Para medir todo el alcance de The Magician habrá sin embargo que esperar: todavía no apareció en castellano.
Mientras tanto se puede volver por un instante al otro libro que Tóibín le dedicó a un escritor. The Master. Retrato del novelista adulto (2004) se centra en Henry James, otro autor socialmente activo que a la vez agradecía la vida retirada. Norteamericano devenido inglés, productivo a más no poder, James escribió páginas personales, pero sobre todos magníficos Notebooks (los dietarios en que consignaba ideas de narraciones) y una amplia correspondencia, que Tóibín cita con amplitud. Contó también con una ventaja suplementaria: el autor de Las alas de la paloma fue objeto de una de las biografías más minuciosas alguna vez escritas. La firmada por Leon Edel (varios tomos, condensados luego en uno ingente) donde “la oscura herida” de la que habló una vez James alcanza un magnífico estatus de enigma (¿se refería a un accidente durante un incendio en su adolescencia o, como sugería Hemingway, a su sensibilidad sexual?).
Las vidas de algunos autores –y sus notas personales– son con el tiempo patrimonio de todos. El mismo año que salió The Master, David Lodge le dedicó a James ¡El autor, el autor!, un divertido retrato del artista como genio sin éxito. En la Inglaterra victoriana, HJ decide que ya tiene bastante de reconocimiento: también necesita fortuna en metálico. Para eso decide incursionar en el teatro. Fracasa de manera estrepitosa, pero más o menos contemporáneamente rechazó también un argumento para un cuento que, generoso, le regaló su amigo, el ilustrador de Punch, George Du Maurier. El propio Du Maurier escribiría Trilby sin mucha convicción: sería un éxito absoluto, el primer bestseller en términos modernos. De esos pasos de comedia –¿cual será el de Thomas Mann?, ¿se parecerá al de su Felix Krull?– también están hechos los días de estos extraños notables.