Cuando la política miente, corrompe la democracia
La causa Vialidad, al reconstruir la trama de corrupción organizada, actualiza las reflexiones de Hannah Arendt sobre la verdad
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Qué distingue al Estado de una “banda de ladrones a gran escala”, se preguntaba Agustín de Hipona en el siglo V. La respuesta de san Agustín resuena fuerte en la Argentina del siglo XXI: la distinción del Estado y una banda de ladrones solo puede venir de un sentido de justicia y del Derecho. Muchos siglos pasaron entre la sentencia del que se considera el primer filósofo de la cristiandad y el presente. En la restauración democrática, los argentinos, una vez más, recuperamos el sentido de la justicia y depositamos la confianza en el Derecho, en la ley como garantía de la igualdad. Como una forma, también, de distinguir al Estado democrático de su negación cuando es cooptado por malhechores. Esto sucedió cuando el Estado se llenó de uniformes, impuso el terror, secuestró la ley y utilizó la misma violencia y el ocultamiento que decía combatir. Y sucede ahora: en los tribunales se reconstruye el modus operandi de la corrupción organizada por un grupo de funcionarios que se sirvieron de los dineros públicos para enriquecimiento personal. La tentación de comparar los dos juicios es grande: el que condenó a los integrantes de las tres juntas militares y el que ahora juzga a la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner y a una docena de funcionarios que hicieron de la obra pública un botín inaudito.
Comparten el calificativo de “históricos”, porque ambos escenifican los males y pesares que afectan nuestra vida colectiva: la violencia, la pobreza y la corrupción. Sucesos extraordinarios que parten aguas, dividen el tiempo compartido en un “entonces” y un “ahora”. Comparten también la ejemplaridad de personas que cumplieron y cumplen con idoneidad las funciones judiciales a pesar de las presiones, descalificaciones y amenazas, pues la democracia no ha erradicado la prepotencia ni la extorsión de los que ven sus intereses amenazados por ese “sentido de justicia”. Tampoco limpió las cloacas de los espías del Estado. Gracias a la libertad de expresión, los periodistas median entre la información del Estado y los ciudadanos, que tienen derecho a una información veraz; y los fiscales, en el nuevo sistema acusatorio, investigan los delitos que deben ser probados en juicio oral y público. Si los periodistas trabajan con indicios, es función de la Justicia sancionar los delitos en representación de la ciudadanía y en base al Estado de derecho que les da fundamento. Las similitudes terminan ahí.
Los cuarenta años que nos alejan del inicio de la democratización establecen diferencias. El Juicio a las Juntas, al condenar el sistema de terror basado en la desaparición deliberada de personas, terminó con la impunidad de la violencia política que atravesó más de la mitad del siglo pasado. Estableció una verdad histórica, aunque los acusados jamás reconocieron sus delitos.
En la Argentina violenta todo tuvo un carácter oculto, desde las bombas de la guerrilla hasta los campos clandestinos de detención. La descripción del terror también apareció con la misma lógica. Oculto, invisible, como para que los crímenes fueran ajenos. Ese carácter oculto y la siniestra metodología de la desaparición impuso tiempo hasta que la sociedad reconociera y admitiera la verdad de lo sucedido. En cambio, la corrupción se fue desplegando ante nuestros ojos por las denuncias de periodistas independientes, que desde la década del 90 fueron dándonos indicios de los negociados y los fraudes de funcionarios deshonestos. Una corrupción igualmente amparada por la oscuridad y una tradición política autocrática que reduce la democracia a la mayoría electoral, confunde Estado con gobierno, utiliza los dineros públicos como propios y apela, para perpetuarse en el poder, a un cínico justificativo: “Para hacer política se necesita de dinero”. El dinero compra impunidad, corrompe jueces, políticos y periodistas, y monta relatos propagandísticos para eludir la realidad y minar a la democracia. Como dijo Hannah Arendt en su ensayo Verdad y mentira en la política, “la política desligada de la verdad se corrompe desde dentro y termina convirtiendo al Estado en una maquinaria que destruye el Derecho”. Los hechos generan opiniones, y aun cuando esas opiniones sean emocionales e interesadas son igualmente legítimas, siempre y cuando respeten la verdad de los hechos, decía Arendt. De la misma forma, si no se garantiza la veracidad de la información y se niegan los hechos, el periodismo se convierte en una caricatura. Cuando no en su negación, la propaganda.
Hoy las amenazas a la democracia surgen de la fuerza del autoengaño y de falsear los hechos. El marketing político y los expertos en opinión pública a veces reducen la democracia a un hecho publicitario. Arendt critica igualmente a los académicos, profesores universitarios, altos funcionarios y analistas cuando confunden la verdad con sus intereses ideológicos o personales, amoldan el mundo a la teoría y reescriben el pasado para adueñarse de la conciencia de las personas.
Arendt escribió estos ensayos después del escándalo de las mentiras del presidente Nixon sobre la guerra de Vietnam, reveladas por The New York Times como los papeles del Pentágono. La mentira desestabiliza las instituciones porque destruye la confianza de los ciudadanos en la dirigencia y en nosotros mismos a la hora de hacerlos responsables de sus decisiones calamitosas.
Hoy aparecemos más preocupados por la verdad. No porque haya una onda de indignación moral, sino porque tememos perder la libertad y la democracia, la única garantía para que la mentira no se imponga. Por eso, vale para nosotros la conclusión de Arendt cuando le preguntaron si volvería a publicar Eichmann en Jerusalén, libro que escribió tras cubrir como cronista ese juicio igualmente histórico. Adolf Eichmann, que vivía escondido en la Argentina, fue secuestrado y trasladado a Israel, donde fue juzgado y enviado a la horca. Arendt nunca se arrepintió de ese libro, el más polémico, el que más sinsabores le causó por contrariar la versión oficial con su mal entendido concepto de la banalidad del mal. A esa pregunta desafiante, ella respondió con otro interrogante: “¿Dejar de decir la verdad aunque el mundo perezca?”. Priorizó la verdad. Entre nosotros, décadas de mentiras políticas se llevaron nuestra confianza en los gobernantes y las instituciones de la República. Descreídos, muchos nos aferramos a la verdad. Sin olvidar lo que dijo san Agustin. Sin sentido de justicia y del Derecho, el Estado se convierte en una banda de forajidos.