Clorindo Testa: los valores del artista y arquitecto, para convertirnos en grandes
Un libro para chicos, editado por la fundación que lleva su nombre, forma parte del homenaje impulsado a cien años de su nacimiento y diez de su muerte
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“Se gana y se pierde: el ingrediente fundamental es el humor”. Esta simple frase refleja el espíritu de Clorindo Testa, creador ejemplar que fue “un montón de cosas”. Tantas, que para rendirle homenaje a cien años de su nacimiento y diez de su muerte la fundación que lleva su nombre impulsó el año pasado varias iniciativas: entre ellas, la producción de un trabajo audiovisual, una emisión postal conmemorativa y exposiciones de sus obras en Fundación Andreani –edificio de La Boca diseñado por él –, Colección Amalita y la Torre Macro.
Este banco, además, contribuyó a editar el libro Yo quiero ser arquitecto, una idea de Julio Suaya, director ejecutivo de la fundación. Con ilustraciones de Celeste Aires y textos de Santiago Craig que simulan un relato de Testa en primera persona, a primera vista podría parecer una publicación para chicos. Pero no hay que confundirse: el libro, realizado sin fines de lucro y para ser distribuido en bibliotecas populares y escuelas públicas, condensa la esencia de su polifacética carrera y los valores que lo llevaron a ganarse un merecido prestigio internacional.
Hacia el final, hay un recuadro en blanco con una pregunta: “A vos, ¿qué montón de cosas te gustaría ser?” La propuesta es escribir o dibujar un deseo para “cuando seas grande”. Se cierra así el círculo que comienza en la primera página, con un dibujo realizado por Testa a los cuatro años: la casa de su familia en Italia, el país donde nació.
Entre ambos extremos de un recorrido de 42 páginas confirmamos que Clorindo quiso ser mucho más que un arquitecto. Primero insinuó el deseo de ser médico, como su padre, pensando en complacerlo. “¡De ningunísima manera!”, fue la respuesta que le recordó el camino hacia su propia vocación.
“Hagas lo que hagas, si te gusta, vas a estar contento –escribe Craig, personificando a Testa–. Cualquiera que desarrolle una actividad puede hacerlo creativamente: un médico que descubre un nuevo modo de operar no se diferencia de un pintor, ni de un músico, ni de un arquitecto. El proceso es el mismo y la búsqueda, yo creo, es siempre similar: tratar de dar lo mejor de uno y divertirse haciéndolo”.
Le divertía dibujar. Después de estudiar un tiempo ingeniería naval, se decidió por la arquitectura. Tras recibirse en la Universidad de Buenos Aires, ganó una beca para irse a Europa, donde se quedó dos años. Los aprovechó para dedicarse a otra de sus pasiones: observar.
Sus cuadernos se llenaron de bocetos, pinturas y anotaciones con ideas innovadoras. En Madrid conoció al galerista Frans van Riel, quien le ofreció exponer sus dibujos cuando regresara a Buenos Aires. Así lo hizo, en 1952. Para entonces ya había ganado, junto a algunos colegas, el concurso para la sede de la Cámara Argentina de la Construcción, sobre la Avenida Paseo Colón. A su currículum se sumarían emblemáticos edificios porteños –como el Banco de Londres, la Biblioteca Nacional, el Hospital Naval Central y el Centro Cultural Recoleta– y numerosos reconocimientos.
“Toda mi vida participé en concursos y premios de pintura y arquitectura –recuerda la verídica narración compuesta por Craig–; no porque me importara ganar, sino porque me parecían buenas oportunidades para crear”.
Todos esos galardones no modificaron su actitud humilde, reservada y curiosa. La rutina era más o menos la misma cada día: desayunaba en La Farola cercana a Santa Fe y Callao, y hacía bocetos sobre las servilletas de papel. Luego caminaba unos pocos metros hasta su estudio, actual sede de la fundación que lleva su nombre, donde trabajaba en un escritorio repleto de marcadores, lápices de colores, reglas, papeles y agendas.
Recibía allí hasta el mediodía la visita de estudiantes de arquitectura y de arte, profesores, funcionarios, clientes. Hombre de pocas palabras, a todos escuchaba con atención. Tras el almuerzo llegaba la siesta, acompañado por sus gatos. Y después las cinco, cuando terminaba la jornada laboral, solía visitar muestras de arte en museos y galerías.
Los sábados los dedicaba a pintar, vestido con su infaltable traje y corbata, que usaba hasta en la playa y muchas veces terminaba salpicado. Y se juntaba con amigos y su mujer, Teresa, a tomar un “copetín” en su bar favorito: el Pink Gin.
Disfrutaba además de cocinar para ellos en su casa, donde las pastas italianas eran un clásico de los domingos. Su pasión por experimentar lo llevó a crear recetas irrepetibles, como una salsa a base de yerba mate. Pasó muchos veranos con su familia en La Toninas, y en la casa que construyó después en Pinamar.
Ninguno de estos hábitos lo convirtieron en una persona solemne. Entre sus juegos preferidos se contaban los que inventaba con su hija Joaquina, como uno que involucraba a su colección de máscaras de diversas procedencias. Y así como sus proyectos de arquitectura reflejan una gran libertad para experimentar con materiales, técnicas y colores, para crear obras de arte usó lápices, pasteles, tinta china, óleos, acrílicos y hasta pintura en aerosol. Buscaba expresar sus ideas, sin importar que fuera de forma abstracta o figurativa.
“No me interesaba tanto si estaba en un movimiento de arquitectura o de arte o en otro –aclara el texto–, si seguía con el mismo estilo o cambiaba. Es importante no tener miedo a cambiar”.