Claire Keegan, narradora sutil de los universos femeninos
Recientemente reeditada, Tres luces, nouvelle en el que la escritora irlandesa narra el descubrimiento del mundo de una niña, llegó a la pantalla grande
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“Me veo a mí misma mirando desde el asiento de atrás, salvaje como hija de gitano, con mi cabello todo suelto”. Desde la perspectiva interior del auto en el que el padre transporta a la niña, arranca el viaje iniciático de la narradora de Tres luces, un periplo que durará un par de meses. La irlandesa Claire Keegan lo narrará en primera persona y en apenas ochenta páginas, a través de un texto de una transparencia deliberadamente infantil, que trasunta los incontables matices del temprano descubrimiento del mundo.
Compuesto en 2010 y traducido en 2011 por Jorge Fondebrider para Eterna Cadencia, esta novela breve (originalmente titulada Foster y caratulada “short story”) ha actualizado su interés merced a una reciente reedición”revisada por la autora”, pero sobre todo por el estreno de The Quiet Girl, modesto film de Colm Bairéad (Dublin, 1981) que, sin embargo, en un punto complementa silenciosamente –se verá– la lectura del original.
Apenas iniciado el viaje de la innominada miniheroína (en el film, por exigencias dramáticas del diálogo, es llamada Cáit), hay una proyección –una anticipación narrativa– de “cómo será el lugar de los Kinsella”, los parientes que albergarán a la viajera; la chica “ve” lo que le espera en los días venideros, durante los cuales los padres la alejan temporariamente de un hogar campestre desordenado y ya superpoblado por tres hermanos menores, más otro a punto de nacer.
Ese recurso narrativo de Keegan, la “visión” anticipada de la niña, da un pantallazo del escenario que la aguarda en el nuevo hogar –rural, también– con los verbos en futuro: “El hombre no será más alto que ella [su esposa]. Me llevará al pueblo en su tractor…” Un procedimiento de vuelo literario desde la subjetividad de alguien alerta a la magia de las sorpresas. Un rasgo como este, propio de un texto, no traducible al código cinematográfico, es una de las limitaciones del film de Bairéad.
El transcurrir de esa estadía lejos de casa conforma la módica peripecia de este relato, que penetra sutilmente en el micro universo de un ser que despertará a ciertas realidades, como por ejemplo que un hogar puede esconder secretos, algún abismo de dolor o de frustración. La niña es uno de los frecuentes personajes en transición vital que habitan el mundo de Keegan: “Estoy en un punto en el que no puedo ser la que siempre soy ni convertirme en la que podría ser”, dice, consciente de su tránsito a la pubertad.
En “Hombres y mujeres”, cuento de Keegan incluido en el volumen Antártida (1999), otra narradora, apenas mayor que la de Tres luces, se declara “harta de que me traten como una niña”, y en la fiesta de Año Nuevo del pueblo da el salto: se interpone entre su padre y la bella Sarah Combs, quienes coquetean bailando ante los ojos de la madre, y la reemplaza en la pista. “Por primera vez en mi vida –reflexiona– tengo algo de poder”.
Concentrado en las reacciones íntimas de quien comienza a atisbar la existencia, el relato de Tres luces apenas si registra el entorno social. “Hoy temprano dijeron en las noticias que murió otro huelguista” es una de las pocas referencias a un “afuera” remoto. La producción de Claire Keegan (County Wiclow, 1968) se ambienta en un país distinto del que la literatura de ese origen registró en tiempos de las violentas acciones independentistas del IRA (Ejército Republicano Irlandés) contra la dominación imperialista británica, menos en una porción del territorio, la Irlanda del Norte, que adhería y adhiere a la hegemonía inglesa. Así la trasuntaba, en términos de tragicomedia, el anarquista Brendan Behan (1923-1964), principalmente en El rehén, una pieza teatral reelaborada más tarde por su compatriota Neil Jordan en el film El juego de las lágrimas.
En un film reciente de Martin McDonagh, Los espíritus de la isla (The Banshees of Inesherin, 2021), a pesar del escenario literalmente aislado en el que transcurre –es en 1923, tiempos de la guerra civil de Irlanda, luego de su independencia de Gran Bretaña–, llegan ecos de enfrentamientos armados, lejanos, por acciones del IRA. La Irlanda de hoy, institucionalmente pacífica, “se ha modernizado” (asegura el traductor Fondebrider), sin los sobresaltos de tiempos convulsionados.
La narrativa de Keegan, gestada en una realidad más estable (Tres luces se ambienta en los años ochenta), se concentra en lo individual, respaldada por una tradición literaria superlativa que consolidaron clásicos como Oscar Wilde, J.B.Yeats, James Joyce, Bernard Shaw o Samuel Beckett, y que se proyecta a Flann O’Brien y al más actual John Banville, considerado el sucesor de Nabokov. En Keegan despunta todo un repertorio de personajes femeninos en transición; niñas, pero también adultas que, conflictivamente, se disponen a alumbrar a otros niños que ocuparán sus espacios y sus días.
Sin estridencias, sus textos revelan la levedad de un trazo fino, tanto en la construcción narrativa como en la tonalidad de genuina sorpresa con que estos seres van descubriendo el mundo, al confrontar la intimidad con el entorno. “He regresado a mi pasado, a mis ropas demasiado pequeñas, a una historia de revista de mujeres”, reflexiona la escéptica narradora de “Nombre raro para un niño” (otro de los cuentos de Antártida). Lo dice mientras extrae su ropa de una valija, como en una progresiva revelación de su identidad, mientras los otros “husmean mis cosas, tratando de descubrir quién soy”. En una tesitura opuesta a la llamada “literatura del yo”, en ese relato Keegan autoanaliza su procedimiento literario y exalta la ficción como un transformador alquímico de la experiencia vivida: “Eso es siempre lo atractivo de escribir; con la escritura es posible cambiar las palabras, tener una segunda oportunidad”.
El padre, la otra mirada
La niña de Tres luces se ha integrado a una familia trunca: Kinsella y su mujer no tienen hijos (el desarrollo del módico plot revelará por qué) y ya no están en edad de procrear. La nueva integrante del núcleo se perfila así como una fugaz adoptada (una foster, en inglés, como reza el título original). Y sobreviene algo significativo: es el hombre de la pareja anfitriona quien estimulará la inicial definición “de género” de la huésped.
La chica, un día, advierte algo: “Kinsella me mira de un modo en el que nunca antes me había mirado”. El hombre repara en que la pequeña viste unas ropitas de varón que le han prestado en la casa, porque el padre, al dejarla en la granja, partió de regreso sin sacar del portaequipaje la valija con sus prendas femeninas. “Mañana es domingo y la niña necesita algo más que eso”, dice Kinsella, e insta a su esposa a ir al pueblo a comprar vestiditos como para que ella luzca, en la misa dominical, como mujer.
De modo espontáneo, Kinsella asume el rol paterno y su mirada masculina acierta a “rediseñar” el look femenino que la huésped necesita. Es él quien marca la transición que definirá la “imagen y apariencia” destinada a los otros, su figura pública: irán a misa, una súbita presentación en sociedad, en una cotidianeidad que transcurre entre vacas y bosques.
A partir de ahí se entabla una relación parental, algo que la pequeña no había experimentado en su casa con su padre biológico. El vínculo se afianzará en el paseo nocturno que emprenden Kinsella y la niña. “Me conduce a una colina empinada (…), la cima de un sitio oscuro donde la tierra termina y hay una larga costa y agua que sé que es profunda y se extiende hasta llegar a Inglaterra.” Sorpresa: el mundo tiene otro horizonte, más lejano que el que conocía. Es cuando divisan una tercera luz, en la lejanía, que se suma a otras dos, vistas antes; entonces el hombre la atrae hacia sí, “con sus brazos, como si fuese su propia hija”.
Este acercamiento se intensificará en el final, cuando –ya de regreso en la casa paterna– se despidan. Aquí es donde la versión fílmica complementa la percepción visual de las acciones; hasta ese momento, a pesar de los numerosos encuentros y despedidas, los códigos culturales campesinos son rígidos: nadie se toca, ni se besa ni se abraza; ¡ni siquiera se dan la mano! Es algo que el texto no trasunta: hay que verlo. De ahí que, por contraste, el abrazo de despedida de la niña y su padre sustituto alcance en el film una contundente intensidad emocional, extra literaria. Una módica compensación, quizá, a lo que el cine tantas veces omite.