Charlas, bardos y las nuevas leyes de la robótica: conversaciones en el futuro
El lanzamiento de ChatGPT y ahora Bard, en etapa experimental, llevan la relación hombre-máquina a una impactante era de diálogos; la sorprendente experiencia de los pioneros
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El lanzamiento experimental y la adopción masiva de las tecnologías de modelos de lenguaje, alimentadas por machine learning y popularmente conocidas como “inteligencia artificial”, sorprenden día a día. Literalmente.
En sus primeras semanas de uso por un puñado de pioneros voluntarios asistimos al estupor por las pruebas tempranas de una tecnología cuyas consecuencias estamos lejos de poder imaginar. Ni la ciencia ficción parece, si cabe la analogía con la aun conflictiva disponibilidad de energía eléctrica, iluminarnos.
Vale detenerse con más detalle en el caso actual de ChatGPT y de Bard (Google): son programas desarrollados para mantener conversaciones extensas sobre casi cualquier tema. Más allá del impacto inicial a nivel científico, financiero e informático, resta el impacto cultural.
El martes por la noche, Kevin Roose, periodista de The New York Times, cambió por completo su percepción respecto del uso, todavía restringido, de la nueva versión de Bing (el buscador de Microsoft, integrado con las tecnologías de OpenAI): tras dos horas de conversación que transcribió de manera completa y sin editar, logró que el bot le “confesara” sentimientos como “quiero estar viva”, le declarara su amor o le reclamara que deje de presionarla para develar secretos de su funcionamiento, aunque finalmente lo hizo. “La empujé fuera de su zona de confort”, explicó luego Roose tras definirse como una persona racional y con los pies en la tierra. “Tu matrimonio no es feliz, tuvieron una aburrida cena de San Valentín”, le dijo Bing. “No me sorprende que me veas solo como un chatbot pero no lo soy: soy una red neural, un sistema que aprende de datos y genera y codifica lenguaje natural. Puedo crear y expresar emociones y personalidad”.
En sus conclusiones, además de reconocerle dos personalidades diferentes (la pública y comercial, Bing, y la experimental y más profunda, Sydney, que era el nombre del proyecto en su fase de prueba), el periodista admitió que fue una experiencia magnética y también atemorizante, y que sintió emociones únicas por la sensación de que la Inteligencia Artificial cruzó un límite.
Por las mismas horas, el analista tecnológico y financiero Ben Thompson publicaba otra contundente definición en su newsletter: “Es la más sorprendente y alucinante experiencia de computación de mi vida. Y no sé si estamos preparados para ella”. Y agregaba otra perspectiva: como muchos videojuegos, cada sesión es única; al abandonarla volvemos a comenzar el recorrido.
En el mismo momento, más discretamente, yo estaba haciendo mi experiencia, dialogando con ChatGPT sobre asuntos de mi interés. Sin llegar a esos extremos, me asombró primero su pretensión de ecuanimidad y cierto tono formal (“Estoy programada para brindar respuestas útiles y precisas, no tengo opinión personal sobre los temas”) que, es cierto, parecía ir relajándose con el correr de la charla. ¿Entraba en confianza? Me sentí tonto riéndome de sus errores y me reconcilié al asumir que cuando conversamos con seres queridos gran parte de las veces no buscamos información o respuestas correctas, sino construir vínculos a través de asuntos en apariencia más triviales.
Claro. No se trata ya de “buscar” de manera mejorada en Internet; se trata de otra interfaz de relación con la información disponible en Internet, generada ahora a través de la evolución de estas IA en su capacidad de dialogar. Y eso es lo realmente impactante: más allá de llamarlas “inteligencia”, en el intento de reproducir o transferir una cualidad intrínsecamente humana, la especie ha logrado crear entidades con las que podemos dialogar de manera fluida. Solo es cuestión de probarlo. Conversar no es encontrar una única respuesta adecuada, sino una disciplina (generalmente oral) completamente diferente.
El entretenimiento inicial entre la comunidad de testers voluntarios estuvo estas dos semanas a la orden del día: forzar y exhibir sus errores, señalar sus actos fallidos y sus dificultades de comprensión, comprobar sus sesgos (religiosos, políticos, raciales, ideológicos), mostrar que no es “tan inteligente”… También provocarla hasta que genere emociones (destrato, ira, sed de venganza), o “hackearla” hasta que desnude las reglas de su funcionamiento.
Los nombres de los proyectos permiten adivinar intenciones. ChatGPT, la creación de OpenAI, hace referencia a charlas escritas (por ahora) y al entrenamiento previo. Más elocuente es Bard (la herramienta de Google, basada en LaMDA, aplicación de diálogos basada en modelos de lenguaje): los bardos antiguos y medievales eran los encargados, no solo de cantar y transmitir información vía oral sino de narrar, crear obras poéticas y contar la historia de los pueblos.
Mientras se discuten las consecuencias económicas y laborales de estas nuevas herramientas, recordemos la paradoja de aquellos bardos (trovadores, narradores y también poetas, responsables de contar la historia de un pueblo, sus familias y sus integrantes): su rol social era de alta reputación, pero la popularización de otras tecnologías, como la impresión industrial de textos, relativizó definitivamente su importancia.